Textos más cortos publicados por Edu Robsy que contienen 'ramon' | pág. 3

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La Santa Misión

Ramón María Tenreiro


Cuento


Subido al tosco púlpito, rodeado de cruces y estandartes, el misionero hablaba de la muerte, en aquel soto umbroso, de próceres castaños, que hay a la izquierda de la carretera, antes de entrar en la villa de Somonte.

Los oblicuos rayos del sol, que, de trecho en trecho, penetraban por los huecos de la bóveda de follaje, trocaban en ascuas las cruces parroquiales, encendían las sedas de los estandartes y encerraban en luminoso nimbo la dolorida faz de la Madre de Dios, que, no lejos del predicador, abrumada con un pesado manto de terciopelo y oro, mostraba sobre su pecho santísimo un corazón de plata clavado de puñales.

Por uno de los lados del castañar, bajo las anchas copas de los árboles, descubríase un blando paisaje mariñán: minúsculos labrantíos, en los cuales, el ingenuo verdor de los maizales nuevos, se enlazaba con la cansada color amarillenta de las rastrojeras; suaves colinas, cubiertas de rumorosos pinares; un gran trozo de cielo, de un apagado azul, donde la tarde iba vertiendo tintas carminosas.

En lo más hondo del soto, estaba el púlpito. Campo arriba, por entre los troncos, habíanse colocado los oyentes: en primer término el señorío del pueblo, detrás los aldeanos; a un lado, los hombres, en mangas de camisa, con la cabeza descubierta, mostrando los morenos semblantes quemados por el sol de la siega; al otro, las mujeres, formando una risueña algarabía de claros colorines, con los floreados pañuelos que cubrían sus frentes, o se cruzaban en su pecho, sobre las chambras blancas.


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4 págs. / 7 minutos / 49 visitas.

Publicado el 2 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

Hierbas Olorosas

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Yo estaba de cacería en Viana del Prior, cuando recibí una carta donde mi madre, en trance de muerte, me llamaba a su lado. Anochecía y aun recuerdo aquella trágica espera mientras encendía el velón, para poder leer. Decidí partir al día siguiente. Pasé la velada solo y triste, sentado en un sillón cerca del fuego. Había conseguido adormecerme cuando llamaron a la puerta con grandes aldabadas, que en el silencio de las altas horas parecieron sepulcrales y medrosas. Me incorporé sobresaltado, y abrí la ventana. Era el mayordomo que había traído la carta, y que venía a buscarme para ponernos en camino. Manteníase ante la puerta, jinete en una mula y con otra del diestro. Le interrogué:

—¿Ocurre algo, Brión?

—Que empieza a rayar el día, señor marqués.


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4 págs. / 7 minutos / 79 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

El Primer Árbol de Navidad

Ramón María Tenreiro


Cuento


(Cuento para niños)


Negra noche tempestuosa en una selva del Norte. Fantasmas foscos de abetos crujen y se retuercen al azote del viento. Un uniforme sudario de nieves envuelve la tierra, borrando las veredas.

Las dos míseras sombras que caminan fatigadas bajo la fronda mugiente de los árboles son la madre y el niño. Van en silencio, cogidos de la mano, temblando de miedo entre la oscuridad y el estruendo. Llora el niño con callado llanto, que se hiela al rodar por sus mejillas, mordidas por el cierzo. Habla después con voz trémula; dice:

EL HIJO.—No puedo más..., no puedo más, madrecita... ¡Los pies no me sostienen!

LA MADRE.—¡Anda otro poco, valiente!... Verás qué pronto vemos entre los árboles la luz de nuestra ventana... ¡Si estamos ya llegando!

Tornan a caminar silenciosamente, sumido cada cual en su miedo. La tempestad, al castigar con furia las ramas de los abetos, finge bramidos de oleaje, fragores de rompiente, lamentos de náufrago.

EL HIJO.—Vamos fuera de camino, madrecita... Tanto andar, tanto andar, y no llegamos nunca al puente.

La madre sabe de sobra que andan extraviados, y se le erizan los cabellos de pensar que pueden agotárseles las fuerzas en medio del bosque, sin encontrar refugio: suspender la marcha en aquella noche glacial, es entregarse con los brazos cruzados a la muerte. Mas por dar ánimos a aquel trozo de sus entrañas, cuya angustia le duele infinitamente más que la propia, disimula piadosa, y le dice:

—¿El puente?... ¡Si ya queda atrás, hijo mío!... Lo hemos pasado sin que tú lo notaras. Estaba helado el arroyo, y cubierto el puente por la nieve de la última nevada.

