Textos más populares este mes disponibles publicados el 13 de diciembre de 2020

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textos disponibles fecha: 13-12-2020


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Las Dos Soras

César Vallejo


Cuento


Vagando sin rumbo, Juncio y Analquer, de la tribu de los soras, arribaron a valles y altiplanos situados a la margen del Urubamba, donde aparecen las primeras poblaciones civilizadas de Perú.

En Piquillacta, aldea marginal del gran río, los dos jóvenes salvajes permanecieron toda una tarde. Se sentaron en las tapias de una rúa, a ver pasar a las gentes que iban y venían de la aldea. Después, se lanzaron a caminar por las calles, al azar. Sentían un bienestar inefable, en presencia de las cosas nuevas y desconocidas que se les revelaban: las casas blanqueadas, con sus enrejadas ventanas y sus tejados rojos: la charla de dos mujeres, que movían las manos alegando o escarbaban en el suelo con la punta del pie completamente absorbidas: un viejecito encorvado, calentándose al sol, sentado en el quicio de una puerta, junto a un gran perrazo blanco que abría la boca, tratando de cazar moscas… Los dos seres palpitaban de jubilosa curiosidad, como fascinados por el espectáculo de la vida de pueblo, que nunca habían visto. Singularmente Juncio experimentaba un deleite indecible. Analquer estaba mucho más sorprendido. A medida que penetraban al corazón de la aldea empezó a azorarse, presa de un pasmo que le aplastaba por entero. Las numerosas calles, entrecruzadas en varias direcciones, le hacían perder la cabeza. No sabía caminar este Analquer. Iba por en medio de la calzada y sesgueaba al acaso, por todo el ancho de la calle, chocando con las paredes y aun con los transeúntes.

—¿Qué cosa? —exclamaban las gentes—. Qué indios tan estúpidos. Parecen unos animales.


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2 págs. / 4 minutos / 3.375 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Vencedor

César Vallejo


Cuento


Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes: dos niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:

—¡El profesor! ¡El profesor!

La bandada se dispersó.

—Mentira. Mentira. No viene nadie. Mentira…

La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo puntapiés, llantos, risotadas.

—¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hurra!…

Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en marcha. A la cabeza iban los dos rivales.

A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora. Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:

—¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver…

Las carcajadas redoblaron.

Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le castañeteaban los dientes.

—¿Vamos quedándonos? —le dije.

—Bueno —me respondió—. ¿Pero si le pegan a Juncos?…

Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña, se detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían estentóreamente. Se vivaba a contrapunteo:

—¡Viva Cancio! ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hurraaaaa!…


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3 págs. / 6 minutos / 2.957 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Niño del Carrizo

César Vallejo


Cuento


La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición.

Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar, hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones.

Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor.

A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las verdes vertientes.


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3 págs. / 5 minutos / 1.771 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Viaje Alrededor del Porvenir

César Vallejo


Cuento


A eso de las dos de la mañana despertó el administrador en un sobresalto. Tocó el botón de la luz y alumbró. Al consultar su reloj de bolsillo, se dio cuenta de que era todavía muy temprano para levantarse. Apagó y trató de dormirse de nuevo. Hasta las tres y media podía dar un buen sueño. Su mujer parecía estar sumida en un sueño profundo. El administrador ignoraba que ella le había sentido y que, en ese momento, estaba también despierta. Sin embargo, los dos permanecían en silencio, el uno junto al otro, en medio de la completa oscuridad del dormitorio.


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5 págs. / 9 minutos / 1.824 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Memorias de un Paraguas

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Nací en una fábrica francesa, de más padres, padrinos y patrones que el hijo que achacaban a Quevedo. Mis hermanos eran tantos y tan idénticos a mí en color y forma, que hasta no separarme de sus filas y vivir solitario, como hoy vivo, no adquirí la conciencia de mi individualidad. Antes, en mi concepto, no era un todo ni una unidad distinta de las otras: me sucedía lo que a ciertos gallegos que usaban medias de un color igual y no podían ponerse en pie, cuando se acostaban juntos, porque no sabían cuáles eran sus piernas. Más tarde, ya instruido por los viajes, extrañé que no ocurriera un fenómeno semejante a los chinos, de quienes dice Guillermo Prieto, con mucha gracia, que vienen al mundo por millares, como los alfileres, siendo tan difícil distinguir a un chino de otro chino, como a un alfiler de otro alfiler. Por aquel tiempo no meditaba en tales sutilezas, y si ahora caigo en la cuenta de que debí haber sido en esos días tan panteísta como el judío Spinoza, es porque vine a manos de un letrado cuyos trabajos me dejaban ocios suficientes para esparcir mi alma en el estudio.


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11 págs. / 19 minutos / 169 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


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2 págs. / 3 minutos / 560 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Historia de un Peso Falso

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


¡Parecía bueno! ¡Limpio, muy cepilladito, con su águila, a guisa de alfiler de corbata, y caminando siempre por el lado de la sombra, para dejar al sol la otra acera! No tenía mala cara el muy bellaco, y el que sólo de vista lo hubiera conocido no habría vacilado en fiarle cuatro pesetas. Pero… ¡crean ustedes en las canas blancas y en la plata que brilla! Aquel peso era un peso teñido: su cabello era castaño, de cobre, y él, por coquetería, porque le dijeran: «Es usted muy Luis XV», se lo había empolvado.

