Con un cielo luminoso, brillante como plata
bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente.
Las cañadas desbordaban, empujando las guías
hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie
de laguna.
Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío.
Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido,
pródigo de luz.
En la cocina, donde ardía un fogón enorme,
el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba
el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un
continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para
la china Dominga, un inacabable tragín de amasar
y freir tortas mientras se contaban cuentos,
simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos
a cada instante por comentarios más
o menos ocurrentes.
El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero
tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones
y de las críticas. Su relato sobre las
aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido,
más quizá que a falta de interés en la narración,
a las observaciones hostiles del viejo Romualdo,
el famoso contador de cuentos, que esa tarde se
había negado obstinadamente a complacer al
auditorio.
Don Omualdo restaba furioso porque el patrón
no había querido regalarle el único potrillo
«rabicano» de la marcación del año.
—Elegí otro,—había dicho don Juan.
—Ya aligió ese yo.
—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.
—Rabicano no más.
—Rabicano no. Dispués, cualquiera.
—Dispués, denguno.
Y no eligió.
Quedó tan rabioso que casi no hablaba; él,
que cuando no tenía con quien hablar, hablaba
con los perros, con los gatos, con las gallinas o,
en último extremo, consigo mismo.
—«Jesucristo estaba con su partida en el monte
de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo
le interrumpió:
—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no
conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que
yo no conozca . . .
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