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Odisea

Homero


Poesía, Clásico, Poema épico, Grecia


Canto I

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar de una muerte horrorosa estaban en sus hogares, salvos de los peligros de la guerra y del mar; y solamente Odiseo, que tan gran necesidad sentía de restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en hueca gruta por Calipso, la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que anhelaba tomarlo por esposo.

Con el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían decretado que volviese a su patria, aunque no por eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de juntarse con los suyos. Y todos los dioses le compadecían, a excepción de Poseidón, que permaneció constantemente irritado contra el divinal Odiseo hasta que el héroe no arribó a su tierra.

Mas entonces habíase ido aquel al lejano pueblo de los etíopes -los cuales son los postreros de los hombres y forman dos grupos, que habitan respectivamente hacia el ocaso y hacia el orto de Hiperión- para asistir a una hecatombe de toros y de cordero. Mientras aquel se deleitaba presenciando el festín, congregáronse las otras deidades en el palacio de Zeus Olímpico.


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371 págs. / 10 horas, 49 minutos / 5.311 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Más Allá del Bien y del Mal

Friedrich Nietzsche


Filosofía


Prólogo

Suponiendo que la verdad sea una mujer—, ¿cómo?, ¿no está justificada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, han entendido poco de mujeres?, ¿de que la estremecedora seriedad, la torpe insistencia con que hasta ahora han solido acercarse a la verdad eran medios inhábiles e ineptos para conquistar los favores precisamente de una hembra? Lo cierto es que la verdad no se ha dejado conquistar: —y hoy toda especie de dogmática está ahí en pie, con una actitud de aflicción y desánimo. ¡Si es que en absoluto permanece en pie! Pues burlones hay que afirman que ha caído, que toda dogmática yace por el suelo, incluso que toda dogmática se encuentra en las últimas. Hablando en serio, hay buenas razones que abonan la esperanza de que todo dogmatizar en filosofía, aunque se haya presentado como algo muy solemne, muy definitivo y válido, acaso no haya sido más que una noble puerilidad y cosa de principiantes; y tal vez esté muy cercano el tiempo en que se comprenderá cada vez más qué es lo que propiamente ha bastado para poner la primera piedra de esos sublimes e incondicionales edificios de filósofos que los dogmáticos han venido levantando hasta ahora, —una superstición popular cualquiera procedente de una época inmemorial (como la superstición del alma, la cual, en cuanto superstición del sujeto y superstición del yo, aún hoy no ha dejado de causar daño), acaso un juego cualquiera de palabras, una seducción de parte de la gramática o una temeraria generalización de hechos muy reducidos, muy personales, muy humanos, demasiado humanos.


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Dominio público
223 págs. / 6 horas, 30 minutos / 9.274 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre Muerto

Leopoldo Lugones


Cuento


La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.

De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.

No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.

Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Este se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.

—Pero yo no soy loco —dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo—. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?

Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.

—Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…

(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)

—Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.


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2 págs. / 3 minutos / 777 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Guásinton

José de la Cuadra


Cuento


I

Yo he encontrado a los lagarteros, esto es, a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos y de las ciénagas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.

Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa o Yaguachi.

Estaban dos entonces.

El uno, machucho ya, de cuerpo delgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla.

Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo—amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombro y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda.

Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.

No crucé más palabras con él que las rigurosas del saludo; pero, por mi peón, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.

El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino.

Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia.

Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión.

No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquiíostomiasis.

Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde.

Su cuerpo se conservaba intacto.

Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.


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8 págs. / 15 minutos / 2.179 visitas.

Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Doña Rosita la Soltera

Federico García Lorca


Teatro


Personajes

DOÑA ROSITA: es el protagonista, es el reflejo de la típica mujer solterona de la época.
AMA
TÍA
MANOLA 1ª
MANOLA 2ª
MANOLA 3ª
SOLTERA 1ª
SOLTERA 2ª
SOLTERA 3ª
MADRE DE LAS SOLTERAS
AYOLA 1ª
AYOLA 2ª
TÍO
SOBRINO
CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA
DON MARTÍN
MUCHACHO
DOS OBREROS
UNA VOZ

Acto Primero

Habitación con salida a un invernadero.

