La señora de Anstalt, mujer de un banquero opulentísimo, nerviosa y
antojadiza, agonizaba de aburrimiento el domingo de Carnaval, después
del almuerzo, a las dos de la tarde. ¡Qué horas de tedio iba a pasar!
¿En qué las emplearía? No tenía nada que hacer, y la idea de mandar que
enganchasen para dar vueltas a la noria del eterno Recoletos,
contestando a las insipideces o humoradas de los tres o cuatro muchachos
de la crema que acostumbraban destrozar su landó tumbándose sobre la
capota; la perspectiva del bolsón de raso pitado, lleno de caramelos y
fondants; lo manido y trivial de la diversión, le hacía bostezar
anticipadamente. ¿Se decidiría por la Casa de Campo o la Moncloa? ¡Qué
melancolía, qué humedad palúdica, qué frío sutil de febrero, de ese que
mete en los tuétamos el reuma! No, hasta abril la naturaleza es
avinagrada y dura. «¡Lástima no ser muy devota! —pensó Clara Anstalt—,
porque me refugiaría en una iglesia... «
Mujer que se aburre en toda regla, y no es devota, y es neurótica a
ratos, está en peligro inminente de cometer la mayor extravagancia.
Clara, de súbito, se incorporó, tocó el timbre, y la doncella se
presentó; al oír la orden de su ama hizo un mohín de asombro; pero
obedeció en el acto, sin preguntas ni objeciones de ninguna especie;
salió y volvió al poco rato, trayendo en una cesta mucha ropa doblada.
—¿Está usted segura, Rita, de que es la librea nueva, la que no se ha estrenado aún?
—¡Señora! Como que ni la ha visto Feliciano: la trajo el sastre ayer
noche; la recogí yo de mano del portero, y pensaba entregársela ahora...
—Que no sepa que ha venido. Deje usted esa cesta en mi tocador, y
vaya usted a comprarme una cabeza entera de cartón, la más fea y la más
cómoda que se encuentre.. Una que no me impida respirar... ¿El señor ha
salido ya?
—Hace un tato.
—Pues todo en silencio, chitito..., ¿eh?
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