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La Cruz Más Santa

Antonio de Trueba


Cuento


(Leyenda del siglo XVI)

I

Alboreaba el siglo décimoquinto de la Era cristiana á cuyas efemérides pertenecen las gloriosas de la invención de la imprenta, del descubrimiento de América, de la conquista de Granada y de la terminación de los bandos de Oñez y Gamboa que por espacio de más de dos centurias habían desolado la región vasco-cántabra.

Estos funestos bandos estaban más enconados que nunca al alborear aquel dichoso siglo, y particularmente lo estaban en los valles occidentales de Vizcaya conocidos desde tiempo inmemorial con el nombre de Encartaciones, conmemorativo de la carta ó pacto que mediaba entre ellos y el resto de Vizcaya.

Aunque por regla general los linajes estaban afiliados en uno ú otro bando, algunos había que no lo estaban en ninguno, por cuya circunstancia se llamaba hombres comunes á los no abanderizados. Los hombres comunes eran respetados por los banderizos, pero esto no obstaba para que el vulgo los considerase como poco celosos de su honra y pobremente dotados de lo que en aquel tiempo se consideraba como la mayor virtud, que era el valor para combatir con una espada, una lanza ó una ballesta en la mano.

Entre los pocos hombres comunes de las Encartaciones se contaban los del linaje de Aranguren de Baracaldo, rama desprendida hacía siglos del glorioso árbol de Susúnaga que florecía desde tiempo inmemorial en la misma república, y trasplantada al apacible vallecito de Mendi-errea vegetaba allí con extraordinaria lozanía y ópimo fruto.

Señor de aquella casa era entonces Martín Sanchez de Aranguren, que siguiendo la tradición de sus antepasados, buscaba la gloria por caminos muy distintos de aquellos por donde la buscaban los caballeros principales de su tiempo; aquellos caminos eran los de la paz y el trabajo bendecidos de Dios, aunque odiados de la generalidad de los hombres.


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23 págs. / 41 minutos / 51 visitas.

Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

Una Clase de Gimnasia

Roberto Arlt


Cuento


—Un... dos...; pierna izquierda adelante...; manos a la nuca...

La fila de hombres, con pantalón azul hasta la rodilla, alpargatas enyesadas y busto desnudo, avanza en puntas de pie por el tablado del gimnasio. Los brazos del profesor resaltan como las bielas de un motor sobre el rojo de su camisa y el azul de su pantalón prendido con presillas bajo el arco de las zapatillas. Los alumnos de gimnasia caminan dificultosamente, tensos los músculos del cuello por el esfuerzo que hacen al mantener la punta de los dedos envarados sobre la nuca.

—Pecho adelante, barba recogida, doblen bien las rodillas...

Caminan como si nunca lo hubieran hecho, y más padecen los de gigantesca estatura que los pequeños y esmirriados.

Simoens, el telegrafista, cierra los ojos, luego los abre, y no pierde nunca la noción de la distancia. Después del poste donde se marcan los puntos que se hacen jugando al “baseball”, está la barra; después las escaleras horizontales; luego el estante con las clavas y los bastones; después las poleas. Un “puchimball” cuelga en un ángulo su pelota de cuero ennegrecido por los puñetazos, y Simoens se divierte cada vez que pasa frente al “puchimball” en lanzarle un golpe al soslayo. Esta travesura de escolar es imitada por alguno que otro hombre. Todos tienen más de veinte años de edad y distintos motivos para hacer gimnasia.


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5 págs. / 10 minutos / 48 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2023 por Edu Robsy.

El Primer Rancho

Javier de Viana


Cuento


Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.


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1 pág. / 1 minuto / 39 visitas.

Publicado el 11 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Experiencia

José Echegaray


Cuento


Don Tomás Barrientos era persona de juicio y de prudencia. Nunca tomaba resolución alguna sin meditarla largo rato y sin pesar antes las ventajas y los inconvenientes en balanza de precisión.

No, hombre precipitado no lo era don Tomás. Y no se fiaba de su razón, ni de sus impulsos naturales, ni de su instinto, sino que pesaba y medía las cosas y las contrastaba en la experiencia propia y en la ajena.

