En un país lejano hubo un zar y una zarina que tenían un hijo, llamado Iván, mudo desde su nacimiento.
Un día, cuando ya había cumplido doce años, fue a ver a un
palafrenero de su padre, al que tenía mucho cariño porque siempre le
contaba cuentos maravillosos.
Esta vez, el zarevich Iván quería oír un cuento; pero lo que oyó fue algo muy diferente de lo que esperaba.
—Iván Zarevich —le dijo el palafrenero—, dentro de poco dará a luz tu
madre una niña, y esta hermana tuya será una bruja espantosa que se
comerá a tu padre, a tu madre y a todos los servidores de palacio. Si
quieres librarte tú de tal desdicha, ve a pedir a tu padre su mejor
caballo y márchate de aquí adonde el caballo te lleve.
El zarevich Iván se fue corriendo a su padre y, por la primera vez en
su vida, habló. El zar tuvo tal alegría al oírle hablar que, sin
preguntarle para qué lo necesitaba, ordenó en seguida que le ensillasen
el mejor caballo de sus cuadras.
Iván Zarevich montó a caballo y dejó en libertad al animal de seguir
el camino que quisiese. Así cabalgó mucho tiempo hasta que encontró a
dos viejas costureras y les pidió albergue; pero las viejas le
contestaron:
—Con mucho gusto te daríamos albergue, Iván Zarevich; pero ya nos
queda poca vida. Cuando hayamos roto todas las agujas que están en esta
cajita y hayamos gastado el hilo de este ovillo, llegará nuestra muerte.
El zarevich Iván rompió a llorar y se fue más allá. Caminó mucho tiempo, y encontrando a Vertodub le pidió:
—Guárdame contigo.
—Con mucho gusto lo haría, Iván Zarevich; pero no me queda mucho que
vivir. Cuando acabe de arrancar de la tierra estos robles con sus
raíces, en seguida vendrá mi muerte.
El zarevich Iván lloró aún con más desconsuelo y se fue más allá. Al
fin se encontró a Vertogez, y acercándose a él, le pidió albergue; pero
Vertogez le repuso:
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