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Una Industria que Vive de la Muerte

Benito Pérez Galdós


Cuento


I

Un hombre célebre dijo en cierta ocasión que la música era el ruido que menos le molestaba. Aunque nos tache de profanos algún melómano, no nos atrevemos a condenar esta aserción como un desatino, porque no creemos que se perjudique a la música uniéndola al ruido, ni que sea señal de poca cultura el confundir al arte divino con su salvaje compañero; mejor dicho, con su engendrador. Ese hombre célebre que de tal modo hirió la susceptibilidad de los músicos, prefería sin duda la naturaleza al arte, y tal vez encontraba en el ruido más expresión de lo bello que en las hábiles combinaciones del contrapuntista y en los ritmos del confeccionador de melodías.

Efectivamente, en el arte mismo no hay tanta música como en el ruido, si a la atención escrutadora del amante de óperas y conciertos se sustituye la imaginación del amante de la naturaleza, que busca, contemplándola, una fórmula de sentimiento o de belleza; si al criterio de los pases de tonos y de los acordes compactos, de los andantes tristes y los alegros expresivos con que juzga y siente el primero frente a la orquesta, se sustituye la exaltación de espíritu, el estado de abatimiento o de inquietud en que se encuentra el segundo frente a la naturaleza.

Suponiendo al espíritu en un estado de conmoción profunda, basta que resuenen algunas notas en el arpa invisible del ruido, para que produzcan mayores efectos que la música mejor organizada.


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16 págs. / 28 minutos / 151 visitas.

Publicado el 19 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Sol de los Muertos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente.

¡La gloria!... Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente «un apellido que repiten muchas bocas». Un novelista admirado por Montalbo le daba otro título. La gloria era «el sol de los muertos».

Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia inmaterial, bajo la luz de este sol que sólo alumbra a los que ya no tienen ojos para verlo.

Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que sólo existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba. En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten ningún calor.

El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae también en su curso impasible muchos días de corta felicidad. ¡Y pensar que por obtener un rayo de este sol de las tumbas los hombres crean interminables guerras, oprimen a sus semejantes, viven sordos y ciegos ante las magnificencias de la Naturaleza, y dan a la ambición el sitio del amor!...


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 75 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Comediante Fonseca

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Conocí a Mariano Fonseca en un café de la Avenida de Mayo, donde se reunían muchos actores y músicos españoles, venidos a los teatros de Buenos Aires. Su pelo, teñido intensamente, le proporcionaba a veces la afrenta de llevar en el rostro negros churretes que se esparcían por los surcos de sus arrugas. Pero este tinte escandaloso le infundía al mismo tiempo la certeza de que aún le quedaban largos años de vida para ser en comedias y dramas el protagonista de mediana edad y caballerescas acciones.

Sus compañeros de profesión no aceptaban esta juventud ilusoria. Sólo los antiguos, los que eran en la escena «padres nobles» y podían reclamar por sus años el papel de «barba», osaban tutear al célebre Fonseca. Los demás, a pesar de la familiaridad que rige la vida del teatro, le llamaban siempre don Mariano.

—Yo resulto poca cosa comparado con usted, doctor Olmedilla—me dijo una noche—. Antes de ser comediante estudié el bachillerato allá en Madrid, y me doy cuenta de que hablo con un médico de gran porvenir, llegado a estas tierras por curiosidad aventurera, pero que algún día obtendrá gran fama en nuestra patria. Por eso agradezco mucho que un hombre tan «científico» se digne venir a un establecimiento como éste para hablar con un pobre actor... Pero, aunque yo sea un ignorante comparado con usted, me considero por encima de mis camaradas.

Y Fonseca, acodándose sobre el mármol, en una actitud que él deseaba espontánea y hacía recordar la postura arrogante de un héroe de capa y espada sentado en una hostería, miró con bondad protectora a los otros hombres de teatro que ocupaban las mesas cercanas y parecían olvidados de él.


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34 págs. / 1 hora / 58 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Viejo del Paseo de los Ingleses

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.

El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos de la refracción de la luz sobre el asfalto.

Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa Azul.

Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando hablarse con mayor intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 66 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

En la Costa Azul

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I. El Carnaval en Niza

Niza es la heredera de Venecia. Durante varios siglos, los ricos ganosos de divertirse y los aventureros de vida novelesca arrostraron las molestias y peligros de los viajes de entonces para presenciar en la ciudad adriática las fiestas de un Carnaval que duraba meses. Ahora, los medios de comunicación son más fáciles; el placer se ha democratizado, lo mismo que los conocimientos humanos y las comodidades de nuestra existencia, y el ferrocarril y el trasatlántico traen miles de espectadores al Carnaval de Niza.

La Naturaleza gusta de travesear en estos días. Un sol primaveral derrama sus oros sobre la Costa Azul casi todo el invierno, y al llegar la semana carnavalesca raro es el año que no cae una lluvia inoportuna. Pero como Niza necesita defender su célebre fiesta, y la muchedumbre de viajeros llega dispuesta a divertirse, sea como sea, las máscaras arrostran la intemperie, el público abre sus paraguas, y los desfiles continúan bajo esa lluvia violenta y tibia de los países solares, donde los aguaceros son ruidosos pero de corta duración.

