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La Borgoñona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísimo que revela los trabajos de la polilla, quédeme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecería escandalosa á la edad presente.—Porque hartas veces observo que hemos crecido, sino en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayen sus frases é interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos más inocentes. Así todos andamos recelosos y, valga esta impropia metáfora, con la barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo funesto para la moral y las costumbres.

Pero acontece que si llega á agradarnos ó á producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase que bulle y se revuelve allí cual el feto en las maternas entrañas, solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la historia milagrosa que, dejando escrúpulos á un lado, voy á contar no sin algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores y caprichosamente iluminadas, ó á modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista, para empezar diciendo: «En el nombre del Padre!...»

I

Era muchos, muchos años, ó por mejor decir, muchos siglos hace; el tiempo en que Francisco de Asís, después de haber recorrido varias tierras de Europa exhortando á la pobreza y á la penitencia, enviaba sus discípulos por todas partes á continuar la predicación del Evangelio.


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Dominio público
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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Molino

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde lejos no lo veríais, por que lo tapa densa cortina de castaños y grupos de sauces y mimbreras, cuyo fino verdor gris armoniza con la pálida esmeralda del prado. Pero acercaos, y os prende y cautiva la gracia del molino rústico; delante la represa, festoneada de espadañas, poas, lirios morados y amarilla cicuta; la represa, con su agua dormida, su fondo de limo en que se crían anguilas gordas y cuarreadoras ranas; luego, las cuatro paredes blancas de la casuca, su rojo techo, su rueda negruzca que bate el agua con sordo resuello y fragor... Y en la puerta, de pie, con las abiertas palmas apoyadas en las macizas caderas, iluminado el moreno rostro por los garzos ojos y los labios de guinda, empolvado a lo Luis XV el revuelto pelo rizoso, divisáis a Mariniña, la molinera, que mira hacia la vereda del soto, esperanzada de que no tardará en asomar por ella Chinto Moure...

Para ir al molino jamás faltan pretextos; siempre hay un ferrado de millo, un saco de trigo que moler con destino a la hornada de la semana. Los de la aldea ya lo saben: Chinto está dispuesto a desempeñar la comisión, dando las gracias encima. Provisto de una aguijada con que pica a su caballejo y de un luengo «adival» para amarrarle los sacos al lomo; descalzo en verano, calzado en invierno con gruesos borceguíes de suela de palo, Chinto emprende su caminata desde la parroquia de Sentrove hasta el molino de Carazás, por ver un rato a Mariniña y gustar con ella sabroso parrafeo, entre el revolar de las finas nubes del moyuelo y la música uniforme del rodicio que tritura el grano incesantemente.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Comadrón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era la noche más espantosa de todo el invierno. Silbaba el viento huracanado, tronchando el seco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizo bombardeaba los vidrios. Así es que el comadrón, hundiéndose con delicia en la mullida cama, dijo confidencialmente a su esposa:

—Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegado hasta las nueve. ¿A qué loca se le va a ocurrir dar a luz con este tiempo tan fatal?

Desmintiendo los augurios del facultativo, hacia las cinco el viento amainó, se interrumpió el eterno «flac» de la lluvia, y un aura serena y dulce pareció entrar al través de los vidrios, con las primeras azuladas claridades del amanecer. Al mismo tiempo retumbaron en la puerta apresurados aldabonazos, los perros ladraron con frenesí, y el comadrón, refunfuñando se incorporó en el lecho aquel, tan caliente y tan fofo. ¡Vamos, milagro que un día le permitiesen vivir tranquilo! Y de seguro el lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar barro y marcar niebla... A ver, medidas de abrigo, botas fuertes... ¡Condenada especie humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!

La criada, que subía anhelosa, dio las señas del cliente; un caballero respetable, muy embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa. ¡Sin duda el padre de la parturienta! La mujer del comadrón, alma compasiva murmuró frases de lástima, y apuró a su marido. Este despachó el café, frío como hielo, se arrolló el tapabocas, se enfundó en el impermeable, agarró la caja de los instrumentos y bajó gruñendo y tiritando. El cliente esperaba ya, montado en blanca yegua. Cabalgó el comadrón su jacucho y emprendieron la caminata.


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Ceniza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya despuntaba la macilenta aurora de un día de febrero, cuando Nati se bajó del coche y entró en su domicilio furtivamente, haciendo uso de un diminuto llavín inglés. No tenía que pensar en recatarse del cochero, pues el coche no era de alquiler, y alguien que acompañaba a la dama, al salir ella, se agazapó en el fondo de la berlina.

