Un mediodía de primavera, mi padre que se paseaba, como era su
costumbre, por el corredor interior de las casas del fundo, me dijo:
—Tienes que ir luego a los potreros de abajo, a Los Montes, porque
don Calixto me ha mandado decir que mi medianía estaba mala y se le
pasaban mis animales. Anda con el Candelilla para que te señale bien.
Llamé en voz alta y tendí mis miradas por el largo corredor, en cuyo
extremo se agrupaban los peones que esperaban el pago, y no vi entre
ellos, al llamado Candelilla. Allí estaban, afirmados en los pilares o
paseándose y mirando cavilosos el suelo, algunos trabajadores que
conocía desde la niñez.
El viejo don Bartolo; el hercúleo Juan Sierra; el Chercán, vejete
pequeflito apergaminado, vestido de andrajos; el borracho y fiel regador
del potrero de Santa Teresa, don Sosa; Núñez, el bodeguero; éstos eran,
puede decirse, los criollos, los aborígenes del fundo; pero Candelilla
no estaba.
El apodado Candelilla, a causa tal vez de sus ojos claros y rubios
cabellos, era una especie de vagabundo, casi siempre invisible para mí, y
muy popular en esos contornos. Sabía yo vagamente que era algo así como
un ayudante intermitente del cuidador de animales, sin sueldo y con
ración, solamente cuando trabajaba; que muchas noches llegaba a la
cocina de las casas a comer cualquier cosa de los restos; que en los
veranos, cuando llegaba la época de los cortes y cosechas de trigo,
emigraba al sur, a Traiguén, la Victoria, la Frontera, en busca de
trabajo, llegando, después, en invierno y entradas de primavera, a
refugiarse al calor del fogón hospitalario de las cocinas, como tantos
otros.
De pronto, del grupo de peones una voz ronca, alegre, burlona, de acento despreciativo, dijo:
—Patrón, allá viene el Candelilla...
Se escuchaban risas contenidas...
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