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textos disponibles fecha: 29-10-2020


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Ciento por Uno

Vicente Riva Palacio


Cuento


Corría el año del Señor de 1540. Algunos de los afamados capitanes que con Nuño de Guzmán emprendido habían la conquista del nuevo reino de Galicia en Nueva España, hoy conocido como estado de Jalisco, comenzaban a caer ya bajo la guadaña de la muerte, como las secas hojas de los árboles a los primeros soplos del invierno.

Tocóle tan dura suerte en no avanzada edad al capitán don Pedro Ruiz de Haro, de la noble casa española de los Guzmán. Su muerte dejó en la pobreza y la orfandad a la viuda doña Leonor de Arias, con tres hijas tan bellas como tres capullos de rosa.

Doña Leonor abandonó la ciudad de Compostela, capital entonces de Nueva Galicia, y retiróse triste, pero resignada, a una pequeña hacienda de campo cerca de la ciudad, que se llamaba Mira valle, única herencia que a su familia había dejado el capitán Ruiz de Haro.

Allí, ayudada por el trabajo de sus manos, y más con privaciones que con economía, doña Leonor de Arias educaba a sus hijas en la santa escuela de la honradez, de la pobreza y del trabajo.

Una tarde doña Leonor, rodeada de sus hijas, cosía tomando el fresco delante de su casa y a la sombra de un humilde portalillo, cuando acertó a llegar allí, caminando pesadamente con el apoyo de un tosco bordón, un indio enfermo y viejo.

El indio pedía, no una limosna de dinero, sino un pedazo de pan para calmar su hambre; doña Leonor le hizo sentar, y las tres niñas, alegres y bulliciosas como si fueran a una fiesta, corrieron al interior de la casa a preparar la comida del mendigo.

Pobre, pero abundante, fue el banquete que las hijas de doña Leonor presentaron al indio, que comía delante de ellas, que lo miraban con la ternura que brilla siempre en los ojos de una mujer cuando calma un dolor o remedia una necesidad.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Máquina de Coser

Vicente Riva Palacio


Cuento


Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí: una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el arma de combate de las dos pobres mujeres en la terrible lucha por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla de un naufragio; de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas, como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás. Pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta veía siempre la luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro Apolo; y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano, cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía el trabajo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Bestia Humana

Vicente Riva Palacio


Cuento


No en París, en toda Francia era imposible encontrar un corazón más limpio y un carácter más dulce que el del señor Ramón.

Aquel pantalón azul pálido; aquella levita color de castaña, descolorida por los años y abotonada a todas horas, pero dejando ver el cuello y los puños de la camisa irreprochablemente limpios y brillantes siempre, envolvían el compendio más perfecto de la bondad y de la mansedumbre.

Desde el director de la compañía, desde el empresario hasta el último de los tramoyistas del teatro de La Gaité, adonde tenía un empleo, todos le llamaban papá Ramón, y ni hubo superior que tuviera motivo de reñirle, ni compañero a quien diese ocasión de disgusto.

Papá Ramón vivía para servir a los demás, y a pesar de sus cincuenta y cinco años y de su exterior endeble, porque era de pequeña estatura, tenía resistencia para trabajar todo el día, y no contaba ni con hora fija siquiera para almorzar, pero en la noche, cuando terminaba la función, papá Ramón recobraba su autonomía y comenzaba a pertenecerse a sí mismo.

Todas las noches, y era ya costumbre inveterada, al salir del teatro entraba en un modesto pero aseado restaurante, ocupaba siempre la misma mesa, a la derecha de la puerta de entrada, y allí, instalándose cómodamente, sacaba del bolsillo El Fígaro del día, y comenzaba la lectura, en tanto que el criado, que conocía el invariable gusto de papá Ramón, después de darle las buenas noches, iba colocando unos tras otros los platos que constituían aquella cena cotidiana.

Papá Ramón no abandonaba el periódico; leía mientras estaba comiendo, o mejor dicho, comía instintivamente, mientras que saboreaba la lectura.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Si Acaso

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Pepe —dijo la condesa tocando suavemente en el hombro a su marido, que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.

—¿Qué pasa? —dijo él incorporándose.

—¿No vas a ir al club? Son muy cerca de las siete.

—Te agradezco que me hayas despertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?

—Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?

—Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme.

Media hora después, el conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo:

—Al Veloz.

Cuando el ruido del carruaje anunció que el conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.

—¿Se ha ido? —preguntó a media voz.

—Sí, Luisa, entra.

—¿Insistes en tu plan?

—Si; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.

—¿Lo crees seguro?

—Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he conseguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Dichoso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a vestirme yo también.

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, haciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegremente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos momentos después, un criado entró preguntando:

—¿El señor marqués de la Ensenada?

—¿El marqués de la Ensenada? —dijo uno.

—Sí, señor —contestó el criado—. Le llaman al teléfono.

