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El Vampiro

Horacio Quiroga


Cuento


—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

—¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!

—Óigame: Cuando yo llegué... allá, mi mujer...

—¿Dónde allá?—le interrumpí.

—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?...

Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.

¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!

Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

—¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

—¡No es ella! ¡Ésa no es!


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 2.346 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Fuenteovejuna

Lope de Vega Carpio


Teatro


Personajes

La reina ISABEL de Castilla
El REY Fernando de Aragón
Rodrigo Téllez Girón, MAESTRE de la Orden de Calatrava
Fernán Gómez de Guzmán, COMENDADOR Mayor de la Orden de Calatrava
Don Gómez MANRIQUE
Un JUEZ
Dos REGIDORES de Ciudad Real
ORTUÑO, criado del Comendador
FLORES, criado del Comendador
ESTEBAN, Alcaide de Fuenteovejuna
ALONSO, un regidor de Fuenteovejuna
Otro REGIDOR de Fuenteovejuna
LAURENCIA, labradora de Fuenteovejuna, hija de Esteban
JACINTA, labradora de Fuenteovejuna
PASCUALA, labradora de Fuenteovejuna
JUAN ROJO, labrador
FRONDOSO, labrador
MENGO, labrador gracioso
BARRILDO, labrador
LEONELO, Licenciado en derecho
CIMBRANO, soldado
Un MUCHACHO
LABRADORES y LABRADORAS
MÚSICOS

Parte 1

Salen el COMENDADOR, FLORES y ORTUÑO, criados

COMENDADOR:
¿Sabe el maestre que estoy

en la villa?

FLORES:
Ya lo sabe.

ORTUÑO:
Está, con la edad, más grave.

COMENDADOR:
Y ¿sabe también que soy
Fernán Gómez de Guzmán?

FLORES:
Es muchacho, no te asombre.

COMENDADOR:
Cuando no sepa mi nombre,
¿no le sobra el que me dan
de comendador mayor?

ORTUÑO:
No falta quien le aconseje
que de ser cortés se aleje.

COMENDADOR:
Conquistará poco amor.
Es llave la cortesía
para abrir la voluntad;
y para la enemistad
la necia descortesía.

ORTUÑO:
Si supiese un descortés
cómo le aborrecen todos
y querrían de mil modos
poner la boca a sus pies-,
antes que serlo ninguno,
se dejaría morir.


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41 págs. / 1 hora, 13 minutos / 1.185 visitas.

Publicado el 16 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Historia de Dos Ciudades

Charles Dickens


Novela


PRÓLOGO

Concebí las líneas generales de esta historia cuando representé con mis hijos y amigos el drama de Collin El Abismo Helado. Apoderóse entonces de mí el deseo firme de encarnar el drama en mi persona, y procuré asimilarme, con solicitud e interés especiales, el estado de ánimo necesario para hacer su presentación a un espectador dotado del espíritu de observación.

A medida que me fuí familiarizando con la idea, fueron dibujándose y resaltando las líneas generales hasta llegar gradualmente a adquirir la forma que en la actualidad tienen. Hasta tal extremo se ha posesionado de mí el argumento durante su ejecución, ha dado tanta vida a todo lo que en estas páginas se ha hecho y sufrido, que puedo decir, sin incurrir en exageraciones, que todo lo he hecho y sufrido yo mismo.

Cuantas referencias haga, por ligeras que sean, a la condición del pueblo francés antes o durante la Revolución, serán exactas de toda exactitud, fundadas en los testimonios de personas dignas de fe absoluta. Ha sido una de mis aspiraciones añadir algo a los medios de inteligencia populares y pintorescos de aquella época terrible, bien que firmemente convencido de que no hay quien pueda añadir nada a la portentosa filosofía que encierra la obra admirable de Carlyle.


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Dominio público
445 págs. / 13 horas / 1.582 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Incesto

Eduardo Zamacois


Novela


I

Mercedes dió las buenas noches y salió: iba triste, algo pálida, con las ojeras violáceas y la mirada errabunda y brillante de las mujeres nerviosas a quienes el tósigo de una obsesión impide dormir tranquilas; y los dos viejecitos permanecieron sentados, contemplándose con aire melancólico.

