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Juanito

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

La casa, una antigua construcción española, de muros eminentes, pesadas puertas, ventanas guarnecidas por balaustres de fierro, tenía aspecto monacal; aires como de mansión á cuya sombra paseaban frentes meditabundas cubiertas de níveas tocas; pies descalzos, hechos á correr tras la cruz; almas blancas, cuna y albergue de las melancolías. Pero no; allí no habitaba la santidad sino la industria. Aquella no era casa de oración: de sus techos sólo surgía el himno del trabajo.

El caserón hacía esquina: por la una calle dos grandes puertas daban acceso á un detal de jabones; por la otra una verja, antes dorada, siempre de par en par y cuyos barrotes festoneaba una enredadera de cundeamor, permitía la entrada en la mansión del jabonero.

En el pueblo la casa no se nombraba de otra suerte sino «la jabonería». Su dueño y habitante era un industrial enriquecido que abastecía con su comercio de jabones los pueblos comarcanos.

Una noche, á cosa de las nueve, estaban en la sala de la jabonería dos personas: la una, viejecita de cabello nevado, rostro plácido, manos y piernas rígidas, sobre una silla giratoria y rodante, en un rincón de la pieza, dormitaba. Leía la otra persona á la luz de una lámpara, en el centro del salón. Era un hombre todavía joven, de complexión robusta, tez mate, ojos y barba negros, cabello ensortijado, aspecto burgués. Vestía blusa y pantalones de dril obscuro; los pies, metidos en pantuflos de grana, fulguraban con el oro de los bordados.

Todo en aquel hombre estaba diciendo cómo era él un rico de provincia. La propia sala llena de baratijas, adornos del peor gusto, mostraba ser el búcaro de aquella flor silvestre, flor de estambres dorados pero sin aroma.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pescadorcito Urashima

Juan Valera


Cuento


Vivía muchísimo tiempo hace, en la costa del mar del Japón, un pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña y el anzuelo.

Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro. Bueno será que sepas una cosa, que sin duda no sabes, y es que las tortugas viven mil años: al menos las japonesas los viven.

Urashima, que no lo ignoraba, dijo para sí:

—Un pez me sabrá tan bien para la comida y quizás mejor que la tortuga. ¿Para qué he de matar a este pobrecito animal y privarle de que viva aún novecientos noventa y nueve años? No, no quiero ser tan cruel. Seguro estoy de que mi madre aprobará lo que hago.

Y en efecto, echó la tortuga de nuevo en la mar.

Poco después aconteció que Urashima se quedó dormido en su barca. Era tiempo muy caluroso de verano, cuando casi nadie se resiste al medio día a echar una siesta.

Apenas se durmió, salió del seno de las olas una hermosa dama que entró en la barca y dijo:

—Yo soy la hija del dios del mar y vivo con mi padre en el Palacio del Dragón, allende los mares. No fue tortuga la que pescaste poco ha, y tan generosamente pusiste de nuevo en el agua en vez de matarla. Era yo misma, enviada por mi padre, el dios del mar, para ver si tú eras bueno o malo. Ahora, como ya sabemos que eres bueno, un excelente muchacho, que repugna toda crueldad, he venido para llevarte conmigo. Si quieres, nos casaremos y viviremos felizmente juntos, más de mil años, en el Palacio del Dragón, allende los mares azules.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pájaro Verde

Juan Valera


Cuento


I

Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilísimo, dilatado y populoso reino, allá en las regiones de Oriente. Tenía este Rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, jigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este Rey le llamaban con razón el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora Reina, persona muy cabal y hermosa a quien S. M. había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que le tenía, causa inocente de su muerte.


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27 págs. / 48 minutos / 103 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cabo Rojas

Daniel Riquelme


Cuento


El capitán X —muy conocido en el Ejército por su nombre verdadero— tenía por asistente a un soldado que era una maravilla de roto y de asistente.

—¡Cabo Rojas! —gritaba el capitán.

Y Rojas, que no era cabo sino en promesas y refrán, aparecía como lanzado por resorte de teatro, la diestra en el filo de la visera y en la costura del pantalón el dedo menor de la mano izquierda.

—Se necesita, señor Rojas, una friolera. Vaya usted y busque por ahí unos diez pesos; porque ya estamos a ocho del mes y esta noche... pero nada tiene usted que saber, y largo de aquí a lo dicho.

Y si Rojas no arrancaba en volandas, alcanzábale de seguro un par de puntapiés, bota de caballería, doble suela, número cuarenta, que era lo que calzaba el capitán.

Y el capitán no salía de estas fórmulas y tratos lacedemonios, reconociendo probablemente toda la razón que asistía a don Quijote cuando en apesadumbrado tono decía a su escudero:

—La mucha conversación que tengo contigo, Sancho, ha engendrado este menosprecio.

