A la vuelta del veraneo no puedo menos de presentarlo en cuerpo y
alma a mis lectores. Es un hombre generalmente panzón, de buena salud,
de buen diente, que ha pasado todo el año metido en la oficina,
asfixiado en papel escrito, con el tintero bajo las narices, la lapicera
en la oreja, luchando con los sabañones, con el sueldo, con los
honorarios, con las hijas y con la mujer, y que llega siempre al mes de
diciembre amenazado de una neurastenia.
Recibe las vacaciones con el gozo salvaje del caballo de coche de
posta lanzado al potrero, escoge un balneario barato y se va al mar
resuelto a sacarle el jugo al «veraneo», a no dejar perderse un solo
centavo de descanso y alegría. Me refiero a él, al que ustedes han
conocido en Zapallar, Papudo, Los Vilos y Pichidangui, en Quintero,
Concón, Viña del Mar, San Antonio, Cartagena, PichiIemu, Constitución,
Penco y San Vicente, en Peñaflor, San Bernardo, Linderos, Limache,
Salto, Calera y San Felipe, en Panimávida, Cauquenes, Jahuel, Catillo,
Apoquindo y Chillán, en fin, en todas partes donde hubo una colonia
veraniega, donde se bailó, representó, amó, encendieron fuegos
artificiales, enviáronse listas a los diarios y abriéronse bazares de
caridad. Me refiero al organizador de las fiestas, al hombre
indispensable, al que manejaba familias, damas y donceles, corporaciones
y autoridades desde el punto de vista del recreo y honesto pasatiempo
veraniego.
Acababa de llegar a un punto de veraneo y después de los trajines
consiguientes que da en Chile «la casa amoblada» cuando se acaba de
comprobar que no tiene más muebles que cuatro malos catres, dos sillas
desfondadas, un piano con teclas recalcitrantes y un ropero cuyas
puertas no cierran y cuyos cajones entran a puntapiés, estaba sentado en
un banco en el jardincillo, cuando vi entrar al hombre panzudo y de
buen humor. Se sonrió con aire de viejo amigo y sin cuidarse mucho de
saludarme, dijo como para sí:
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