Nati subió precipitadamente la solitaria escalera, muy recelosa de encontrar algún criado que en tal pergeño le sorprendiese. El temor salió vano, pues reinaba en la suntuosa casa silencio profundo. Sin duda, no se había despertado ninguno de sus moradores. En la antesala, Nati se halló a oscuras, sintiendo bajo los pies la blandura del denso y profundo tapiz de Esmirna. A tientas buscó el registro de la luz eléctrica; giró la llave, y se inundó de claridad el recinto. Orientada ya, abriendo y cerrando puertas con precaución, cruzando un largo pasillo y dos o tres espaciosos salones ricamente alhajados, Nati, en puntillas, llegó a su tocador. Encendidas las luces, hizo lo que hace indefectiblemente toda mujer que vuelve de un baile o una fiesta: se miró despacio al espejo. Éste era enorme, de cuerpo entero, de tres lunas movibles, y las iluminaban oportunamente gruesos tulipanes de cristal rosa, facetados. Nati vio su imagen con una claridad y un relieve impecables.


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Vivo Retrato

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los sentimientos más nobles pueden pecar por exceso; lo malo es que esta verdad a duras penas la aprende el corazón..., y la razón sirve de poco en conflictos de orden sentimental. Oíd un caso..., no tan raro como parece.

Gonzalo de Acosta era modelo de hijos buenos, amantes, fanáticos. Huérfano de padre desde muy niño, se había criado en las faldas de su madre; ella le cuidó, le educó, le sacó al mundo; le formó, por decirlo así, a su imagen y semejanza. Entró en la vida Gonzalo dominado por una convicción arraigadísima: la de que todas las mujeres pueden ser débiles y falsas, salvo la que nos llevó en su seno. Lo que ayudaba a confirmar a Gonzalo en su idolatría filial era la aprobación, la simpatía de la gente. Por el hecho de respetar a su madre, el mundo le respetaba a él, y las niñas casaderas le ponían azucarado gesto, y las mamás le sonreían con más benevolencia. Cuando pasaba por la calle llevando a su madre del brazo, una atmósfera de aprobación y de consideración halagadora le acariciaba suavemente.

A la edad en que se asimilan los elementos de cultura y se forma el criterio propio, Gonzalo, a pesar de sus dudas sobre ciertas materias arduas, se mantuvo en buen terreno, confesando que lo hacía principalmente por no desconsolar y escandalizar a su santa madre. Con ella oía misa muchas veces; por ella llevaba al cuello un escapulario de los Dolores; y hasta cuando ella no estaba presente, por ella hacía Gonzalo, sin analizarlas, mil graciosas y dulces niñerías.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Vidrio de Colores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Esto sucedía en los tiempos en que la Fe, extendiendo sus alas de azur oceladas de vívidos rubíes, cubría y abrigaba con ellas el corazón de los mortales; en que la Esperanza, desparramando generosamente las esmeraldas que bordean su regia túnica, al punto hacía renacer otras más limpias y transparentes; en que la Caridad, apartando con ambas manos los labios de su herida, descubría sus entrañas de pelícanos para ofrecer sustento a la Humanidad entera.

Esto sucedía cuando las ojivas, esbeltas y frágiles como varas de nardo, empezaban a brotar del suelo, y los rosetones a abrir sus pétalos de mística fragancia; cuando por las aldeas pasaban hombres vestidos de sayal y con una cuerda a la cintura, anunciando segunda vez la Buena Nueva, y por las calles de las ciudades, en larga y lenta procesión a la luz de las antorchas, cruzaban los flagelantes, de espaldas desnudas acardenaladas por los latigazos, y las piedras de los altares se estremecían al candente contacto de las lágrimas de amor que derramaban las reclusas.

Esto sucedía, sin embargo, en una metrópoli de la Francia meridional, en la floreciente Tolosa, donde, en vez de la devoción y el temor de Dios, reinaban la impiedad, la molicie y el desenfreno. Un alma pura sólo motivos de escándalos encontraría allí. La herejía, insinuándose y dominando las conciencias, había traído de la mano la licencia y el vicio, y lo mismo en Tolosa que en Beziers y Carcasona y en todo el país de Alby, no oyerais resonar los rezos, sino los afeminados acordes del laúd y la viola y las endechas de los trovadores.