En cuanto al cabo Rojas, bien podía tardar un año en volver; pero en volviendo era fijo que con el dinero, que entregaba discretamente en disimulados y respetuosos envoltorios.

Cuando había personas delante, Rojas hacía paquetes de boticario.

Otras veces no esperaba órdenes de su jefe para lo que era menester.

En tales casos colocaba en sitio seguro y a la mano del capitán sus entierros, que diez pesos, que unos cinco, según andaban los tiempos y la cara de aquél.

En las noches en que el capitán no salía y se acostaba temprano para yantar sueños y desechar penas, no se requerían más discursos.

Rojas volaba puerta afuera a donde Dios sabía.

Aquello indicaba por lo claro que no había ni medio, y, en consecuencia, que el despertar sería con viento y marea para veinticuatro horas menos.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Héroe por Fuerza

Daniel Riquelme


Cuento


El 23 de octubre de 1883, poco después de las siete de la mañana, llegaron por distintos rumbos a la plaza principal de Lima los batallones Chacabuco, Esmeralda, Talca, Victoria y Bulnes; se formaron allí en columna y al son de tocatas más tristes que alegres siguieron para sus nuevos cantones de Chorrillos, Barranca y Miraflores, cerrando la marcha del fúnebre convoy de los otros ocupantes chilenos que habían salido poco antes.

Tras de esos pasos, fuerzas peruanas ocuparon a tranco de vencedores el palacio tradicional en que murió Piazarro, moraron sus virreyes y se llenó de gloria ante propios y extraños un inca chileno, nuestro general don Patricio Lynch.

Aquella matinal despedida fue cosa triste. El cielo lloraba su neblina sobre nuestros rotos que, a su vez, lloraban con un ojo, como la leña verde y las viudas jóvenes, ese trasnochado adiós a una ciudad en la que grandes y chicos, jóvenes y viejos, dejaban los recuerdos de tres años, acaso los más alegres y rumbosos de la vida...

Don Patricio, en nombre de Chile, y de sus santas leyes, acaba de entregar Lima al Gobierno del Presidente Iglesias.

Y los nuestros inclinaron la cabeza y los otros abrieron los brazos.

No es éste el caso de recordar lo que fue para nuestro ejército la vida en aquellos cantones. Soplaba sobre todas las cabezas la ventolera de la desocupación, que había de arrancarles de allí acaso para siempre y la juventud apuraba el fondo del vaso...

Los soldados decían que hasta la bandera que flameaba en la casa del general parecía como triste de tener que irse, ¡tanto se había aclimatado donde tanto se había lucido!

Por lo demás, la bullanga del campamento no dejaba oír nada de lo que ocurría en el resto del Perú. No había tiempo para tanto y apenas si algunos supieron que una expedición chilena había salido de Tacna contra Arequipa al mando del coronel Velásquez.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Parsondes

Juan Valera


Cuento


Aunque se ame y se respete la virtud, no se debe creer que sea tan vocinglera y tan espantadiza como la de ciertos censores del día. Si hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella nuestros escritos, tal vez ni las Agonías del tránsito de la muerte, de Venegas, ni los Gritos del infierno, del padre Boneta, serían edificantes modelos que imitar.

Por desgracia, la rigidez es sólo aparente. La rigidez no tiene otro resultado que el de exasperar los ánimos, haciéndoles dudar y burlarse, aunque sólo sea en sueños, de la hipocresía farisaica que ahora se usa.

Véase, si no, el sueño que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos aquí íntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores.

Nuestro amigo soñó lo que sigue:

—Más de dos mil seiscientos años ha, era yo en Susa un sátrapa muy querido del gran Rey Arteo, y el más rígido, grave y moral de todos los sátrapas. El santo varón Parsondes había sido mi maestro, y me había comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer Zoroastro.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Rotos y los Santos

Daniel Riquelme


Cuento


Un diario de provincia ha dado cuenta de cierto grave suceso ocurrido en el pueblo de X (más vale callar los nombres), en una de las noches de la semana que acaba de pasar con tan larga cola de calamidades.

Varios ladrones penetraron a la iglesia; se sustrajeron lo más valioso del sagrado ajuar y, no contentos con tal profanación, cometieron todavía otra mayor, arrastrando las imágenes de Dan José y de la Virgen hasta la plaza pública, poco menos que desnudas, donde en tal guisa, ala siguiente mañana, mostrolas el sol y pudo verlas el escandalizado vecindario: a ella, con cigarrillo en la boca, y a él con un naipe de las manos.

Una devota que oyó el caso, respetable señora que sostiene que no hay en Chile otros rotos descreídos que los soldados de la última campaña, en la cual, a su juicio, todos dejaron allá su sólida fe y devoción antiguas.

