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Un Parecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la entablamos en aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas a un tiempo atractivos e insolubles; y siempre —aunque no escaseaban las disertaciones— quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:

—La belleza no es nada.

Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y fue así:

—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes una oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno… Todo eso estaba en nuestra retina… , y en ninguna parte más.

—¡Vaya una gracia! —exclamamos—. Si empieza usted por dejarnos ciegos…

—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?

—¡Ah pícaro! —protestó el escultor—. ¡Se refugia usted ahí… , porque es donde menor refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que, privado de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el torso de una estatua griega…


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 51 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Padre de Familia

Antón Chéjov


Cuento


Lo que voy a referir sucede generalmente después de una pérdida al juego o una borrachera o un ataque de catarro estomacal. Stefan Stefanovitch Gilin despiértase de muy mal humor. Refunfuña, frunce las cejas, se le eriza el pelo; su rostro es cetrino; diríase que le han ofendido o que algo le inspira repugnancia. Vístese despacio, bebe su agua de Vichy y va de una habitación a otra.

—Quisiera yo saber quién es el animal que nos cierra las puertas. ¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden que en una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el demonio se lleve a quien viene!

Su mujer le advierte:

—Pero si es la comadrona que cuidaba a nuestra Fedia.

—¿A qué ha venido? ¿A comer de balde?

—No hay modo de comprenderte, Stefan Stefanovitch; tú mismo la invitaste, y ahora te enfadas.

—Yo no me enfado; me limito a hacerlo constar. Y tú, ¿por qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y disputando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la mujer, la compañera de la vida, permanece sentada como una muñequita; no se dedica a nada; sólo busca la ocasión de querellarse con su marido. Es ya tiempo que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

—Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te duele el hígado.

—¿Quieres buscarme las cosquillas?

—¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

—Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 131 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Ojito, Dos Ojitos, Tres Ojitos

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Una mujer tenía tres hijas: la mayor se llamaba Un Ojito, porque sólo tenía un ojo en medio de la frente; la segunda se llamaba Dos Ojitos, porque tenía dos ojos como todo el mundo; y la tercera se llamaba Tres Ojitos, porque tenía los dos de todo el mundo, más uno de propina en la frente. Y como la segunda era igual que todas las personas, ni su madre ni sus hermanas la podían soportar. Siempre le estaban diciendo:

— ¡Qué niña más ordinaria! No te distingues nada de la gente corriente; no pareces de nuestra familia.

Y la trataban mal, la vestían con los peores trajes y no le daban de comer más que las sobras.

Un día, la mandaron al campo a cuidar la cabra; y la niña estaba llorando porque tenía hambre. En esto, vio a una mujer que le dijo:

— Dos Ojitos, ¿por qué lloras?.

— ¡Ay, soy muy desgraciada! Tengo dos ojos como todo el mundo, y ni mi madre ni mis hermanas me quieren; siempre me están empujando, me dan los vestidos rotos y me dejan sin comer. Hoy he comido tan poco, que me estoy muriendo de hambre.

Y la mujer que era un hada, le dijo:

— No llores más; voy a decirte unas palabras mágicas, para que ya nunca vuelvas a pasar hambre. Basta que digas a la cabra: “¡Bala, cabrita!

¡Cúbrete, mesita! ”. Y, en cuanto lo digas, aparecerá delante de ti una mesa llena de platos muy buenos, y podrás comer todo lo que quieras. Cuando termines de comer, dirás: “¡Bala, cabrita!

¡Quítate, mesita!”. Y la mesa desaparecerá.

El hada se marchó, y Dos Ojitos se quedó pensando: “ Voy a probar si todo eso es verdad, porque tengo mucha hambre”. “¡Bala, cabrita!


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6 págs. / 10 minutos / 264 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Un Nuevo Caso de Marriage en Trois

Pablo Palacio


Cuento


Habían quedado con las bocas muy juntas, acariciándose, cuando de improviso Elvira se puso en pie de un salto; hacía ascos y escupía.

—¡Ay!… ¡Ay!… ¡Jesús!

Don Antonio, sin preocuparse, conociendo que las mujeres hacen aspavientos por nada, preguntó entre dientes, arrebujándose entre las sábanas:

—A ver, hijita, veamos: ¿qué pasó?