Por supuesto, era de padres desconocidos. ¡Estos pobrecitos pesos siempre son expósitos! A mí me inspiran mucha lástima, y de buen grado los recogería, pero mi casa, es decir, la casa de ellos, el bolsillo de mi chaleco, está vacío, desamueblado, lleno de aire, y por eso no puedo recibirlos. Cuando alguno me cae, procuro colocarlo en una cantina, en una tienda, en la contaduría del teatro, pero hoy están las colocaciones por las nubes y casi siempre se queda en la calle el pobre peso.

No pasó lo mismo, sin embargo, con aquel de la buena facha, de la sonrisa bonachona y del águila que parecía de verdad. Yo no sé en dónde me lo dieron, pero sí estoy cierto de cuál es la casa de comercio en donde tuve la fortuna de colocarlo, gracias al buen corazón y a la mala vista del respetable comerciante cuyo nombre callo por no ofender la cristiana modestia de tan excelente sujeto, y por aquello de que hasta la mano izquierda debe ignorar el bien que hizo la derecha.


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12 págs. / 21 minutos / 122 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

A Treinta Años Fecha

Joaquín Dicenta


Cuento


Era una chiquilla encantadora, morena y andaluza, con la agravante de ser perchelera y de tener más sal en su cuerpo y en su lenguaje que todos los boquerones de Málaga. Tenía veintidós años; yo veinte.

La primera vez que la vi asomarse al balcón de su casa, una casita frontera a la mía, se me cayeron los palos del sombrajo, como dicen en la tierra de ella. ¡Vaya una moza!… grité, sin enterarme de que gritaba; y me quedé mirándola, con los ojos muy abiertos, la boca más abierta que los ojos y la cara del más perfecto imbécil que puedan mis lectores imaginarse. Claro, que la muchacha se dio cuenta de lo que ocurría; ¡así que las mujeres son tontas!… Guiñó los ojos; soltó la carcajada; dio un retemblío de caderas y se metió en su cuarto balanceando el cuerpo y dejando sin cerrar balcón, para que yo siguiera llenándome de su persona.

Así empezó la cosa, que no se hizo entretener mucho para llegar al apetecido desenlace. Moza ella, mozo yo; la moza sin ser una virtud y el mozo sin pecar de tímido, ¿qué iba a ocurrir?… Pues… nada; es decir, todo.

Anita había venido de Málaga con una apreciable señora, comerciante en carne viva; pero se cansó muy pronto de trabajar por cuenta ajena y se dedicó a hacerlo por la propia. Ni su desparpajo necesitaba andadores, ni su hermosura intermediarios.

Tal fue el principio de su etapa madrileña.


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3 págs. / 5 minutos / 105 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Última Primavera

Rafael Barrett


Cuento


Yo también, a los veinte años, creía tener recuerdos.

Esos recuerdos eran apacibles, llenos de una melancolía pulcra.

Los cuidaba y hacía revivir todos los días, del mismo modo que me rizaba el bigote y me perfumaba el cabello.

Todo me parecía suave, elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. El amor era lo único que había en el universo; el porvenir, un horizonte bañado de aurora, y, para mirar mi exiguo pasado, no me tomaba la molestia de cambiar de prisma.

Yo también tenía —¡ya!— recuerdos.

Mis recuerdos de hoy…

¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan inútilmente, tan estúpidamente.

Cuando mi alma era una herida sola, y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el mal.

Yo sé que huiré al confín de la tierra, buscando corazones sencillos y nobles, y que allí, como siempre, habrá una mano sin cuerpo que me apuñale por la espalda.

¿Quién me dará una noche de paz, en que contemple sosegado las estrellas, como cuando era niño, y una almohada en que reposar después mi frente tranquila, segura del sueño?

¿Para qué viajar, para qué trabajar, creer, amar? ¿Para qué mi juventud, lo poco que me queda de juventud, envenenada por mis hermanos?

¡Deseo a veces la vejez, la abdicación final, amputarme los nervios, y no sentir más que la eterna, la horrible náusea!

Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados.

Hay flores marchitas, aplastadas por el lodo, que no por eso dejan de exhalar su perfume cándido.

Hay almas que no son más que bondad. Yo encontraré quien me quiera.

Si esas almas no existen, quiero morir sin saberlo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

A Bordo

Rafael Barrett


Cuento


Remontando el Alto Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si durante la inmovilidad del crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado, sublimado todas las impurezas cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a la vez metálico y transparente, poblado de pálidas gemas, surcado de largas estelas de fósforo.

Al ras del horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba.

La tierra, que ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de orfebre un tapiz tejido de sombras raras; las orillas del río, dos cenefas de terciopelo negro.

Las aguas pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco, y se retorcían en dos cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían prenderse a la proa con un infatigable suspiro.

Los pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo sobre la borda, una pareja elegante, ella virgen y soltero él, discreteaba.

—¿La Eglantina está triste?

(Porque él la había bautizado Eglantina).

—Esta noche es demasiado bella —murmuró la joven.

—La belleza es usted…

Brilló la sonrisa de Eglantina en la penumbra. «Mis mayores me aprueban», pensó. En un banco próximo, tía Herminia, que conversaba con una señora de luto, dejaba ir a los enamorados su mirada santamente benévola, bendición nupcial. Roberto las acompañaría al Iguazú, luego a Buenos Aires, y después…

Sonaban guitarras y una voz española:


Los ojazos de un moreno
clavaos en una mujé…


Y palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y la respiración de las calderas.

Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos.

—Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería —dijo el más grueso.

La brisa de la marcha movía las lonas del toldo. Eglantina contemplaba el lindo abismo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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