Conocí a Ben-Hamín, a
bordo del Scotia, en un viaje que hicimos de Liverpool a Nueva York.
Estaba siempre sobre la cubierta envuelto en una especie de bata,
mostrando unas babuchas de tela tan extraña como la de la bata, con el
rojo tarbuch inclinado hacia atrás. No leía, pero meditaba; su
larga y rizada barba blanca le cubría la mitad del pecho, y sus grandes
ojos negros se escondían debajo de las cejas, tan largas y pobladas que
parecían dos alas de pichón blanco.
No sé qué negocio le trajo a Madrid, porque jamás le pregunté,
primero porque no me lo había dicho, y luego porque no me importaba;
pero éramos viejos conocidos, y venía a comer conmigo algunas veces a mi
casa, en la calle de Serrano.
Una noche, era en verano, le noté alguna preocupación, y durante
toda la comida pude observar que evitaba cuidadosamente el contacto de
las flores de madreselva que se colgaban fuera del ramo que adornaba el
centro de la mesa.
Picó esto mi curiosidad, y no era hombre de quedarme con la duda;
esperé que sirvieran el café, y cuando ya los criados se habían
retirado, le dije:
—Si no lo tiene usted por indiscreción, le ruego que me diga por qué le causan disgusto las flores de la madreselva.
—¡Oh! —me dijo—, no son las flores las que me repugnan; es toda la planta.
—¿Y por qué?
—Es una historia que nada tiene de secreta; por el contrario,
desearía que todos vosotros, europeos y americanos, la supieran; quizá
os sea útil
—Cuéntela usted, cuéntela usted —dijimos todos.
—Pues voy a complaceros, refiriéndoosla tal como la aprendí en un viejo manuscrito.
Ben-Hamín cerró los ojos como para reconcentrarse en sí mismo, e
inclinó la cabeza; la luz eléctrica daba a las canas de su barba el
brillo de la plata bruñida.
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