EL HIJO.—No, no... No es nuestro camino éste... Estamos perdidos en medio del monte. La senda de nuestra casita va por los claros del bosque, de pradera en pradera, y aquí son cada vez más espesos los árboles.


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4 págs. / 7 minutos / 36 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

Juan Ramón y el Otro

Manuel Chaves Nogales


Cuento


Paré en seco y me quedé escuchando. La calle estaba silenciosa y desierta. Me pareció haber oído unos pasos que me seguían muy de cerca. Pero debió ser una alucinación. Eché a andar de nuevo, pegado a las fachadas de las casas, negras y altas como las cortaduras de un abismo, por cuyo fondo iba yo divagando. Sólo había luz en una ventanita alta como el firmamento, detrás de cuyos cristales una figura de hombre aparecía inmóvil. ¿Qué haría aquel tipo allí a aquellas horas?

Seguí caminando a la deriva y volví pronto a sumirme en mis imaginaciones. Había estado trabajando penosamente durante todo el día en beneficio de mi patrón; después, en casa, había consagrado un par de horas a los míos; luego, en el café, me dediqué a los amigos. Ahora, mientras callejeaba, me adjudicaba un poco de tiempo a mí mismo, al pobre Juan Ramón, a mi inevitable compañero de siempre, Juan Ramón.

Me entretenía en ir poniendo un poco de orden en mis asuntos, mientras recorría de madrugada las calles solitarias. Tenía muchos problemas que resolver; problemas económicos, problemas espirituales, problemas de conducta. ¡Pobre Juan Ramón, tan insignificante dentro de su gabancillo y con tan graves preocupaciones! Al dar la vuelta a una esquina volví a detenerme súbitamente. Juraría que alguien caminaba junto a mí. Me quedé quieto y callado, atento a los leves ruidos de la ciudad en el conticinio. Un «auto» runruneaba débilmente a lo lejos, y a mi lado el mechero de un farol de gas se distraía aprendiendo a silbar.

—Bah –pensé–. Debe ser el eco de mis propios pasos. Seguí caminando sumido en mis preocupaciones y sin hacer caso ya de aquellos pasos que sonaban claros y distintos a compás de los míos. Iba preguntándome cómo era tan insensato que soportaba aquella vidilla afanosa y triste de pobre hombre que llevaba, cuando sentí que me cogían suavemente del brazo, y con un tono tan familiar, que no me causó la menor sorpresa, me decían:


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4 págs. / 8 minutos / 31 visitas.

Publicado el 9 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

Ramón Nonnato, Suicida

Miguel de Unamuno


Cuento


Cuando harto de llamar a la puerta de su cuarto, entró, forzándola, el criado, encontrose a su amo lívido y frío en la cama, con un hilo de sangre que le destilaba de la sien derecha, y junto a él, aquel retrato de mujer que traía constantemente consigo, casi como un amuleto, y en cuya contemplación se pasaba tantas horas.

Y era que en la víspera de aquel día de otoño gris, a punto de ponerse el día, Ramón Nonnato se había pegado un tiro. Habíanle visto antes, por la tarde, pasearse, solo, según tenía por costumbre, a la orilla del río, cerca de su desembocadura, contemplando cómo las aguas se llevaban al azar las hojas amarillas que desde los álamos marginales iban a caer para siempre, para nunca más volver, en ellas. «Porque las que en la primavera próxima, la que no veré, vuelvan con los pájaros nuevos a los árboles, serán otras», pensó Nonnato.

Al desparramarse la noticia del suicidio hubo una sola y compasiva exclamación: «¡Pobre Ramón Nonnato!». Y no faltó quien añadiera: «Le ha suicidado su difunto padre».