A la experiencia le profesaba don Tomás Barrientos culto respetuoso.

En lo pasado decía él que estaba escrito lo porvenir, y que allí debía buscar todo hombre las reglas de su conducta.

El raciocinio á priori era engañoso, propio solo de idealistas insustanciales y de los viejos siglos de la Metafísica.

Y así él, siempre que había de tomar una resolución en asuntos de cierta importancia, buscaba en su memoria ó en los apuntes de su diario algún caso análogo, y en él tomaba enseñanza, y por sus enseñanzas se decidía á ejecutar tales ó cuales actos.

Pero como el diablo es travieso y á quien más le gusta atormentar es al hombre prudente, la experiencia le solía dar soberanos chascos á don Tomás Barrientos.

Vaya de ejemplos:

Llegaba el 15 de Octubre, y el diario le decía que el día 15 del Octubre anterior había hecho frío, y que por no llevar ropa de invierno había cogido un terrible catarro, que á poco más se gradúa de pulmonía.

Pues aunque el termómetro marcaba 18º á la sombra y algunos más al sol, don Tomás vestía ropa de invierno, mediante cuya precaución sudaba más de lo justo, y se acatarraba también.

Pero no por esto perdía confianza en la experiencia, porque observaba que el año anterior había sido bisiesto y que el corriente no lo era, con lo que corregía de este modo el precepto experimental; en los años bisiestos hay que ponerse ropa de invierno el 15 de Octubre; cuando no lo son, hay que consultar el termómetro.


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5 págs. / 10 minutos / 25 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

Juan Ramón y el Otro

Manuel Chaves Nogales


Cuento


Paré en seco y me quedé escuchando. La calle estaba silenciosa y desierta. Me pareció haber oído unos pasos que me seguían muy de cerca. Pero debió ser una alucinación. Eché a andar de nuevo, pegado a las fachadas de las casas, negras y altas como las cortaduras de un abismo, por cuyo fondo iba yo divagando. Sólo había luz en una ventanita alta como el firmamento, detrás de cuyos cristales una figura de hombre aparecía inmóvil. ¿Qué haría aquel tipo allí a aquellas horas?

Seguí caminando a la deriva y volví pronto a sumirme en mis imaginaciones. Había estado trabajando penosamente durante todo el día en beneficio de mi patrón; después, en casa, había consagrado un par de horas a los míos; luego, en el café, me dediqué a los amigos. Ahora, mientras callejeaba, me adjudicaba un poco de tiempo a mí mismo, al pobre Juan Ramón, a mi inevitable compañero de siempre, Juan Ramón.

Me entretenía en ir poniendo un poco de orden en mis asuntos, mientras recorría de madrugada las calles solitarias. Tenía muchos problemas que resolver; problemas económicos, problemas espirituales, problemas de conducta. ¡Pobre Juan Ramón, tan insignificante dentro de su gabancillo y con tan graves preocupaciones! Al dar la vuelta a una esquina volví a detenerme súbitamente. Juraría que alguien caminaba junto a mí. Me quedé quieto y callado, atento a los leves ruidos de la ciudad en el conticinio. Un «auto» runruneaba débilmente a lo lejos, y a mi lado el mechero de un farol de gas se distraía aprendiendo a silbar.

—Bah –pensé–. Debe ser el eco de mis propios pasos. Seguí caminando sumido en mis preocupaciones y sin hacer caso ya de aquellos pasos que sonaban claros y distintos a compás de los míos. Iba preguntándome cómo era tan insensato que soportaba aquella vidilla afanosa y triste de pobre hombre que llevaba, cuando sentí que me cogían suavemente del brazo, y con un tono tan familiar, que no me causó la menor sorpresa, me decían:


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4 págs. / 8 minutos / 18 visitas.

Publicado el 9 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

El Matadero

Esteban Echeverría


Cuento


A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América que deben ser nuestros prototipos. Temo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo de 183… Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia adoptando el precepto de Epitecto, sustine abstine (sufre, abstente) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, solo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula…, y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.