Ella se horrorizaba cada vez más, acentuando su mohín asustado.

—¡La mosca, por Dios, la mosca! Se nos ha metido entre las bocas.

Entonces el Maestro se estremeció levemente: había sentido un suave cosquilleo que le avanzaba por los labios; luego le saltó a la frente y bajó de prisa por el perfil de la nariz; por último, algo voluminoso que aleteaba con furia invadió sin compasión una de las ternillas y zumbando dio con su cuerpo por todas aquellas escondidas cavidades. Recoledo se sentó bruscamente sobre el lecho y estornudó con fuerza. ¡Qué barbaridad! Entre sus brazos sudorosos estrechaba una tibia almohada y a su lado no había nadie.

Al recordar los pasajes ardientes de su sueño, tuvo vergüenza de sí mismo y si en ese momento viera a Elvira, seguramente le habría pedido perdón de rodillas. ¡Era un insulto profanarla así, en sueños, cuando ni siquiera se habría atrevido a confesarle su amor al estar junto a ella!… En fin, era hombre y débil… ¿qué le iba a hacer?…

Con el dedo meñique empezó a escarbarse pensativamente las narices y con el índice de la otra mano se restregaba los ojos. ¡Que no supiera nadie que un hombre tan serio como él disparataba a oscuras de esa manera!

Antonio Recoledo era un individuo bajito, rechoncho y algo miope. Cuando salía a la calle usaba siempre sombrerito hongo, lentes y ropa negra de medio uso. Tendría unos cuarenta años y ya era célebre.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 45 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

Un Noviazgo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

No sé cómo se llama la calle, mejor dicho, calleja; sólo sé que es una de tantas como se encuentran en el Madrid viejo: su empedrado, de guijas puntiagudas, es de los más primitivos é incómodos; las aceras las forman losas desgastadas, rotas, hendidas; las fachadas de las vetustas casas ofrecen un tono de ocre sucio.

El sol jamás acaricia esta callejuela, desde donde se ve el cielo como un jirón. La luz cae desmayada, y á todas horas, y en todos los momentos, reina un ambiente de melancolía y de sordidez que angustia. Los pasos del transeúnte resuenan lo mismo que en una caverna en esta vía siempre solitaria, en la cual sus vecinos pueden cómodamente estrecharse las manos de balcón á balcón, y fisgonear cuanto ocurre en el domicilio ajeno.

Una tarde, al pasar por la calleja, me sorprendió ver asomada al balcón de un primer piso á una preciosa muchacha, tipo neto de madrileña, con ojos que se abrían ensoñadores en su rostro pálido, de líneas suaves y correctas; cerca de la comisura de los labios, pétalos de rojo clavel, destacábase un lunar.

Seguí mi camino, y sin saber por qué, la loca de la casa —loca de remate en los que gustamos de «sorprender» historias de almas— se entregó á divagaciones acerca de la causa harto pueril de que se asomara al balcón en un sitio como aquél una joven como la del lunar.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 44 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Negocio Interrumpido

Javier de Viana


Cuento


El «Almacén, Tienda y Ferretería de la Villa de Venrell» encontrábase atestado por los parroquianos.

Era un sábado; antes de mediodía se esperaba la galera en viaje a la capital provinciana, y allí habían de merendar los pasajeros. Con tal motivo afluía la gente del pago; quienes para embarcarse, otros para despachar correspondencias y encomiendas, muchos por simple curiosidad y los más buscando un pretexto para llenar las horas ociosas con interminables partidas de truco y copiosas libaciones de ginebra y caña.

En el interior de la pulpería, sentado junto al mostrador, estorbando a los mozos y a los parroquianos, encontrábase don Sempronio, estanciero de las inmediaciones, rico en otro tiempo, arruinado ahora por sus vicios, el alcohol y el juego, engendradores de la pereza y el despilfarro.

Ralas y descuidadas las barbas de un rubio de flor de choclo, la mirada vidriosa e incierta, multiarrugada la pie! del rostro, terrosos e inexpresivos los labios, era una de esas piltrafas humanas para quienes no se puede experimentar compasión porque asquean e indignan.