El Carnaval de Niza ha acabado por ser algo indispensable para su vida, y ninguna otra ciudad lo puede copiar. Los particulares colaboran con el Municipio; cada nicense aporta su iniciativa. Capitales de mayor importancia podrían organizar desfiles de carrozas más suntuosas; pero creo imposible que encontrasen una ayuda individual, una colaboración «patriótica» como la de los habitantes de esta ciudad. El pueblo nicense considera que es deber suyo engrosar el número de las máscaras, y familias enteras se cubren con el disfraz para gritar en las calles, danzar o ir saltando de una acera a otra, todo para mayor gloria y provecho de su tierra.


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36 págs. / 1 hora, 4 minutos / 49 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Casa del Labrador

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Junto a los seculares troncos de la arboleda florecen los rosales de Aranjuez; arriba, entre las olas inquietas del follaje, aletea el faisán, ave amada de los reyes; en medio de esa frondosidad que viste la primavera con nuevas hojas, dando a la luz un reflejo verde de misterio, álzase la Casa del Labrador, el capricho bucólico de los Borbones españoles, de una rebuscada elegancia en su simplicidad, como las pastorcillas de Watteau, que apacientan corderos con escarpines de raso y moñas de seda en el cayado.

Los bustos de mármol, las estatuas mitológicas, destacan su nívea blancura en balaustradas y hornacinas, sobre los muros de cálido rojo veneciano; en el interior, las columnas de piedras multicolores pulidas como espejos, los pisos de mosaicos antiguos, las doradas guirnaldas, los muebles que afectan formas griegas, los relojes monumentales, las raras porcelanas, las sederías costosas que guardan su fresca magnificencia al través de los siglos, los gabinetes con adornos de platino, los ricos esmaltes y hasta el retiro de las más urgentes necesidades, con su asiento solemne y majestuoso como un trono, todo ello hace revivir una época fácil y tranquila, de estiradas ceremonias en la existencia oficial y magnificas comodidades en la existencia íntima, de regalo y placer para la parte más grosera del cuerpo, y santa calma y beatífica inacción para el pensamiento, dormido bajo la cobertera de la peluca.


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4 págs. / 8 minutos / 59 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Las Harpías en Madrid y Coche de las Estafas

Alonso de Castillo Solórzano


Novela, novela picaresca


Las harpías en Madrid y coche de las estafas

Sevilla, antigua ciudad de nuestra España, cabeza de la Andalucía, asilo de extranjeras naciones, depósito de los ricos partos de las Indias Occidentales, madre de claros ingenios y, finalmente, patria de claras y nobles familias, lo fue también de dos hermosos sujetos: éstas eran dos damas que, por faltarles su padre (que murió en la carrera de las Indias), quedaron huérfanas en la compañía de su madre que, viuda y pobre, perdió cerca de la Habana marido y hacienda a un tiempo.

Tenía algunas deudas en Sevilla de empréstidos que la habían hecho con la esperanza de la venida de su esposo, y viéndose que si las pagaba con el poco caudalejo que tenía, se quedaban sin qué comer, determinó mudar de tierra por mudar de ventura; esto antes que se dilatase por Sevilla la muerte de su malogrado esposo.

Dudosa estuvo si su mudanza sería a Granada o a Córdoba, y estando en esta confusión, entró una anciana amiga que tenía, a quien dio cuenta de su determinación y comunicó su duda. Era la vieja de agudo ingenio y de mayor experiencia, y viendo en su amiga tal perplejidad en elegir, le dijo estas razones:

—Amiga Teodora (que este era el nombre de la recién viuda), dos cosas me dan licencia para aconsejarte en tu nueva determinación: la una mi grande experiencia y la otra la amistad que contigo tengo. Siempre oí decir que en corto golfo hay poco que navegar, menos brazadas da el que nada en una breve laguna que quien se halla en un dilatado río. Granada y Córdoba no niego que no son muy buenas ciudades; aquélla, ilustrada con tantos moradores, Real Chancillería y concurso de negociantes; y ésta poblada de antiguas casas de nobles caballeros y ricos ciudadanos; mas en comparación de Madrid, corte del español monarca, cada una de estas ciudades es una aldea, ¿qué digo aldea?: un solitario cortijo.


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121 págs. / 3 horas, 33 minutos / 168 visitas.

Publicado el 10 de febrero de 2022 por Edu Robsy.

El Sorbo del Heroísmo

Gabriel Alomar


Cuento


La gran ciudad donde vivíamos atravesó unos días trágicos. Una huelga enconada por la estulta dureza patronal y por la inhabilidad parcíalísima del Gobierno ensangrentó las calles. Recuerdo la mañana del entierro de uno de los compañeros, muerto á los dos días de ser herido por la fuerza pública. Era en una pobre casa de los arrabales. En la pequeña sala, un grupo nutrido de trabajadores esperaba. En medio de ellos, dos hombres cerraban el ataúd. De pronto, la viuda, desgreñada, lívida, ronca de imprecaciones y lamentos, salió de la mísera alcoba vacía. En brazos llevaba una criatura de tres años. Dominando su desesperación, acercóse al féretro y sobre la tapa, recién colocada, puso de pie al pequeño huérfano, sobrecogido y sin voz. La madre lo levantó no sé si como una bandera ó como una antorcha, sobre el cadáver del padre, y gritó:

—¡Es su hijo! ¡Vengadlo!