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Vida Nueva

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ángela entró: llegóse al espejo, dejó resbalar el rico abrigo de pieles; quedó en cuerpo, escotada, arrebolada aún la tez por la sofoquina del sarao, y se miró, y expresó en la cara esa rápida, indefinible satisfacción de la mujer que piensa: «¡No estoy mal! Lo que es hoy parecí bien a muchos.»

Fue, sin embargo, un relámpago aquella alegría. Se nublaron los ojos de la dama; cayeron sus brazos perezosos a lo largo del cuerpo, y subiendo con negligencia las manos, empezó a desabrochar el corpiño. Antes del tercer corchete, detúvose: «Le aguardaré vestida —pensó—. Al cabo, hoy es noche de Año Nuevo. ¿Será capaz de irse en derechura a su cuarto?»

Cuando Ángela, resuelta ya, volvió a subir el abrigo y se reclinó en el diván para aguardar cómodamente, su corazón brincaba muy aprisa, y tumultuosas sensaciones hacían hervir su sangre y estremecían sus nervios. «También no es suya toda la culpa —pensaba, acusándose a sí propia, táctica usual en los desdichados—. Yo he dejado que las cosas se pusiesen así. Veo que desaparecen las costumbres tan monas de la luna de miel..., y transijo. Veo que se establecen otras secatonas, vulgares... y resignada. Veo que empezamos a salir cada uno por su lado... y no me atrevo a quejarme en voz alta. Veo que sólo nos hablamos a las horas de comer... y me da vergüenza de presentarme triste o furiosa. Esto no puede ser; algo he de poner de mi parte. La dignidad es cosa muy buena, sí, muy buena...; pero cuando se sufre y se rabia, y se le pasan a uno por la cabeza tantas ideas del infierno en un minuto, ¡valiente consuelo la dignidad!»


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Sustitución

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación...


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Suerte Macabra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Queréis saber por qué don Donato, el de los carrillos bermejos y la risueña y regordeta boca se puso abatido, se quedó color tierra y acabó mu riéndose de ictericia? Fue que —oídlo bien— le cayó el premio gordo de Navidad, los millones de pesetas...

Antes de ese acontecimiento, don Donato era un hombre que podía llamarse feliz, si tal adjetivo no pareciese un reto al destino, que siempre está enseñando los dientes a los mortales. Encerrado en su droguería y herboristería de la calle de Jacometrezo, haciendo todos los días a la misma hora las mismas cosas insípidas y rutinarias, don Donato era plácidamente optimista; sus excesos y lujos consistían en alguna escapatoria a los teatrillos alegres porque don Donato aborrecía la literatura triste —al teatro se va a reír—, y sus derroches, en traerse a casa las mejores frutas y legumbres del mercado del Carmen, pues adoraba, a fuer de obeso, los alimentos flojos.


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Sic Transit...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Me trajo el mozo la copa de cognac pedida dos minutos antes, y mientras la paladeaba despacito, fijé una escrutadora mirada en el individuo que ocupaba la mesa próxima.

Era él, él mismo: no podía caberme duda ya. ¡Pero cuán ajado, maltrecho y diferente de sí propio! Sobre el grasiento cuello de panilla de su gabán caían en desorden los lacios y entrecanos mechones de la descuidada cabellera; la camisa no se veía, probablemente estaría sucia y la ocultaba por pudor social. Como tenía inclinada la cabeza para leer un periódico francés, sólo pude ver su perfil devastado y marchito, y las abolsadas ojeras que rodeaban sus pálidos ojos.

Contemplábale yo con punzante curiosidad, y me acudían en tropel recuerdos de la última vez que asistí á uno de sus triunfos. Hallábase entonces en la plenitud de sus facultades y talento: es verdad que algunos malcontentadizos dilettanti empezaban á decir que decaía, mas el público opinaba de muy distinta manera. Y por señas que, como justamente la postrer noche que pasé en Madrid fuese la del beneficio del gran artista, aflojé los cinco pesos que el Pájaro me exigió por la butaca, y asistí á una ovación entusiasta, delirante.

¡Qué voz, cielo santo, qué voz pura, apasionada, angelical! ¡Con qué facilidad ascendía á las alturas vertiginosas de los dos y síes más inaccesibles á gargantas profanas! ¡Qué modo de filar las notas, y de emitirlas, cada una aparte, distinta y clara, y al par ligada con la anterior y posterior, sin esfuerzo alguno, sin desgañitarse, antes con serenidad y gracia encantadora!


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