Por cuarta o quinta vez, golpeó con el puño el mostrador, gritando a un mozo, con voz enronquecida:

—¿Cuándo me vas a trair la caña?... ¿L'han mandao buscar a l'Habana o l'están haciendo en l'estiba?...

—¡No s'apure, don Sempronio, c'ai mocha genta!—. respondió don Jaime, el catalán pulpero, con mucha menor grosería de la que acostumbraba a gastar con sus parroquianos en general, y particularmente con aquel que pertenecía a la clase de los que ordenan: «Apunte... y no haga fuego»..

Y la sorpresa del estanciero subió de punto cuando vió que, pocos minutos después, don Jaime servía y le aportaba personalmente un cuartillo de caña

—¿De qué lao me pensará chumbiar, porq'el noy no da puntada sin ñudo?—pensó con cierto recelo.

Y luego bebiendo, concluyó con filosófica despreocupación:


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 29 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Un Náufrago

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el lindero del castañar, a orillas del camino real, sobre una piedra que por su forma parece un asiento diestramente labrado, se sitúa todas las tardes un mendigo; un viejo, que apoyando la barba en los puños y éstos en la cayada del palo que le sirve de bastón, nos mira pasar y nada nos pide, únicamente cuando nos ve cerca descruza las manos, se lleva la diestra al abollado sombrero de copa alta, y nos hace un saludo ceremonioso y cortés.

Porque habéis de saber que ese mendigo no es ningún aldeano. Podría la mugrienta chistera, más rizada que un acordeón y más espeluznada que si hubiese presenciado un horrendo crimen, proceder de alguno de esos regalos irónicos que se hacen a los pobres, y que ellos —desventuradillos— no tienen más remedio que aceptar y usar; pero jamás se reduciría un hombre nacido en el surco, a mendigar de levita, pantalones, chaleco y camisola. El labriego pobre no pierde el derecho al harapo y abrigado cómodo, a la ropa que deja juego a los brazos y agilidad a las piernas. Este viejo de la linde del castañar, en su vida destripó terrones.

Así es que, cuando le llamáis para socorrerle, no os atreveríais a dejar caer en su extendida mano —una mano fina, larga, de corvas uñas— el perro grande que colma la ambición del labriego. Lo que la dais es, por lo menos, la pesetilla. Y al oír de labios del viejo una frase muy pulida y acicalada, un «Mil gracias señora, quedo reconocidísimo a su bondad», os entra una vergüenza muy grande, y quisierais haberos corrido con un duro, o poder llevar a vuestra casa al distinguido pordiosero, enjabonarle y sentarle a vuestra mesa, pues sentís en él a un igual vuestro, en lo único que realmente nivela a los hombres: la buena educación.

Aunque paséis cien veces por la carretera sin detener el coche para dar limosna al viejo, él os saludará con la misma afabilidad hidalga, sin dar muestra de impaciencia o de contrariedad.


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 128 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Muerto con Anteojos

José Fernández Bremón


Cuento


—¿En qué distingue usted a los cuerdos de los locos? —preguntaba una vez a un alienista.

Y el profesor me contestó sonriendo:

—En que unos hacen locuras y otros no.

El vulgo es quien declara locos a los que no puede aguantar: el médico confirma su fallo y los encierra. Pero hay locos benignos para quienes jamás se llama al médico: pasan por personas extravagantes y graciosas, a quienes se utiliza en lo que tienen de sensatos, y cuyas rarezas nos distraen y divierten. El mundo sería muy monótono si sólo tolerase a las gentes juiciosas y formales; pero tiene sus peligros la confusión de los cuerdos y los locos; hay hombre a quien le toca una mujer que parece elegida en el Nuncio de Toledo.


* * *


Hace pocos días ha fallecido en Madrid uno de esos locos tolerados o cuerdos con manías: serio, formal, entendidísimo, al dirigir la contabilidad de una casa de comercio, parecía su imaginación como dislocada algunas veces en lo referente a su persona. ¿Era que se deleitaba en producir la hilaridad en sus amigos, como goza Mariano Fernández cuando al aparecer en las tablas el público se ríe?

Recibí la esquela fúnebre del señor don Ibo R. y vestido de negro me encaminé a la casa mortuoria, por cuya reja, baja y abierta, trepaban con curiosidad niños, hombres y aun mujeres que daban muestras de extraordinario regocijo.