—Pero hombre, si el marqués hace siglos que murió.

—Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada —dijo otro.


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La Gloria

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


Murió en una de las ciudades del interior un hombre que había servido siempre en las fuerzas republicanas; era uno de esos que les llaman chinacos.

Apenas el cuerpo cerró el ojo, el alma, como alma que se lleva el diablo tomó el camino de la eternidad, y al cielo.

Trás, trás, trás, tres golpes a la puerta, pero con garbo.

—¿Quién va? —dijo San Pedro (como era natural, o celestial si os parece mejor) asomándose a la ventanilla del postigo.

—Yo soy, amigo —contestó el chinaco.

—¿Qué se os ofrece?

—Hágame el favor de abrir que vengo cansado.

—Aquí no se abre así no más, —contestó San Pedro enojado—. ¿Qué méritos tiene para entrar?

—¿Qué méritos? Pues mire, viejecito, viví pobre y morí pobre, ¿no le parece?

—¿Y qué más? Eso es algo: pero no basta.

—Pues fui casado.

—¿Qué más?

—Serví bien al cura, y me trató como acostumbra.

—¿Qué es eso de cura?

—¿No lo sabe? Pues horita se lo cuento, en menos que canta un gallo.

—Vamos, vamos, nada de indirectas —dijo San Pedro al escuchar eso del gallo—, al grano.

—Pues como iba diciendo: el cura le llamamos allá en nuestra tierra al señor que manda más, y ese señor, ha de saber, que cuando nos necesitaba nos mandaba proclamas y nos trataba muy bien, porque así es su constelación; pero luego que ganamos se nos volvió muy potestoso y se ingrateó y nos abandonó del todo.

—Pero ¿que no les daba nada? —dijo San Pedro, que como todo portero tiene sus puntillas de curiosidad.

—¡Qué ha de dar, viejecito!, si no es capaz de darle agua al gallo de la pasión.

San Pedro dio un salto como si hubiera visto a Pilatos.

—Te he dicho que nada de indirectas —exclamó.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Buen Negocio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Pocas veces el Lafayette, vapor de la Compañía Trasatlántica francesa, había sufrido, al cruzar el océano con rumbo a América, un temporal más largo y más espantoso. Las olas, semejando montañas negras, pasaban en vertiginosa carrera, chocando contra el casco del buque, levantándose hasta barrer la cubierta, precipitándose por las escaleras y saliendo por los imbornales, en los que se producía un ruido pavoroso y un hervor siniestro. El huracán cruzaba por la arboladura, gimiendo, rugiendo, silbando, remedando algunas veces el ruido de un carro de bronce sobre una bóveda de acero; otras, el aullido de un lobo; otras, el agudo silbar de la serpiente. Densas nubes de color indefinible se arremolinaban en el cielo, tan bajas, que casi envolvían el cataviento de la embarcación.

Bailaba el vapor, perdido en aquella inmensidad, como una hoja de árbol arrebatada por un torbellino. Los marineros, cubiertos con sus vestidos amarillentos de lona embreada y empapados por la lluvia, corrían precipitados de un lado a otro. Todas las escotillas y todas las puertas estaban cerradas y clavadas; los pasajeros, encerrados, unos se agrupaban en el salón, y otros se habían retirado a sus camarotes; pero todos llenos de pavor, oían cada crujido de la catástrofe. Las mujeres rezaban, los hombres estaban silenciosos.

Entre los pasajeros que el vapor Lafayette conducía a Veracruz, iba don Rosendo de Figueroa, que, por nacimiento, era mexicano, pero por su aspecto le hubiera tomado cualquiera por uno de esos ingleses que han enriquecido con los climas tropicales, perdiendo el color del rostro de los hijos de Albión para adquirir el moreno y tostado cutis de los hombres que nacen en aquellas ardientes regiones.


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La Gata Coja

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Me quiere usted contar —le dije a Delfina— ¿por qué cuida tanto a esa pobre gata coja?

—Es una historia —me contestó riendo— que le voy a referir a usted, aunque no es larga ni divertida.

Habíamos vuelto de Sevilla la Pepa y yo; la empresa que nos llevaba tronó a pocos días de estar allí. Eso sí, llevábamos una bonita contrata: siete pesetas, viajes pagados y un beneficio libre para el coro de señoras. El empresario era hombre de mucho empeño pero de pocos recursos. Hará cosa de tres años. Era el verano, y esperábamos pasarlo bueno, y sacando alguna ventaja, recorriendo las provincias.


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El Matrimonio Desigual

Vicente Riva Palacio


Cuento


Comenzaba a anochecer cuando llegamos a Covadonga. La luna, en creciente, estaba casi a la mitad del cielo, y su débil claridad se mezclaba con las últimas luces del crepúsculo, dando a todos los objetos un aspecto fantástico, aumentando sus proporciones con la indecisión de los perfiles.

