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Villaporrilla

Felipe Trigo


Cuento


¿Aldeas? En buena hora. Pero en el lienzo para adornar mi gabinete o en el libro para decorar mi estantería. Ni más ni menos.

Así las conocía yo. Y sabía de ellas que contempladas desde el último cerro de su horizonte al caer el sol, cuando los senderos de la montaña eran recorridos por los pacíficos campesinos que de vuelta de sus faenas tornaban al hogar, azada o garrote al hombro, dejando oir canciones llenas de melancolía, entremezcladas sus notas con el estruendoso concierto de cigarras, grillos y ranas, meciéndose también por los espacios el triste son de la campana de oraciones y el tintineo de las esquilas del ganado; contempladas, decía, a la traslumbre del crepúsculo, con su esbelta torre en silueta alzada en mitad de blanquísimas casitas “que como ovejas rodeadas al pastor en apretado conjunto circundaban la bonita iglesia”, debían de ser el non plus ultra de las cosas de gusto, con aquellos arroyuelos lamiendo sus viviendas, con aquellos álamos prestándolas sombra, con aquel imprescindible pozo de limpio brocal, en que las muchachas del pueblo, limpias como armiños y lindas como perlas, mostrando bajo la “corta y honesta falda” su media como la nieve y su zapatito negro, escuchaban idílicas declaraciones del garrido y apuesto zagal que entre fogoso y ruborizado las miraba de soslayo, mientras en el viejo pilastrón de cantería verdinegra con candilillos y hierbas en las junturas, bebía su recua de borricos—alguno quizá dando también al viento su amorosa queja en un rebuzno poderoso...

Así las conocía yo... ¡Cuál me engañabais, oh caros novelistas y poetas!


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Parecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la entablamos en aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas a un tiempo atractivos e insolubles; y siempre —aunque no escaseaban las disertaciones— quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:

—La belleza no es nada.

Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y fue así:

—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes una oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno… Todo eso estaba en nuestra retina… , y en ninguna parte más.

—¡Vaya una gracia! —exclamamos—. Si empieza usted por dejarnos ciegos…

—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?

—¡Ah pícaro! —protestó el escultor—. ¡Se refugia usted ahí… , porque es donde menor refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que, privado de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el torso de una estatua griega…


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rebañaplatos

Antonio de Trueba


Cuento


I

Tomillarejo y Retamarejo son dos pueblecillos de la Alcarria que, como quien dice, se dan la mano, y siempre tendrá cada uno sus cincuenta vecinos.

Aunque en los nombres de Tomillarejo y Retamarejo haya alguna semejanza, no sucede así en el carácter de sus habitantes, porque todo lo que tienen de sencillotes y a la buena de Dios los de Tomillarejo, tienen los de Retamarejo de maliciosos y otras cosas que me callo, porque no he de ser yo tan murmurador y burlón como ellos.

Andando por aquella comarca a caza, no de liebres ni conejos ni perdices, que sólo cazo en el plato cuando se me ponen a tiro, sino a caza de curiosidades populares, que son mi encanto, descubrí ambos pueblecillos desde un altillo que hacía la carretera, y me parecieron tan pintorescos, tan floridos y tan aromosos, que me decidí a pasar un par de días en cualquiera de ellos.

Era por el mes de mayo, y los dos pueblos parecían dos colmenas en el centro de dos ramilletes de flores; sólo que las flores que rodeaban a Tomillarejo eran blancas y azules, y las que rodeaban, a Retamarejo eran amarillas.

Anduve, anduve hacia Retamarejo, que era el primero, y estaba separado de Tomillarejo por una verde loma donde había una ermita, y entonces vi que las flores amarillas eran de retama y ruda.

—¿De qué serán las de Tomillarejo?—me pregunté—

Y una dulce tufaradilla que me trajo de hacia allá la brisa de la mañana me contestó que eran de tomillo y romero.

—Pues a Tomillarejo me voy dije para mí —que


Retama y ruda me carga
por inodora y amarga,
y amo romero y tomillo
por oloroso y sencillo.
 

Pero como Retamarejo me salía al paso, no quise seguir adelante sin detenerme un poco en él a descansar y ver las curiosidades, que para mí no faltan en pueblo alguno, por miserable que sea, con tal que tenga iglesia parroquial o algo que se le parezca.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Paraíso Perdido

Felipe Trigo


Cuento


Recuerdos de Mindanao

—Esto es un paraíso—me dijeron cuando llegué al campamento; y para certificar la comparación, no tuvieron mis ojos más que tenderse en derredor.

Una vivienda de nipa, junto a una huerta, en mitad de una explanada circular donde grupos de soldados troceaban ébanos a hachazos; cerca, los fusiles, por si los moros saltaban de una mata, como tigres.

Por Occidente, a algunas millas, el mar; y rodeándonos, el bosque; el bosque virgen, de fantástica frondosidad, cayendo por todos lados, desde nuestra altura enorme, como manto soberano cuya cola regia de eterno verdor se tendía por las montañas festoneando sus crestas en la lejanía sobre el azul profundo y tranquilo de los aires.

