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El Puño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que recuerdan esta historia la sitúan en los años en que Marineda era todavía uno de esos pueblos pacíficos y semiadormilados donde ocurren precisamente las mayores tragedias individuales. La línea sombría de las fortificaciones rodeaba aún a la población como una cintura de hierro; las comunicaciones eran difíciles; se creería que ningún hecho pudiese envolverse en misterio, y que la gente viviese como bajo vidrio; y, sin embargo, latía el drama a favor de la misma calma pantanosa, del yerto sosiego que envolvía a la ciudad, dividida en dos grupos: el pueblo viejo, con sus iglesias, conventos y edificios públicos, Audiencia y Capitanía, y el barrio de los pescadores, con sus casuchas humildes y su naciente comercio.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Instinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el Nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde. Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto…

Pero lo mejor, allá en lo alto, era el Portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Casamiento del Diablo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Voy a contaros un cuento de viejas, como que lo aprendí de una solterona de sesenta y pico, toda cansadita de llevar a cuestas su amarillenta palma, y tan corrida de envidia y despecho, que en vez de entretenerse cuidando loros y perros de lanas, no tenía más solaz que curiosear y celebrar los infortunios conyugales (ya supondréis que nunca le faltaba diversión). Ahora ya que sabéis la procedencia, oído al cuento.

Es el caso que el demonio, el mismísimo Satanás, a fuerza de padecer los suplicios infernales; a fuerza de ser por tantos miles de años achicharrado, frito, escabechado, tostado, esparrillado y dorado a la brasa, empezaba a sentir menos el dolor, y en cierto modo a habituarse a las torturas. No pudiendo la Justicia Divina tolerar que el ángel rebelde que nos perdió eludiese su castigo, trató de imponerle algún nuevo y desconocido tormento, no probado hasta entonces; y con la admirable previsión que determina los actos del Omnipontente, ordenó que sin pérdida de tiempo se casase Satanás.

El demonio, a quien todo se le podrá negar menos el pesquis, cuando supo el nuevo castigo, aturdió con aullidos de desesperación las negras sendas del averno; pero allí no valían pamemas, y no había, sino que a casarse tocan, porque quien manda, manda. En vista de la necesidad ineludible, avínose Satanás a doblar el cuello al yugo; y únicamente pidió con gran humildad (estilo bien sorprendente en el maestro de la soberbia) que le permitiesen elegir de una terna la esposa que había de compartir con él las lobregueces del Tártaro; pensando para sí que elegiría mujer incapaz de engañarle (cosa difícil, porque rara es la mujer que no sabe engañar al diablo), a toda prueba virtuosa, pues no hay apreciador más refinado de la virtud en la mujer que el muy ladino demonio.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Salón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El matrimonio Romeral se había dedicado a hacerse grata la existencia. Sin hijos, vivían con Celia, una hermana soltera de la esposa, ni fea ni guapa, muy deseosa de cambiar de estado. No teniendo quehaceres urgentes, y poseyendo una holgura más que regular, cultivaban los esposos el «conforte» y hasta un poco el arte. Entendían de estilos, distinguían un Velázquez de un Ribera, concurrían a las exposiciones primaverales, y el marido, Alfonso, huroneaba por tiendas de chamarileros y anticuarios, rebuscando objetitos con que honrar sus vitrinas, y cuadros finos y auténticos, escogidos previas reiteradas consultas a inteligentes, siempre en escrupulosa armonía con el gusto y tonalidad del salón.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Toro Negro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre los títulos nobiliarios españoles que figuran en los anales taurinos por haber empuñado el estoque o manejado la muleta, el marqués de Tendería fue quizá el único que salió novillero y se atrevió con toros ya formados. Perdidas la agilidad y esbeltez, viejo y algo sordo, le quedaba la autoridad, el derecho de decir como al descuido: «Cuando despaché a Abejorro… El día en que le solté la larga a Choricero…». Los tres o cuatro bichos sacrificados por el marqués, y cuyas cabezas, primorosamente disecadas, adornaban su antecámara y su despacho, le daban guardia de honor, formándole una envidiada leyenda.

Quien quisiese oír de toros y toreros, que le preguntase a Tendería. Naturalmente, el marqués alababa lo de su tiempo, la generación que alcanzó, echando abajo la presente. Lo hacía con ingenio, con copia de argumentos, y como amenizaba sus juicios con anécdotas y detalles interesantes, se le escuchaba y celebraba. Una de sus conversaciones quedó fija en mi memoria —ya diré la causa—, y la transcribo fielmente en cuanto a la esencia, aunque las palabras no sean las mismas punto por punto.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Cómoda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante todo, conviene saber que yo era la moderación en persona, y mi única debilidad, muy censurada por mi consorte, la afición a trastear un poco en las tiendas de los anticuarios.

Por irrisoria cantidad adquirí en uno de esos establecimientos un mueble viejo, que me valió una filípica. ¿Dónde se ha visto traer se a casa embeleco semejante?