—¡Vaya una ocurrencia! —decían unos—: no he visto cosa igual.

—¡Se han olvidado de quitárselos! —añadían otros.

—Un muerto con anteojos. ¡Ja, ja, ja!

Cuando entré en la casa, no pude menos de sonreír involuntariamente ante el difunto, sobre cuyos ojos cerrados relucián las inútiles gafas; luego dije gravemente a Tomás, el criado, el compañero, el testamentario de don Ibo:

—Esto es un sarcasmo. ¿Cómo ha tenido usted el valor de colocar esos anteojos?


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2 págs. / 4 minutos / 14 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

¡Un Millón!

Pedro Muñoz Seca


Teatro, Comedia


A Don Elías Ahuja y Andría

ACTO PRIMERO

Una botica. Al foro, el reverso de la anaquelería de la farmacia con sus característicos botes; en el centro de la misma, un arco que da paso a la tienda y a la calle, y sobre él, una fotografía ampliada de un simpático y barbudo señor. A la derecha, una mesa camilla, algunos sillones lebrijanos, etc. Y a la izquierda, un mostradorcito laboratorio con anaquelería en la pared del lateral. Una puerta en el lateral derecha y otra en la izquierda. Es de día. La acción, en un pueblo andaluz. Es primavera.

(Al levantarse el telón están jugando al tresillo, sentados a la mesa camilla, EL PADRE PÉREZ, sacerdote de gorro y balandrán; DON WAMBA, maestro de escuela; CABRERA, médico cincuentón algo fachendoso, y FARFÁN, que tiene aspecto de bruto, y lo es. En el mostrador manipula DON RAMONCITO, hombre de edad indefinida y de indumento brilloso y anticuado.)

WAMBA:

¡Juego!

CABRERA:

Más.

PÉREZ:

Sólo a espadas.

FARFÁN:

¡Y van ocho, padre Pérez!

PÉREZ:

Con la ayuda del Señor…

CABRERA:

Con la ayuda del Señor, nos está usté asando.

WAMBA:

Como que hase trampas.

PÉREZ:

¡Señor maestro! (A Cabrera.) ¡Doctor! ¿Oye usté?… ¿Yo trampas?

WAMBA:

¡Trampas! Usté juega encomendándose al Todopoderoso…, y lo del cuento: ¡aquí milagritos, no, que nos jugamos el dinero! ¿Quién va?

CABRERA:

Por la mano. (Juegan.)

FARFÁN:


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Dominio público
67 págs. / 1 hora, 57 minutos / 539 visitas.

Publicado el 3 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Un Médico en el Siglo XVI

José Fernández Bremón


Cuento


El doctor don Miguel Martínez de Leyva, después de haber visitado a la esposa del conde de Villar, se disponía a marcharse, cuando al llegar a la cancela fue detenido por el secretario del conde, en su casa de Sevilla, una tarde del año 1583.

—Sea servido vuesa merced de entrar y sentarse en mi aposento, y decirme cómo está su señoría la condesa.

—Mi señora la condesa —dijo el doctor con aire grave cuando se hubo sentado— está apestada; quiero decir, que presenta todos los síntomas patognomónicos del pestífero contagio que hace tres años introdujeron en Sevilla aquellos negros que vimos andar enfermos por las calles, recién desembarcados de una galera de Portugal. Tiene dolores de cabeza, he observado en su cuerpo pintas, y está calenturienta. Todo sea a gloria y alabanza del Señor.

—Luego vuesa merced la encuentra enferma de peligro...

—No me gustan las pintas; tolero los dolores de cabeza de la señora condesa, mientras no la priven del juicio, y en cuanto a la calentura, he visto a algunos morirse de ella hablando; no han aparecido aún los tumores o landres, pero ya irán saliendo, y acaso sean tan duros que no se puedan partir a golpe de hacha.

—¿Y qué se puede hacer contra la peste?

—Lo primero es la limpieza del alma; luego, curar el cuerpo con medicinas apropiadas, y después, buena regla de vida. En cuanto a los remedios, se han de dar según la peste sea causada por corrupción del aire, de la tierra, del agua o del fuego.

—¿Y se sabe de cuál de los elementos procede esta pestilencia?


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 19 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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