Barraquera
I
Los días de entre semana, a las doce quedábase
el mercado vacío de compradores. La última cocinera
rezagada cruzaba ya la puerta de salida,
llevando al brazo la cesta de los víveres y balbuciendo
maldiciones contra el calor y contra la entrometida
perra que la jaló de las patas.
—¡Mejor mi hubieran dejao podrir en la
pipa'e mi madre…!
—No blasfemée, vecina, que tienta a Dios.
—¡ Pa lo que a Dios le importa una!
—Récele a San Pancracio.
—Ese, sí; ese es milagroso.
—Y li oye al pobre.
—No, comadre; li oye al rico.
Ña Concepcioncita escuchaba, devota, medrosa. Se santiguaba
repetidamente, precavida. Para no pecar. Porque también los oídos pecan.
Ella permanecía en su barraca, esperando la
portavianda del almuerzo, que se la traía un longuito
"suyo" que mercó en Licto y que se llamaba
Melanio Cajamarcas. Esperaba, también, vagamente,
a cualquier marchante ocasional —algún
montuvio canoero, de esos que se van con la marea,
"verbo y gracia"—, que le completara la venta
horra de la jornada.
Mientras tanto, soñaba.
Esta hora caliente del mediodía, que le sacaba
afuera el sudor hasta encharcarle las ropas,
le propiciaba el recuerdo y la ensoñación.
Ña Concepcioncita ni podía explicarse por
qué le ocurría aquello, ni le había pasado por la
mente el explicárselo; pero, era lo cierto que le
ocurría.
Lo más cómodamente que era dable arrellanaba
las posaderas en el pequeño banquito que,
tras el mostrador y entre los sacos de abarrotes, le
servía de asiento; dejaba descansar sobre los muslos
rollizos, hinchados de aneurismas, la barriga
apostólica; cruzaba contra las mamas anchotas
los brazos; cerraba a medias los ojos; y recordaba,
y soñaba…
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