TÍO.—¿Y mis semillas?

AMA.—Ahí estaban.

TÍO.—Pues no están.

TÍA.—Eléboro, fucsias y los crisantemos, Luis Passy violáceo y altair blanco plata con puntas heliotropo.

TÍO.—Es necesario que cuidéis las flores.

AMA.—Si lo dice por mí…

TÍA.—Calla. No repliques.

TÍO.—Lo digo por todos. Ayer me encontré las semillas de dalias pisoteadas por el suelo. (Entra en el invernadero.) No os dais cuenta de mi invernadero; desde el ochocientos siete, en que la condesa de Wandes obtuvo la rosa muscosa, no la ha conseguido nadie en Granada más que yo, ni el botánico de la Universidad. Es preciso que tengáis más respeto por mis plantas.

AMA.—Pero ¿no las respeto?

TÍA.—¡Chist! Sois a cuál peor.

AMA.—Sí, señora. Pero yo no digo que de tanto regar las flores y tanta agua por todas partes van a salir sapos en el sofá.

TÍA.—Luego bien te gusta olerlas.

AMA.—No, señora. A mí las flores me huelen a niño muerto, o a profesión de monja, o a altar de iglesia. A cosas tristes. Donde esté una naranja o un buen membrillo, que se quiten las rosas del mundo. Pero aquí… rosas por la derecha, albahaca por la izquierda, anémonas, salvias, petunias y esas flores de ahora, de moda, los crisantemos, despeinados como unas cabezas de gitanillas. ¡Qué ganas tengo de ver plantados en este jardín un peral, un cerezo, un caqui!


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42 págs. / 1 hora, 15 minutos / 9.615 visitas.

Publicado el 21 de marzo de 2018 por Edu Robsy.

Bailén

Benito Pérez Galdós


Novela


I


—Me hacen ustedes reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su caballo, cuando.... Fué en la batalla de Austerlitz: él subía a todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yo, que estaba en el 17.º de línea, de la división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora. Pues, como digo, al pasar él con todo su Estado Mayor y la infantería de la Guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo en tales términos, que todavía me duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día, que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!»


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201 págs. / 5 horas, 53 minutos / 906 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Los Ojos Sombríos

Horacio Quiroga


Cuento


Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme. Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después de larga ausencia.

Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo informé de mi noviazgo con Elena—y su reciente ruptura. Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.

—No crea en esas sacudidas—me dijo Zapiola con aire tranquilo y serio.—Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después. Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de la tierra. Oigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.

Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.

—No sé qué tiene que ver el orgullo con esto—le observé.


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7 págs. / 13 minutos / 356 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Luces de Bohemia

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro, Esperpento


DRAMATIS PERSONAE

MAX ESTRELLA, SU MUJER MADAME COLLET Y SU HIJA CLAUDINITA.
DON LATINO DE HISPALIS.
ZARATUSTRA.
DON GAY. UN PELÓN.
LA CHICA DE LA PORTERA.
PICA LAGARTOS.
UN COIME DE TABERNA.
ENRIQUETA LA PISA BIEN.
EL REY DE PORTUGAL.
UN BORRACHO.
DORIO DE GADEX, RAFAEL DE LOS VÉLEZ, LUCIO VERO, MÍNGUEZ, GÁLVEZ, CLARINITO Y PÉREZ, JÓVENES MODERNISTAS.
PITITO, CAPITÁN DE LOS ÉQUITES MUNICIPALES.
UN SERENO.
LA VOZ DE UN VECINO.
DOS GUARDIAS DEL ORDEN.
SERAFÍN EL BONITO.
UN CELADOR.
UN PRESO.
EL PORTERO DE UNA REDACCIÓN.
DON FILIBERTO, REDACTOR EN JEFE.
EL MINISTRO DE LA GOBERNACIÓN.
DIEGUITO, SECRETARIO DE SU EXCELENCIA.
UN UJIER.
UNA VIEJA PINTADA Y LA LUNARES.
UN JOVEN DESCONOCIDO.
LA MADRE DEL NIÑO MUERTO.
EL EMPEÑISTA.
EL GUARDIA.
LA PORTERA.
UN ALBAÑIL.
UNA VIEJA.
LA TRAPERA.
EL RETIRADO, TODOS DEL BARRIO.
OTRA PORTERA.
UNA VECINA.
BASILIO SOULINAKE.
UN COCHERO DE LA FUNERARIA.
DOS SEPULTUREROS.
RUBÉN DARÍO.
EL MARQUÉS DE BRADOMÍN.
EL POLLO DEL PAY-PAY.
LA PERIODISTA.
TURBAS, GUARDIAS, PERROS, GATOS, UN LORO.