Pocos días antes de darse así la muerte había pagado Nonnato su última deuda con el producto de la venta de la última finca que le quedaba de las muchas que de su padre heredó, y era la casa solariega de su madre. Antes fue a ella y se estuvo allí solo durante un día entero, llorando su desamparo y la falta de un recuerdo, con un viejo retrato de su madre entre las manos. Era el retrato que traía siempre consigo, sobre el pecho, imagen de una esperanza que para él había siempre sido recuerdo, siempre.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey de la Máscara

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


El cura de San Rosendo de Gondar, un viejo magro y astuto, de perfil monástico y ojos enfoscados y parduscos como de alimaña montés, regresaba a su rectoral a la caída de la tarde, después del rosario. Apenas interrumpían la soledad del campo, aterido por la invernada, algunos álamos desnudos. El camino, cubierto de hojas secas, flotaba en el rosado vapor de la puerta solar. Allá, en la revuelta, alzábase un retablo de ánimas, y la alcancía destinada a la limosna mostraba, descerrajada y rota, el vacío fondo. Estaba la rectoral aislada en medio del campo, no muy distante de unos molinos. Era negra, decrépita y arrugada, como esas viejas mendigas que piden limosna, arrostrando soles y lluvias, apostadas a la vera de los caminos reales. Como la noche se venía encima, con negros barruntos de ventisca y agua, el cura caminaba de prisa, mostrando su condición de cazador. Era uno de aquellos cabecillas tonsurados que, después de machacar la plata de sus iglesias y santuarios para acudir en socorro de la facción, dijeron misas gratuitas por el alma de Zumalacárregui. A pesar de sus años conservábase erguido. Halagando el cuello de un desdentado perdiguero, que hacía centinela en la solana, entró el párroco en la cocina a tiempo que una moza aldeana, de ademán brioso y rozagante, ponía la mesa para la cena:

—¿Qué se trajina, Sabel?

—Vea, señor tío…


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5 págs. / 8 minutos / 80 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Tragedia de Ensueño

Ramón María del Valle-Inclán


Teatro, Diálogo


Han dejado abierta la casa y parece abandonada… El niño duerme fuera, en la paz de la tarde que agoniza, bajo el emparrado de la vid. Sentada en el umbral, una vieja mueve la cuna con el pie, mientras sus dedos arrugados hacen girar el huso de la rueca. Hila la vieja, copo tras copo, el lino moreno de su campo. Tiene cien años, el cabello plateado, los ojos faltos de vista, la barbeta temblorosa.

LA ABUELA.—¡Cuantos trabajos nos aguardan en este mundo! Siete hijos tuve, y mis manos tuvieron que coser siete mortajas… Los hijos me fueron dados para que conociese las penas de criarlos, y luego, uno a uno, me los quitó la muerte cuando podían ser ayuda de mis años. Estos tristes ojos aún no se cansan de llorarlos. ¡Eran siete reyes, mozos y gentiles!… Sus viudas volvieron a casarse, y por delante de mi puerta vi pasar el cortejo de sus segundas bodas, y por delante de mi puerta vi pasar después los alegres bautizos… ¡Ah! Solamente el corro de mis nietos se deshojó como una rosa de Mayo… ¡Y eran tantos, que mis dedos se cansaban hilando día y noche sus pañales!… A todos los llevaron por ese camino donde cantan los sapos y el ruiseñor. ¡Cuánto han llorado mis ojos! Quedé ciega viendo pasar sus blancas cajas de ángeles. ¡Cuánto han llorado mis ojos y cuánto tienen todavía que llorar! Hace tres noches que aúllan los perros a mi puerta. Yo esperaba que la muerte me dejase este nieto pequeño, y también llega por él… ¡Era, entre todos, el que más quería!… Cuando enterraron a su padre aún no era nacido. Cuando enterraron a su madre aún no era bautizado… ¡Por eso era, entre todos, el que más quería!… íbale criando con cientos de trabajos. Tuve una oveja blanca que le servía de nodriza, pero la comieron los lobos en el monte… ¡Y el nieto mío se marchita como una flor! ¡Y el nieto mío se muere lenta, lentamente, como las pobres estrellas, que no pueden contemplar el amanecer!


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Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Fue Satanás

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Por aquel entonces, conocí a la princesa Gaetani. Había sido amiga de mi madre, y me recibió en su palacio con exquisita cortesía. Tenía cinco hijas, que la rodeaban en el estrado, como en una Corte de Amor. No tardé en sentirme enamorado de la mayor, que se llamaba María Rosario. Su recuerdo, a pesar de los años y de la vejez, aun pone en mis ojos un vapor de lágrimas. ¡Qué triste fué para mí aquella tarde de otoño, cuando la vi por última vez!

María Rosario estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros de la capilla.

Cuando yo entré quedóse un momento indecisa: sus ojos miraron medrosos hacia la puerta, y luego se volvieron a mí con un ruego tímido y ardiente.

Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre sus manos deshojóse una rosa.

