Fermín
había sido siempre de carácter raro. Se le veía en silencio vagar
largas horas por el campo, solo y sin objeto, de día o de noche, lo
mismo a pie que a caballo. Si lo detenía alguien para preguntarle
qué hacía, lo miraba sorprendido como si despertara de repente sin
haber oído, y después de repetírsele la pregunta, contestaba
invariablemente:
—Nada; tomo el fresquito.
Y a veces hacía un sol que
achicharraba.
Una tarde de un día de esquila, varios peones
dormían la siesta debajo de un galpón, y entre ellos estaba Fermín,
tendido sobre una carona, recibiendo todo el sol que le caía a
plomo, haciéndolo sudar a mares como si lo derritiera. Enfrente del
galpón estaba la casa: un rancho inclinado que parecía quererse
echar a la sombra de los álamos, cuyas ramas se doblaban agobiadas
por el calor, y un poco más allá, se veía el ancho y bajo corral
lleno de ovejas, que, ansiosas de sombra, se apiñaban en grupos
jadeantes y embrutecidas.
Temprano había empezado la tarea. Las ovejas
agarradas y maneadas en el corral, eran llevadas al galpón y
colocadas sobre cueros tendidos expresamente; y allí los paisanos,
casi todos trayendo chiripá de merino o arpillera, inclinados sobre
el animal, en cuclillas unos y otros arrodillados, manejaban
hábilmente la tijera de esquilar, quitando el vellón, que entero y
limpio otros ataban con un hilo.
Eran quince los que trabajaban, y sólo bromas
livianas y el resoplido de cansancio que lanzaban los animales por
las móviles narices de su apretado hocico, resaltaban sobre el
áspero e incesante chirriar de las tijeras. De cuando en cuando
alguien concluía, y una oveja era soltada, saliendo del galpón a
tropezones, entumida por las ligaduras, extrañada de ver a sus
compañeras tan feas y sentirse desnuda, sin el vestido que hacía un
año no mudaba.
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