Hombre-engranaje
Francisco A. Baldarena
cuento
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Publicado el 13 de julio de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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Publicado el 13 de julio de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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Publicado el 4 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
—Mira, Lupe, ése es mi novio.
—¿Cuál?
—Aquel jovencito de bigote negro.
Lupe le contempló con mirada escudriñadora.
—¿Qué te parece?
—Simpático.
—¡Pobrecito!
—¿Por qué?
—Figúrate que no tiene posadas.
—¿Y tú lo crees?
—Cómo no, Lupe de mi alma, si es tan bueno…
—De modo que van a pasar ustedes separados la Noche Buena.
—Tú dirás; por eso estoy tan contrariada.
—¡Pobre Otilia! ¡Pobres enamorados! Qué gusto que yo…
—¿Que tú qué?
—Que yo no tengo amores.
—¡Hipócrita! ¿Y el general?
—Chist, cállate.
—¿Ya lo ves?
—Bueno; pero esos no son amores. ¡Qué maliciosa eres! Y todo por lo que te conté la otra noche.
—Yo sé mi cuento: y cuando te hablo del general…
—¡Ah, que tú tan mala!
—Una piñata, niñas, una piñata —gritó un lépero interponiéndose entre Lupe y Otilia.
—No, qué piñata ni qué… —dijo Lupe de mal humor.
—¿Conque ya no me la toma usté, niña? —dijo el vendedor tocándose el sombrero—. Como su mercé me dijo que para la Noche Buena quería una novia…
—¿Yo?
—¡Ah que niña! Pos si yo soy el mesmo de la otra tarde.
—Ah, sí, ya recuerdo…
—Conque ¿no juimos a dejarla en «ca» el general?
Lupe se puso colorada.
—Anda, pícara —le dijo Otilia al oído.
—¿Cuánto vale?
—Pos ya sabe su mercé: catorce riales.
—Bueno.
—¿La llevo?… ¿La llevo allá en «ca» el general?… Ya sé.
Y el lépero, con una novia de papel de china en una mano, y un general en la otra desapareció.
—¿Y por qué ha de ser novia la piñata de la Noche Buena? —preguntó Lupe.
—No puedo decírtelo.
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Publicado el 23 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
Érase una vez una mujer y su hija, las cuales vivían en un hermoso huerto plantado de coles. Y he aquí que, en invierno, viene un conejillo y se pone a comer las coles. Dijo entonces la mujer a su hija:
— Ve al huerto y echa al conejillo. Y dice la muchacha al conejillo:
— ¡Chú! ¡Chú! ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!
Y dice el conejillo:
— ¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!
Pero la niña no quiere. Al día siguiente vuelve el conejillo y se come las coles; y dice la mujer a su hija:
— ¡Ve al huerto y echa al conejillo!
Y dice la muchacha al conejillo:
— ¡Chú! ¡Chú! ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!
Dice el conejillo:
— ¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!
Pero la niña no quiere. Al tercer día vuelve aún el conejillo y se come las coles. Dice la mujer a su hija:
— ¡Ve al huerto y echa al conejillo!
Dice la muchacha:
— ¡Chú! ¡Chú!, ¡Conejillo, acaba de comerte las coles!
Dice el conejillo:
— ¡Ven, niña, súbete en mi colita y te llevaré a mi casita!
La muchacha monta en la colita del conejillo, y el conejillo la lleva lejos, lejos, a su casita y le dice:
— Ahora cuece berzas y mijo; invitaré a los que han de asistir a la boda.
Y llegaron todos los invitados. (¿Que quiénes eran los invitados? Tal como me lo dijeron, os lo diré: eran todos los conejos, y el grajo hacía de señor cura para casar a los novios, y la zorra hacía de sacristán, y el altar estaba debajo del arco iris.)
Pero la niña se sentía sola y estaba triste. Viene el conejillo y dice:
— ¡Vivo, vivo! ¡Los invitados están alegres!
La novia se calla y se echa a llorar. Conejillo se marcha, Conejillo vuelve, y dice:
— ¡Vivo, vivo! ¡Los invitados están hambrientos!
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Publicado el 30 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
Había en Santiago un deán que tenía muchos deseos de aprender el arte de la nigromancia, y oyó decir que don Illán de Toledo sabía de esto más que ninguno de su época; por tanto, fue a Toledo para aprender aquella ciencia; y el día que llegó a Toledo enderezó a casa de don Illán y lo halló que estaba leyendo en una cámara muy apartada; y luego que llegó a él lo recibió muy bien y le dijo que no quería que le dijese nada del porqué venía hasta que hubiese comido; y lo alimentó muy bien, y le hizo dar muy buen aposento y todo lo que hubo menester, y dióle a entender que le placía mucho estar con él. Después que hubieron comido, apartóse con él, le contó la razón por que había venido, y le rogó muy ahincadamente que le enseñara aquella ciencia, que él tenía muchos deseos de aprenderla. Don Illán le dijo que él era deán y hombre de calidad, y que podría llegar a gran estado, y los hombres que llegan a gran estado, cuando han resuelto todo lo suyo a la medida de sus deseos, olvidan muy presto lo que otros han hecho por ellos, y que él temía que en cuanto hubiese aprendido lo que quería saber, no le haría tanto bien como le prometía. El deán le prometió y le aseguró que cualquiera fuese el bien que recibiera, nunca haría sino lo que él mandase. Y en estas conversaciones estuvieron desde que hubieron comido hasta que fue hora de cenar.