Yo entonces le dije, sonriendo:

—¡Hasta las rosas se mueren por besar vuestras manos!

Ella también sonrió contemplando las hojas que había entre sus dedos, y después con leve soplo las hizo volar. Quedamos silenciosos: era la caída de la tarde y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos: los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul del crepúsculo, al pie de la vidriera iluminada. Dentro apenas se distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente igual que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de María Rosario con el empeño de aprisionarlos en la sombra. Ella suspiró angustiada como si el aire le faltase, y apartándose el cabello con ambas manos, huyó hacia la ventana. Yo, temeroso de asustarla, no intenté seguirla, y sólo le dije después de un largo silencio:

—¿No me daréis una rosa?

Volvióse lentamente y repuso con voz tenue:

—Si la queréis...


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Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Mi Bisabuelo

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Don Manuel Bermúdez y Bolaño, mi bisabuelo, fue un caballero alto, seco, con los ojos verdes y el perfil purísimo. Hablaba poco, paseaba solo, era orgulloso, violento y muy justiciero. Recuerdo que algunos días en la mejilla derecha tenía una roseola, casi una llaga. De aquella roseola la gente del pueblo murmuraba que era un beso de las brujas, y a medias palabras venían a decir lo mismo mis tías las Pedrayes. La imagen que conservo de mi bisabuelo es la de un viejo caduco y temblón, que paseaba al abrigo de la iglesia en las tardes largas y doradas. ¡Qué amorosa evocación tiene para mí aquel tiempo! ¡Dorado es tu nombre, Santa María de Louro! ¡Dorada tu iglesia con nidos de golondrinas! ¡Doradas tus piedras! ¡Toda tú dorada, villa de Señorío!

De la casa que tuvo allí mi bisabuelo sólo queda una parra vieja que no da uvas, y de aquella familia tan antigua un eco en los libros parroquiales; pero en torno de la sombra de mi bisabuelo flota todavía una leyenda. Recuerdo que toda la parentela le tenía por un loco atrabiliario. Yo era un niño y se recataban de hablar en mi presencia; sin embargo, por palabras vagas llegué a descubrir que mi bisabuelo había estado preso en la cárcel de Santiago. En medio de una gran angustia presentía que era culpado de algún crimen lejano, y que había salido libre por dinero. Muchas noches no podía dormir, cavilando en aquel misterio, y se me oprimía el corazón si en las altas horas oía la voz embarullada del viejo caballero que soñaba a gritos. Dormía mi bisabuelo en una gran sala de la torre, con un criado a la puerta, y yo le suponía lleno de remordimientos, turbado su sueño por fantasmas y aparecidos. Aquel viejo tan adusto me quería mucho, y correspondíale mi candor de niño rezando para que le fuese perdonado su crimen. Ya estaban frías las manos de mi bisabuelo cuando supe cómo se habían cubierto de sangre.


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Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Codorniz

Ramón María Tenreiro


Cuento


Jamás hubo forzados de galera maltratados con tan negra impiedad por desalmado cómitre como lo éramos aquella docena escasa de rapaces, pollada de Seminario, galeotes del latín, que aprendíamos letras divinas y humanas bajo el áspero azote de un dómine sin entrañas, en la cátedra humilde de la diminuta villa de Somonte. Invierno y verano, mañana y tarde, la angosta callejuela “de la cátedra” llenábase con el sabio zumbar de los pretéritos y supinos que mascullábamos a coro, a cuyo compás movían sus bolillos las niñas que urdían randas en los balcones de las casas fronteras. Mas no pasaba hora sin que sobre la salmodia dormilona de nuestro abejorreo no se alzara la áspera voz del preceptor reprendiéndonos con airados gritos, al tiempo que, con profundo estremecimiento piadoso de las encajeras, resonaban los restallidos de la penca, con que eran tundidas nuestras costillas, y los clamores medrosos del castigado. ¡Infame latín! ¡Malditos Cicerón y Horacio! ¿Qué déspota en el mundo habrá costado tantos sollozos a la humanidad como la infanda Epístola ad Pisones? Con tales procedimientos de enseñanza nuestros lomos eran un puro cardenal, y nuestra mollera, a golpes de puntero, llenábase de chichones por fuera y de gramática por dentro.


Masculino es fustis, axis,
Torris, caulis, sanguis, collis...


¡Horror! ¡Al cabo de sesenta años me escuecen aún los trastazos!


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Publicado el 31 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

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