Desde las primeras horas de la llegada pude observar que mis compañeros revelaban una especie de paralización extraña, de éxtasis.

Se separaron, cada cual por un sitio, ocupándose unos en acariciar a los mastines, otros en jugar con los monos y las catalas, y los más en pasear, leyendo periódicos dos meses atrasados o cogiendo flores en la huerta. Tenía esto algo de calma paradisíaca; y tal vez un tanto fatigado mi espíritu por las luchas de la vida, se dispuso a sepultarse en aquella paz celestial, desperezándose al borde de la Naturaleza antes de entregarse a ella, como la hastiada impura junto al lecho del descanso.

Las semanas pasaron.

Seguíame fascinando aquella monotonía de grandiosidad...

Yo me volvía como los demás. La pereza no tardó en invadir mi cuerpo y mi alma. Un lugar solitario, un rincón de árboles, una hamaca; no anhelaba otra cosa aquel ansia insaciable y vaga de mi pecho.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Luzbel

Felipe Trigo


Cuento


Entre los invitados al estudio de Rangel con motivo de su última obra, estaban Jacinta Júver, una arrogante dama de ojos garzos, muy aficionada a la pintura, casi una artista, y su esposo, el señor La Riva, hombre que, según decía, desde hortera con sabañones, supo caer en marqués con gabán de pieles, sin más que saltarse limpia y oportunamente el mostrador de un comercio.

Habían desfilado los demás visitantes y quedaban estos dos; intranquilo él porque se le hacía tarde para el Senado, y la bella marquesa ante el lienzo absorta cada vez más, examinándolo a través de sus impertinentes y celebrando los detalles con el pintor en voluble charla. Era un panneau decorativo: el arcángel maldito, caído bajo un cielo de tempestad sobre una roca; Luzbel, con la túnica y el cabello rubio azotados por el vendaval, con el codo en la rodilla y la sien en el dorso de la mano, resplandecía aún de divinidad, en la hierática rigidez de su soberbia, como el ascua que en su propia ceniza se va apagando.

Hubo necesidad de explicarle este simbolismo al banquero, que se acercaba nuevamente, después de entretener su impaciencia con estatuas y desnudos. Y como su mujer, con cierta coquetería intelectual delante del artista, le señalaba los grandes aciertos de color y de dibujo, aquellas líneas onduladas de visión de ensueño, y aquellos tonos suaves que velaban la figura con neblinas de lo fantástico, harto La Riva de escuchar, exclamó:

—¡Hermoso! ¡Magnífico!

Añadió con franqueza mientras limpiaba los lentes:

—De todos modos... ¡yo no entiendo!, pero si es ángel, ¿por qué no ponerle alas?


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Exorcizadores

Antonio de Trueba


Cuento


I

Allá por los años de 1850 a 1853, los jóvenes de la colonia literaria y artística, que llamábamos del Pensamiento, éramos todos tan pobres de dinero y renombre, que con dificultad pagábamos a nuestras respectivas patronas el hospedaje de seis o siete reales diarios, y con más dificultad aún se recordaban nuestros nombres en los círculos literarios y artísticos; pero, andando el tiempo, todos los de la colonia, excepto yo, fueron alcanzando puestos muy elevados y honrosos en la literatura, en las bellas artes, en la política y en la administración del Estado; de modo que unos han sido ministros, otros son o han sido altos empleados, los más han adquirido un nombre ilustre como escritores o artistas, y los que menos son académicos, que es tanto como reventar de gloria y desmayar de hambre. Sólo yo, por mi encogimiento, me encuentro al cabo de treinta años de trabajos literarios teniendo que ganar hoy los garbanzos de mañana; y digo por mi encogimiento y no por falta de talento, porque sabido es que la falta de talento no es inconveniente para ser rico ni ministro ni académico.

Si éramos pobres de dinero, de fama y de influencia, aún lo era mucho más Gumersindo, un pobre chico de algunos años menos que nosotros, que vivía y estudiaba y esperaba, si no al calor de nuestra liberalidad, a lo menos al calor de nuestro cariño.

Gumersindo era de Murcia. Pertenecía a una familia muy honrada, pero tan pobre de bienes de fortuna, que no hubiera podido enviarle a seguir una carrera literaria o científica en Madrid, a no concederle la Diputación de aquella provincia (que se ha distinguido siempre por su protección a la juventud apta para el estudio y cultivo de las letras y las artes) una pensioncilla de tres o cuatro mil reales anuos.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Toga

Felipe Trigo


Cuento


Para muchos niños hay en muchas capitales, Madrid entre ellas, una escuela más pública que las escuelas públicas: la calle.

Su rector es la miseria, sus aulas el descuido y la ocasión, sus bedeles los guardias. Está abierta siempre.

A media noche, cuando cruzáis las anchas calles desiertas, un poco encantados de oir vuestro taconeo en la acera y de tener para vosotros nada más las luces brillando, como las que en avenidas de imperial palacio aguardan la retirada del señor, una cosa se os pone delante y se os enreda entre las piernas. Es un periódico extendido, que anda solo, detrás del cual se divisan luego los pies, la cabeza y las manos del que lo sostiene, como en las clásicas viñetas anunciadoras.