La acción en un Madrid absurdo, brillante y hambriento

ESCENA PRIMERA

Hora crepuscular. Un guardillón con ventano angosto, lleno de sol. Retratos, grabados, autógrafos repartidos por las paredes, sujetos con chinches de dibujante. Conversación lánguida de un hombre ciego y una mujer pelirrubia, triste y fatigada. El hombre ciego es un hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales, MÁXIMO ESTRELLA. A la pelirrubia, por ser francesa, le dicen en la vecindad MADAMA COLLET.

MAX: Vuelve a leerme la carta del Buey Apis.

MADAMA COLLET: Ten paciencia, Max.

MAX: Pudo esperar a que me enterrasen.

MADAMA COLLET: Le toca ir delante.


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63 págs. / 1 hora, 51 minutos / 3.844 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Señor de Bembibre

Enrique Gil y Carrasco


Novela


CAPÍTULO I

En una tarde de Mayo de uno de los primeros años del siglo XIV, volvían de la feria de San Marcos de Cacabelos, tres al parecer criados de alguno de los grandes señores que entonces se repartían el dominio del Bierzo. El uno de ellos, como de cincuenta y seis años de edad, montaba una jaca gallega de estampa poco aventajada, pero que a tiro de ballesta descubría la robustez y resistencia propias para los ejercicios venatorios, y en el puño izquierdo cubierto con su guante llevaba un neblí encaperuzado. Registrando ambas orillas del camino, pero atento a su voz y señales, iba un sabueso de hermosa raza. Este hombre tenía un cuerpo enjuto y flexible, una fisonomía viva y atezada y en todo su porte y movimientos revelaba su ocupación y oficio de montero.

Frisaba el segundo en los treinta y seis años y era el reverso de la medalla, pues a una fisonomía abultada y de poquísima expresión, reunía un cuerpo macizo y pesado, cuyos contornos de suyos poco airosos, comenzaba a borrar la obesidad. El aire de presunción con que manejaba un soberbio potro andaluz en que iba caballero, y la precisión con que le obligaba a todo género de movimientos, le daban a conocer como picador o palafrenero. Y el tercero, por último, que montaba un buen caballo de guerra e iba un poco más lujosamente ataviado, era un mozo de presencia muy agradable, de gran soltura y despejo, de fisonomía un tanto maliciosa y en la flor de sus años. Cualquiera le hubiera señalado sin dudar por escudero o paje de lanza de algún señor principal.

Llevaban los tres conversación muy tirada, y como era natural, hablaban de las cosas de sus respectivos amos elogiándolos a menudo y entreverando las alabanzas con su capa correspondiente de murmuración:


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356 págs. / 10 horas, 23 minutos / 288 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Marianela

Benito Pérez Galdós


Novela


I. Perdido

Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el Norte de España.)

Era un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad, y (dígase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una correa, y grueso bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear las zarzas cuando extendían sus ramas llenas de afiladas uñas para atraparle la ropa.

Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.

—No puedo equivocarme—murmuró—. Me dijeron que atravesara el río por la pasadera... así lo hice. Después que marchara adelante, siempre adelante. En efecto, allá, detrás de mí queda esa apreciable villa, a quien yo llamaría Villafangosa por el buen surtido de lodos que hay en sus calles y caminos.... De modo que por aquí, adelante, siempre adelante (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo no le pondría otra divisa) he de llegar a las famosas minas de Socartes.


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163 págs. / 4 horas, 46 minutos / 2.688 visitas.

Publicado el 25 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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