Era el embeleco una de esas cómodas ventrudas de la época de Luis XV que, en efecto, se construían para viviendas más espaciosas de las actuales. Sus dimensiones debieran haberme alarmado cuando la compré. Pero la curiosa taracea de la tapa, los lindos bronces, primor de cinceladura, me sedujeron, y ahora, en vista de la desazón doméstica, me pesaba mi capricho.

La idea de revenderla me ocurrió, naturalmente. Sin saber por qué, la rechacé; se me hacía intolerable. Dijérase que tenía que separarme de alguien muy querido. Tan extraño sentimiento fijó mi atención en el mueble. Yo acostumbro creer que todas nuestras impresiones responden fielmente a alguna causa, oculta o visible. El sentir avisa. Si no lo percibe la inteligencia, es porque la inteligencia percibe muy contadas cosas.

Continuaba mi mujer hostigándome (con esa insistencia en mortificar que es uno de sus defectillos), y por eximirme de aquella persecución de mosca tenaz, adopté singular determinación. Alquilé, en retirada calle, un piso muy modesto y, reservadamente, trasladé allí la cómoda tripona. Un goce vengativo me hacía sonreír. ¿No quisiste la cómoda? Pues ahora tu esposo —lo mismo que si te engañase con alguna bella— tiene su pisito y se pasa en él horas que no sospechas tú.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Gusanillo

Emilia Pardo Bazán


Teatro, cuento


Antesala que precede a la capilla ardiente. Por la puerta entreabierta se divisa, allá en el fondo, la gran cama imperial, y a la luz amarillenta de los blandones fúnebres, entre el hacinamiento de las coronas y ramas de lila profusamente desparramadas, destellan las condecoraciones que honran el pecho del difunto. Los amigos y parientes, que han de formar el duelo, esperan conferenciando a media voz.

AMIGO 1º.— (Persona conspicua y machucha). ¡Quién lo dijera! ¡Si parecía tan fuerte, tan sanito!… ¡Más que todos nosotros! No ha guardado un día de cama.

AMIGO 2º.— (Semijoven, gomoso, atildado). Conmigo paseó a caballo el jueves, y hoy es lunes… Si soy yo quien maneja este cotarro, no permito que le entierren todavía. Está tan natural… Parece vivo.

AMIGO 1º.— ¿Vivo? ¡Pues si le han hecho la autopsia!

AMIGO 2º.—¡La autopsia! Y ¿a santo de qué?

MÉDICO.— Por eso justamente… Por ignorarse de qué enfermedad ha sucumbido. Como que no padecía ninguna, no se le conocían achaques, y se hallaba en lo mejor de la edad. Crea usted que antes de proceder a dar el primer corte de escalpelo, buen cuidado tuvimos de cerciorarnos de si la muerte era real y no se trataba de una catalepsia o cosa por el estilo. ¡Muerto estaba… y bien muerto!

AMIGO 1º.— Y al fin, ¿se ha averiguado de qué…?

MÉDICO.— (Llevándoselos a un rincón, lo más lejos posible de la puerta de la capilla ardiente). ¡Ah! Una cosa muy curiosa. Verán ustedes… (Cuchichean).

EL MARQUÉS DE LA GALIANA.— (Tío del difunto; señor vanidoso, quisquilloso, presumido, locuaz). Padre, ¿y Matildita? ¿Ha repetido la convulsión?


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Implacable Kronos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sin una hora de descanso y recreo, sin un minuto que perteneciese al gusto y al solaz, vivió don Zoilo, no como la ostra —al fin, la ostra no trabaja—, sino como la polilla, que roe y roe y no sale de su rincón, no deja su viga telarañosa, no despliega nunca sus alas, buscando lo que las mariposas: luz, calor solar y entreabiertas flores.

Resuelto a ganarse un caudal, porque don Zoilo veía en el dinero la clave de la vida y el eje del mundo, sudó, se afanó y atesoró con incansable codicia, hasta llegar a la suma deseada. Cebado en la asidua labor, no supo don Zoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, ni cuidó de su salud, ni se enteró de que ya iban encorvándose sus espaldas y pesando sobre su cuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuando se encontró poderoso, dueño de la riqueza pingüe que de antemano se propusiera obtener, entró a cuentas consigo mismo y advirtió que no había disfrutado miaja ni catado los goces lícitos y sabrosos de la existencia. «He sido una bestia de carga», pensó, lleno de remordimiento y de melancolía. «Esto no puede quedar así. A ver si una vez, por lo menos, soy un racional. Es preciso que yo me case, que tenga familia y pruebe sus alegrías y sus expansiones, y, además, que mi mujer me guste mucho…, tanto como me gusta Casildita Ramírez, la viuda que vive en el segundo piso».


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La Adaptación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma… Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.


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El Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la «belleza del diablo».

—¿Cómo queda ahora? —preguntó Dionisia.

—Me parece que peor… Con mucha fatiga, ¿sabes?

—¿Recado al médico?

—No quiere.

—¡Aunque no quiera…!

Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente… Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría…

Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:

—Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.

Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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