Puedes creer que aquel grito tenía una eficacia mucho mayor que todas las proclamas y todos los discursos.

Aquella noche, Alejo salió de su pisito miserable guardando una bomba en el bolsillo de su blusa. Se encaminó al teatro. Estaba decidido. Sentíase el vengador de los odios seculares amontonados sobre su carne de esclavo. Desde que había tomado su decisión no sé qué bienestar le inundaba, como si fuese el contragolpe de una justicia consumada... ¿La vida? ¿Qué le importaba perder la vida? Vagamente, á través de sus lecturas de azar mal comprendidas, pudo beber el ansia de la gloria como un veneno mortal: y la idea del propio sacrificio le parecía una mísera ofrenda para la humanidad de los suyos, eternamente invengada.

Llegó al teatro. Compró una entrada de quinto piso. Arriba ya, se enquistó como pudo entre un señor en quien se adivinaba al viejo filarmónico, al habituado de cada noche, y un estudiante para quien la asistencia á la ópera nueva de Strauss era un inexcusable deber de snob.


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5 págs. / 9 minutos / 30 visitas.

Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.

Flor de Olvido

Gabriel Alomar


Cuento


Boceto para un “film“

I

Crióse en la montaña, entre peñascos y encinas. Sus padres tenían en arriendo la Cueva, pequeña porción de tierra que apenas les daba para vivir, oculta entreriscos, en el corazón de la sierra. Descalza, con las crines al viento, la faldilla hecha un pingo, mostrando la pierna curtida por el sol, saltaba como un chivo, de peña en peña. En dos horas de camino á la redonda de su casucha no había otra morada. Juana, en medio de aquella soledad, creció como una salvaje. No sabía que hubiese en el mundo otras personas que sus padres, su hermanito pequeño y un porquerizo de siete años traído de la villa para cuidar la pobre manada de cochinos que hozaban entre las bellotas caídas del encinar.

Las noches, en aquellas alturas, tenían una infinita paz, que penetraba vagamente aquella alma primitiva y rústica. Bajaba del cielo un silencio elocuentísimo. Ella había aprendido á conocer las estrellas; y muchas veladas, tendida sobre el poyo de la puerta, canturreando, su mirada se perdía en la bóveda serena é iba siguiendo el vuelo imperceptible de las constelaciones ó la carrera sin fin de las nebulosas. El aura nocturna le acariciaba mansamente las greñas que le caían sobre los ojos, cabellos de un rubio de estopa, ensortijados ásperos como un vellón.


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12 págs. / 21 minutos / 51 visitas.

Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.

Caballería Bárbara

Gabriel Alomar


Cuento


Hablábamos á la sombra de un parral henchido de racimos, en la terraza de un cortijo de mi país. Ante nosotros, un paisaje espléndido. Montañas azuladas dejaban entre ellas una sierra abierta sobre el rojo encendido de aquella hora crepuscular, sugiriendo la belleza de valles desconocidos. Al pie de la loma donde nos hallábamos serpeaba el cauce de un torrente, orillado por una hilera de robles. Molinos de viento, inmóviles, se erguían sobre otro montículo cercano; y allá lejos, blanca, luminosa, tendíase la villa.

—Figúrate —continuó— que una mañana, bajo aquel sol de Cuba, salíamos del poblado. A cosa de un kilómetro lejos de las últimas casas, nuestras avanzadas nos trajeron dos prisioneros. Eran dos negros, uno de ellos alto, musculoso, fornido: el otro, de media estatura, pero de perfil mucho más inteligente y noble.

Llevaban carabinas, cartucheras, machete. Presentados al cuartel general, fueron intimados en forma:

—¿De qué partida sois? ¿Dónde operan los vuestros? ¿Dé dónde venís y adonde vais?

Los dos prisioneros, doliéndose un poco, desviando la vista, dijeron, con aquel tono gangoso y plañidero tan característico:

—Somos gente pacífica, trabajadores del campo... Tenemos las armas para defensa... Ya ustedes lo saben; aquí es preciso estar alerta... Hay mala gente... No hacemos mal á nadie...

El general, como si nada hubieran dicho, repitió la pregunta:

—¿De qué partida sois? ¿En dónde están los vuestros?

Pero los dos insistieron en las mismas vaguedades mal simuladas, inhábiles del todo.

—Está bien. ¿No queréis decir de qué partida sois? Pues ya sabéis: las cosas claras. Si lo descubrís, yo os prometo, yo os garantizo la libertad inmediata. Si no lo reveláis, seréis fusilados sin remisión. En marcha; os concedo media hora para pensarlo. Idos.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 44 visitas.

Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.

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