Terminaba el otoño; debajo del ancho esparragado de mi casa, toldo
que fue de verdes hojas y hoy deja al descubierto los retorcidos
sarmientos de las viejas parras, se extendía esa mullida alfombra con
que el invierno viste la húmeda tierra; el viento del otoño,
arremolinando las secas hojas de los vecinos árboles, trajo a mis
plantas la de un castaño de indias, que entre varios formó en estío una
fresca alameda propia para soñar venturas imposibles o para recordar
dichas pasadas.
Sobre una de las hojas, entre los arrugados pliegues de sus libras
secas y retorcidas, se contemplaba el poema de la vida en todas sus
manifestaciones; ¡quien lo diría! Los actores de aquel poema, que tan
grande parece, eran casi microscópicos, eran dos solas hormigas, la hoja
era su mundo; millares de ellas, desprendidas de árboles y de plantas,
girarían en aquel instante en el inmenso espacio de un hemisferio
terrestre y, sin embargo, de aquellas dos hormigas, ajenas al infinito
número de mundos que las rodeaba, sin conocer acaso otro universo que
aquel estrecho recinto que con ímpetu vertiginosa las arrastraba en el
espacio, se entregaban a la más encarnizada lucha por la existencia
¡como si su vida fuera algo en el concierto de las vidas superiores, y
como si el mundo que en aquel momento habitaban fuese el perenne
cimiento de los mundos; y no una mísera hoja seca perdida en el infinito
número de sus semejantes!
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