Muchos días hacía que soñábamos con Covadonga. Sentíamos la fiebre de la impaciencia por conocer aquel lugar histórico, y revivíamos las tradiciones y las crónicas en nuestro cerebro, y multiplicábamos las leyendas que brotan de cada uno de los cantos que han inspirado aquellas rocas, sagradas para los españoles. Así es que, al llegar y penetrar en la cañada en aquella hora tan misteriosa, nuestra imaginación se exaltaba, y nos parecía que escuchábamos el alarido de los moros y el ronco grito de los cristianos; y con asombro contemplábamos aquellos enhiestos peñascos, y Covadonga nos parecía una inmensa concha de granito que había cerrado sus valvas gigantescas para abrigar como una perla a un grupo de héroes, y las abrió después para que de allí saliera el germen de un pueblo que debía crecer y robustecerse cada día, reconquistar su patria y pasear triunfante sus banderas en el siglo XVI por la mitad del mundo.

Nos dieron albergue en la hospedería, y a las ocho de la noche nos sentamos a comer, los pocos peregrinos que allí estábamos.

La conversación de sobremesa tomó un carácter de familiaridad muy agradable, porque éramos pocos y todos habíamos llegado en busca de la impresión que debía causarnos aquel lugar.


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El Divorcio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Querido lector:

Quizá lo que voy a referirte lo habrás escuchado o leído alguna vez: pero eso me tiene muy sin cuidado, porque recuerdo una de las máximas famosas del barón de Andilla, que dice: Si alguien te cuenta algo, es grosería decirle: por supuesto, lo sabía.

Y como yo estoy seguro de tu buena educación, y además este cuento puede serte de mucha utilidad, prosigo con mi narración, seguro de que, si la meditas, me la tendrás que agradecer más de una vez en el camino de tu vida.

El león, como es sabido, es el rey de los animales cuadrúpedos; llegó a cansarse de la leona, su casta esposa, y buscando medios para repudiarla, o cuando menos de pedir el divorcio, vino a descubrir que el mal aliento de la regia dama causa era, según la opinión de distinguidos jurisconsultos de su reino, más que suficiente para pedir la separación y quedar libre de aquel yugo matrimonial que tanto le pesaba.

Un día, cuando menos lo esperaba la augusta matrona, sin ambages ni circunloquios le dijo el león, que no por ser monarca dejaba de ser animal:

—Mira, hijita, que yo me separo de ti desde hoy, y voy a pedir el divorcio porque tienes el aliento cansado, con un si es no es, tufillo de ajos podridos.

La leona, que con ser animal no dejaba de ser hembra, sintió que el cielo se le venía encima, no tanto por lo del divorcio, cuanto por aquel defectillo que en los banquetes y bailes de la corte podía, sin duda, ponerla en ridículo.

—¿Que tengo el aliento cansado? —exclamó tartarrugiendo de ira—. ¿Que tengo el aliento cansado? Eso no me lo pruebas tú, ni ninguno de los de tu familia; que las hembras de mi raza hemos tenido siempre el aliento más agradable y oloroso que carne de cabrito primal.

—No me exaltes —contestó el león— que yo estoy seguro de lo que digo, y te lo puedo probar, no por mi dicho, sino por el de todos nuestros vasallos.


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Problema Irresoluble

Vicente Riva Palacio


Cuento


Juanita no sabe servir, pero es muy lista y aprenderá pronto. Blanca estará muy contenta con su doncella galleguita, porque dentro de dos meses le será muy útil, pero es preciso desasnarla. Queda cumplido su encargo, y yo me repito su seguro servidor y capellán, que besa su mano,

Blas Padilla
 

Así terminaba la carta de recomendación con que Juanita había llegado a la casa de Emilio. Porque Emilio encargó una chica a Galicia para que sirviera de doncella a su mujer.

Emilio y Blanca estaban en la luna de miel, y a Blanca, como a todas las recién casadas, le sobraban muchas horas del día, y era para ella una diversión enseñar a Juanita y estudiar la sorpresa que le causaban todos los refinamientos de la civilización.

Apenas podía la chica comprender que algunas veces llegara un hombre a arreglar las uñas de las manos a su señorita, ni que todos los días viniera una mujer expresamente a peinarla; pero lo que más le asombraba era el teléfono, y al tercer o cuarto día de estar en la casa la sorprendió Blanca en el aparato, teniendo una trompetilla en la oreja y hablándose a sí misma con la otra.

Pero rápidamente, con esa educabilidad y esa aptitud de asimilación que tan en alto grado poseen las mujeres, Juanita vestía como las criadas de Madrid; hablaba a su señorita en tercera persona; cantaba todo lo que oía tocar en los organillos y lucía, como una pulsera de oro, una cinta negra con que se oprimen la muñeca de la mano derecha las chicas que por planchar mucho sufren en esa parte del brazo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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