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19 págs. / 33 minutos / 3.425 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Horno

José de la Cuadra


Cuentos


Barraquera

I

Los días de entre semana, a las doce quedábase el mercado vacío de compradores. La última cocinera rezagada cruzaba ya la puerta de salida, llevando al brazo la cesta de los víveres y balbuciendo maldiciones contra el calor y contra la entrometida perra que la jaló de las patas.

—¡Mejor mi hubieran dejao podrir en la pipa'e mi madre…!

—No blasfemée, vecina, que tienta a Dios.

—¡ Pa lo que a Dios le importa una!

—Récele a San Pancracio.

—Ese, sí; ese es milagroso.

—Y li oye al pobre.

—No, comadre; li oye al rico.

Ña Concepcioncita escuchaba, devota, medrosa. Se santiguaba repetidamente, precavida. Para no pecar. Porque también los oídos pecan.

Ella permanecía en su barraca, esperando la portavianda del almuerzo, que se la traía un longuito "suyo" que mercó en Licto y que se llamaba Melanio Cajamarcas. Esperaba, también, vagamente, a cualquier marchante ocasional —algún montuvio canoero, de esos que se van con la marea, "verbo y gracia"—, que le completara la venta horra de la jornada.

Mientras tanto, soñaba.

Esta hora caliente del mediodía, que le sacaba afuera el sudor hasta encharcarle las ropas, le propiciaba el recuerdo y la ensoñación.

Ña Concepcioncita ni podía explicarse por qué le ocurría aquello, ni le había pasado por la mente el explicárselo; pero, era lo cierto que le ocurría.

Lo más cómodamente que era dable arrellanaba las posaderas en el pequeño banquito que, tras el mostrador y entre los sacos de abarrotes, le servía de asiento; dejaba descansar sobre los muslos rollizos, hinchados de aneurismas, la barriga apostólica; cruzaba contra las mamas anchotas los brazos; cerraba a medias los ojos; y recordaba, y soñaba…


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95 págs. / 2 horas, 47 minutos / 2.365 visitas.

Publicado el 28 de abril de 2021 por Edu Robsy.

El Gato con Botas

Charles Perrault


Cuento infantil


Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.

El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:

—Mis hermanos, decía, podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.

El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:

—No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.

Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.

Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:


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4 págs. / 8 minutos / 2.348 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Rayo de Luna

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

—¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas veces su madre.

—No sabemos —respondían sus servidores:— acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.


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11 págs. / 19 minutos / 2.144 visitas.

Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

A la Conquista de un Imperio

Emilio Salgari


Novela


Primera parte. A La Conquista De Un Imperio

1. Milord Yáñez

La ceremonia religiosa que había hecho acudir a Gauhati —una de las ciudades más importantes del Assam indio— a millares, y millares de devotos seguidores de Visnú, llegados desde todos los pueblos bañados por las sagradas aguas del Brahmaputra, había terminado.

La preciosa piedra de salagram, que no era otra cosa que una caracola petrificada —del tipo de los cuernos de Ammón, de color negro—, pero que ocultaba en su interior un cabello de Visnú, el dios protector de la India, había sido llevada de nuevo a la pagoda de Karia y, probablemente, escondida ya en un lugar secreto conocido solamente por el rajá, sus ministros y el sumo sacerdote.

Las calles se vaciaban rápidamente: pueblo, soldados, bayaderas y tañedores se apresuraban a regresar a sus casas, a los cuarteles, a los templos o a las fondas para refocilarse después de tantas horas de marcha por la ciudad, siguiendo el gigantesco carro que llevaba el codiciado amuleto y, sobre todo, el divino cabello cuya posesión envidiaban todos los estados de la India al afortunado rajá de Assam.

Dos hombres, que destacaban por sus ropas, muy distintas a las que vestían los indios, bajaban lentamente por una de las calles centrales de la populosa ciudad, deteniéndose de vez en cuando para cambiar unas palabras, en particular cuando no tenían cerca hombres del pueblo ni soldados.

Uno era un hermoso tipo de europeo, sobre la cincuentena, con la barba canosa y espesa, la piel un poco bronceada, vestido de franela blanca y con un ancho fieltro en la cabeza, parecido al típico sombrero mejicano, con unas bellotitas de oro en torno a la cinta de seda.


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349 págs. / 10 horas, 11 minutos / 2.035 visitas.

Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

4748495051