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Publicado el 27 de junio de 2018 por Edu Robsy.
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Publicado el 16 de junio de 2021 por Francisco A. Baldarena .
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Publicado el 16 de octubre de 2021 por Francisco A. Baldarena .
Carlos Marx dijo alguna vez que la revolución social no la han de hacer los hombres, sino las cosas, y algún marxista, no muy ortodoxo, no muy convencido de la fe en el materialismo histórico —doctrina que es de fe y no de razón—, ha querido corregir la fórmula del pontífice, diciendo que son las cosas manejadas por los hombres, ó sea los hombres manejando las cosas, los que hacen la revolución. Y nosotros, por nuestra parte, comentando alguna otra vez ese dogma marxista, nos hemos preguntado si es que los hombres no son también cosas, esto es: causas. Y hasta enseres.
Cuando he aquí que, leyendo el viejo poema de Lucrecio, De rerum natura, nos encontramos en el verso 58 de su libro III con una singularísima expresión, que nos aclara nuestro problema al respecto. Viene hablando Lucrecio de aquellos que, profesando no temer la muerte ni creer en la inmortalidad del alma —perspectiva terrible para los romanos de entonces—, se entregan, sin embargo, cuando se ven en peligro de perder la vida, á prácticas supersticiosas. Y dice que entonces es cuando les brotan de lo hondo del pecho sus voces verdaderas y que «desaparece la persona, queda la cosa».
¡Eripitur persona, mane res! No cabe expresión más enérgica, sobre todo si se tiene en cuenta todo el valor que en latín tiene la voz persona. La cual, empezando, como es ya tan sabido, por significar la máscara ó careta con que el actor se cubría la cara para representar el personaje de la comedia ó tragedia, pasó á ser designativa del personaje, y, por último, del papel que uno representa, aunque sea en el coro ó la comparsa,en el teatro del mundo, es decir, en la Historia.
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2019 por Edu Robsy.
Durante aquel verano caluroso y terrible, todo ardía. Ardían ciudades enteras, aldeas, haciendas. El bosque y los campos no servían ya de defensa; el bosque mismo era fácilmente presa de las llamas, y el fuego se extendía, como una gran sábana roja, por la superficie de las praderas secas.
Durante el día, el sol estaba medio oculto por el espeso humo; durante la noche, reflejos rojizos y silenciosos aparecían en distintos puntos del cielo, giraban en una danza fantástica y muda, y las sombras vagas de los hombres y de los árboles se arrastraban por tierra como animales de una especie desconocida. Los perros no turbaban la paz de la noche con su ladrido alegre, llamando desde lejos a los viajeros y prometiéndoles abrigo y buena acogida; lanzaban largos aullidos quejumbrosos o callaban sombríamente, ocultándose en las cuevas.
Los hombres, igual que los perros, se miraban unos a otros con ojos hoscos y espantados, hablaban de criminales misteriosos que prendían fuego en todas partes. En una aldea asesinaron a un anciano que no supo decir adonde caminaba. Después, los campesinos lloraban sobre su cadáver, apiadados al contemplar su barba blanca manchada de sangre.
Dominio público
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Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
Había baile de máscaras en el club.
Dieron las doce de la noche. Algunos intelectuales no disfrazados estaban sentados en la biblioteca, alrededor de una gran mesa, leyendo la prensa. Muchos de ellos parecían dormidos sobre los periódicos. En la biblioteca reinaba un silencio profundo.
Del gran salón llegaban los sonidos de la música. Pasaban por el corredor, de vez en cuando, criados con bandejas y botellas.
—¡Aquí estaremos mejor!—tronó, de pronto, tras la puerta de la biblioteca, una voz muy sonora—. ¡Venid, hijas mías, no tengáis miedo!
La puerta se abrió, y un hombre ancho de espaldas en extremo, hizo su aparición. Su rostro estaba oculto bajo un antifaz. Iba vestido de cochero y tocado con un sombrero de plumas de pavo.
Aparecieron tras él dos señoras, también enmascaradas, y un mozo con una bandeja. Sobre la bandeja se veían una gran botella de licor, algunas botellas de vino tinto y cuatro vasos.
—¡Aquí estaremos muy bien! —dijo el enmascarado—. Pon la bandeja en la mesa. Siéntense ustedes, señoras, se lo suplico. Estarán ustedes como en su casa.
Luego, dirigiéndose a los intelectuales sentados en torno de la mesa, añadió:
—Ustedes, señores, por su parte, hágannos un poco de sitio. ¿Y sobre todo, nada de cumplidos!
Con un movimiento brusco tiró al suelo varios periódicos.
—¡Eh! Pon aquí la bandeja. Señores lectores, ruego a ustedes que se aparten un poco. No es este el momento de leer los periódicos ni de dedicarse a la política. ¡Pero dense ustedes prisa!
—¡Le ruego a usted que no haga ruido!—dijo un intelectual, mirando al hombre enmascarado por encima de sus lentes—. Esto es la biblioteca y no el «bufet».
Se ha equivocado usted de puerta.
—¡Calla! ¿Usted piensa que no se puede beber aquí? ¿Quiere usted decirme por qué? La mesa se me antoja bastante fuerte... En fin, no tengo tiempo de discutir.
Dominio público
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Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.