—¡Señolito, el Helaldo!—dice un chicuelo tan alto como el periódico.

Ha surgido de un portal, del biombo de Fornos, donde del frío se amparaba, tendido sobre un montón de niños, que pisan los trasnochadores. Un brazo que se retira o una pata que se encoge: esto es todo. «Los golfos», piensa el que sale; y por los miembros entrelazados allí, es tan incapaz de calcular el número de muchachos como de averiguar por las roscas movibles y viscosas el de un pelotón de lombrices.

Y me he fijado alguna vez en los chiquillos del Helaldo. Los hay rubios, con caras bonitas y tan dulces como la de todos los niños de tres años. Sus bocas sonríen con ingenuidad confiada, y sus ojos son vivos e inteligentes. Piden una pelilla o brindan su mercancía alargando la manila aterida, a no importa quién, con la amorosa gracia con que pedirían un beso a sus padres, si los conocieran. He buscado con insistencia entre ellos al criminal nato, de Lombroso, para conocerlo así, pequeñito. En vano. Frentes abultadas y sortijillas de seda... como todos los niños, en fin.


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La Primera Conquista

Felipe Trigo


Cuento


Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:

Cinco céntimos de pitillos.

Dos céntimos de fósforos de cartón.

Ocho céntimos de americanas.

Diez céntimos de peladillas de Elvas.

Y un mi buen real de confetti, porque era Carnaval.

Con todas estas cosas, convenientemente repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro, que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un capitán, que durante un rato fué detrás, pensaría:

—Será militar este muchacho.

El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis (que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me los regó por los hombros.

Soledad era muy mona (y aun creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido de medio largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y dorado... Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras. Ella me dió un caramelo de los Alpes.


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La Paliza

Antonio de Trueba


Cuento


I

¿Recuerdas, querido Eduardo, cuánto nos moian pidiéndonos que les contásemos cuentos tu hija y la mía el invierno pasado cuando se reunían en tu casa a jugar y diablear? Yo no he podido menos de recordarlo al recibir una carta tuya en que, con el imperio que te da nuestro cariño, me mandas que te cuente un cuento. ¡Hola! ¿Conque gustas de cuentos, como tu María y mi Ascensión? No lo estraño, porque, a pesar de tu grave y viril inteligencia, tienes el corazón de un niño.

Allá te va un cuento, y no me atrevo a decir el cuento que me pides, porque supongo que el que me pides es bueno y el que te envío es malo.

Hay en las Encartaciones de Vizcaya un hermoso valle que tú y yo queremos y debemos querer porque hay en él quien todos los días sea acuerda de nosotros. ¿Te acuerdas de aquella iglesia que se alza al estremo septentrional del valle en un bosque de castaños, robles y nogales? ¿Te acuerdas de aquella casería que blanquea en un bosquecillo de frutales en una colina que domina a la iglesia? ¿Te acuerdas, en fin, de aquella angosta y profunda garganta por donde, a la sombra de los robledales y los castañares, desaparece, dirigiéndose al mar cercano, el río que fertiliza las verdes heredades del valle? Pues si te acuerdas de todo esto, tenlo presente mientras lees esta narración, que en el pórtico de aquella iglesia, en aquella colina y en aquella garganta pasó lo que te voy a contar, según las buenas gentes del valle aseguran.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda del Prestamista

Carlos Gagini


Cuento


En la mísera covacha, oscura y húmeda como una mazmorra, en medio de la balumba de prendas heterogéneas colgadas de las escarpias o amontonadas en los rincones, el viejo prestamista sentado detrás del mostrador acecha pacientemente la llegada de sus víctimas. ¡Con qué fruición clava sus pupilas de gato en su riqueza, en aquellos mil objetos prisioneros que esperan vanamente su rescate! Aquella falda negra conserva aún la postrera lágrima del esposo al expirar en el regazo de la esposa; este bordado pañolón de burato es de una pecadora que—pasada la época del esplendor—comienza a bajar la pendiente que conduce al hospital; esos libros, empeñados uno tras otro, prolongaron unos días más la agonía del sabio olvidado, quien no acertaba a desprenderse de ellos como si fuesen hijos queridos; la máquina de coser, silenciosa ahora y enmohecida, alegró con su incesante charla el cuartito de la obrera, de la huérfana que durante mucho tiempo luchó contra las tentaciones del vicio, hasta que, falta de trabajo y agotados los recursos, cayó vencida en el arroyo; la condecoración que brilla bajo un fanal fué de un inválido que hoy va de puerta en puerta pidiendo socorro a los mismos a quienes defendió con su fusil; aquellas herramientas, brillantes aún como un trofeo, proporcionaron al carpintero estropeado la medicina para el niño moribundo, pero no lo suficiente para comprarle el ataúd.

De todos esos lúgubres objetos brota un coro de llantos que hiela el alma, pero que en el empedernido corazón del usurero resuena como una alegre música de monedas.

* * *

Durante largos años la covacha, con las fauces abiertas como un dragón, devoró hasta los últimos harapos de la miseria y se hartó de dolores.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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