—¡Alguno de esos que han andado por el Perú! —dijo al punto la señora, son esa propensión a lo temerario que suele ser el pecado constitucional de muchas devotas.

No era dable contradecirla allí mismo, pero lo hago ahora —lejos de sus religiosas iras— en la convicción de que tales ladrones y bellacos, si bien pueden haber estado en el Perú y ser hasta peruanos de nacimiento, no son ni han sido soldados de nuestro ejército.

No niego que las necesidades de la guerra, crueles necesidades que a las veces se elevan a la altura de ese menester supremo de la conservación, que no reconocer pan duro, vino malo, ni mujer fea, que es como decir no tiene ni ley ni Dios, han puesto a nuestros rotos en el duro trance de echar mano de las cosas sagradas en más de un caso ciertamente; pero la historia severa e imparcial, que guarda en sus anales las acciones de los hombres, así generales como reclutas, puede testimoniar que aquéllos, aun en los más tristes extremos, supieron hermanar la necesidad con la devoción, que se supone perdida.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Misas de Lima

Daniel Riquelme


Cuento


Paralela y cosida a la campaña por la patria, cada roto se fue haciendo pro domo sua, otra no menos gloriosa a todo lo largo del camino que corrió en tierras del Perú —particularmente en aquella Lima tan deseada por ellos.

Todos han de recordar la frialdad con que circuló en Chile la noticia de la declaración de guerra con Bolivia.

«Del uno al otro confín», nadie se entusiasmó por tal cosa.

Como que faltaba sujeto, tanto para la saña que requiere una guerra como para todo aquello que cada cual cifra o divisa detrás de ella.

Hablando en plata, no abrigábamos la menor odiosidad contra Bolivia.

Pero se recordará, asimismo, que la escena popular cambió súbitamente cuando nuestras bandas militares atronaban las calles con la guerrera canción: ¡Nos vamos al Perú!

Y cuando se dijo: ¡A Lima! Y en los cuarteles se izaron banderas de enganche, todos vimos que los rotos, que ya parecían agotados, hervían a las puertas, ofreciendo la persona, y que cantando dejaban después la patria y cantando se tragaban las lenguas y penurias de la jornada, creciendo las ansias de ver a la gran sultana a medida que se acercaban a ella.

¡En Lima esperaban comer de ave...!

¿Quién podrá negar ahora que esas expectativas por cuenta privada no dieron a la campaña al Perú la popularidad que faltaba a la de Bolivia?

Bolivia no significaba más que tajos dados o recibidos.

El Perú quería decir Lima, y diciendo Lima, los rotos como que sentían pasar, tras de ligera niebla de batalla —ruidos de cuerdas, de faldas, de monedas y de copas; porque, al fin y al cabo, no solamente de pan viven los hombres—, aparte de que el corazón humano es lo suficientemente ancho para esconder pequeñas esperanzas a la sombra de nobles propósitos y de grandes deberes.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Guardia de los Santos

Daniel Riquelme


Cuento


En uno de los caseríos de la ruta de Ite al campo de las Yaras debía acantonarse cierto Regimiento de los nuestros en cuyas filas habíase declarado la peste viruela.

De los primeros en llegar a él fueron dos soldados, de esos que apellidaban cara de baqueta, porque nunca veían incompatibilidad la que menor, entre el servicio de la patria y el avío de la persona.

Muy luego se dieron ambos a recorrer calles y trajinar casas, si tales nombres caben en tamaña pobreza.

A un profano en el arte soldadesco del granjeo, habríale bastado tender la vista a vuelo de pájaro para decir que allí no había pan que rebanar.

Y, en efecto, en cuanto los ojos abarcaban no se divisaba un humo que acusara alguna olla puesta al fuego.

Ni siquiera se oía el ladrido de un perro abandonado; porque hombres y mujeres, chiquillos, todos habían huido al rumor de la noticia aquélla.

—¡Ya vienen los chilenos!

La misma iglesia aparecía desnuda de imágenes y ornamentos, cual si los terribles visitantes fueran enemigos no sólo de los hombres sino también de los dioses de aquel país.

Sin embargo, los dos rotos proseguían imperturbables en su misteriosa tarea.

Hubiéraseles tomado por un par de ingenieros que cateaban minas o reconocían el sitio para puesto militar.

Entraban, salían y tornaban a las mismas viviendas.

Golpeaban el suelo y las paredes.

Al fin, uno de ellos pareció convencer al otro y juntos volvieron a la iglesia.

Delante de un empolvado retablo, el que oficiaba dijo al acólito:

—¡Debajo de esta champa hay bagre!

Entrambos corrieron el cuadro, medio cosido al muro por las telas de arañas; palparon y el muro resonó con un eco de caverna.

—¿Ves? —añadió el primero.

Y a poco de trabajar rodó un bloque, dejando al descubierto la boca de una cueva obscura y húmeda.


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