Él ocupaba un cómodo sillón canonjil de ancho y sólido respaldar. Era un anciano como de sesenta años, envuelto en una bata obscura que caía a lo largo de su cuerpo alto y enjuto formando pliegues de majestuosa severidad sacerdotal; el pecho era angosto, el busto débil se encorvaba hacia adelante, obedeciendo a esa viciosa propensión física de las personas que envejecieron sentadas, y sus manos, bajo cuya piel rugosa serpeaban grandes venas azules, asían los brazos del sillón con afilados y amarillentos dedos de convaleciente.

Aquel cuerpo blandengue, enfermizo y tan para poco, contrastaba poderosamente con la cabeza; una cabeza apostólica que recordaba la de Ernesto Renán en sus últimos tiempos, y en la que aparecían acopladas la noble majestad de la vejez y la bizarra gallardía y el vivir heroico de la juventud.


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122 págs. / 3 horas, 33 minutos / 1.428 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Araucana

Alonso de Ercilla


Poesía, poema épico


Prólogo del autor

Si pensara que el trabajo que he puesto en esta obra me había de quitar tan poco el miedo de publicarla, sé cierto de mí que no tuviera ánimo para llevarla al cabo. Pero considerando ser la historia verdadera y de cosas de guerra, á las cuales hay tantos aficionados, me he resuelto en imprimirla, ayudando á ello las importunaciones de muchos testigos que en lo de más dello se hallaron, y el agravio que algunos españoles recibirían quedando sus hazañas en perpetuo silencio, faltando quien las escriba; no por ser ellas pequeñas, pero porque la tierra es tan remota y apartada y la postrera que los españoles han pisado por la parte del Perú, que no se puede tener della casi noticia, y por el mal aparejo y poco tiempo que para escribir hay con la ocupación de la guerra, que no da lugar á ello; así el que pude hurtar le gasté en este libro, el cual, porque fuese más cierto y verdadero, se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel, y en pedazos de cartas, algunos tan pequeños que apenas cabían seis versos, que no me costó después poco trabajo juntarlos; y por esto, y por la humildad con que va la obra, como criada en tan pobres pañales, acompañándola el celo y la intención con que se hizo, espero que será parte para poder sufrir quien la leyere las faltas que lleva. Y si á alguno le pareciere que me muestro algo inclinado á la parte de los araucanos, tratando sus cosas y valentías más extendidamente de lo que para bárbaros se requiere; si queremos mirar su crianza, costumbres, modos de guerra y ejercicio della, veremos que muchos no les han hecho ventaja, y que son pocos los que con tan gran constancia y firmeza han defendido su tierra contra tan fieros enemigos como son los españoles.


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Dominio público
409 págs. / 11 horas, 57 minutos / 362 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

La Flecha Negra

Robert Louis Stevenson


Novela


Prólogo

Cierta tarde, muy avanzada ya la primavera, se oye en hora desusada la campana del Castillo del Foso, en Tunstall. Desde las cercanías hasta los más apartados rincones, en el bosque y en los campos que se extendían a lo largo del río, comenzaron las gentes a abandonar sus tareas para correr hacia el sitio de donde procedía el toque de alarma, y en la aldea de Tunstall un grupo de pobres campesinos se preguntaban asombrados a qué se debería la llamada.

En aquella época, que era la del reinado de Enrique VI, el aspecto que presentaba la aldea de Tunstall era muy parecido al que actualmente tiene. No pasaría de unas veinte las casas, toscamente construidas con madera de roble, que se hallaban esparcidas por el extenso y verde valle que ascendía desde el río. Al pie de aquel, el camino cruzaba un puente y, subiendo por el lado opuesto, desaparecía en los linderos del bosque, hasta llegar al Castillo del Foso, desde donde continuaba hacia la abadía de Holywood. Hacia la mitad de camino se alzaba la iglesia rodeada de tejos. A ambos lados, limitando el paisaje y coronando las montañas, se encontraban los verdes olmos y los verdeantes robles del bosque.

Sobre una loma inmediata al puente se erguía una cruz de piedra, a cuyo alrededor se había reunido un grupo —media docena de mujeres y un mozo alto vestido con un sayo rojizo discutiendo acerca de lo que podía anunciar el toque de rebato. Media hora antes, un mensajero había cruzado la aldea, con tal prisa que apagó la sed con un jarro de cerveza sin desmontar siquiera del caballo, tan urgente era su mensaje. Mas ni él mismo sabía de qué se trataba; únicamente, que llevaba pliegos sellados de sir Daniel Brackley para sir Oliver Oates, el párroco encargado de cuidar del Castillo del Foso en ausencia del dueño.


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Dominio público
153 págs. / 4 horas, 29 minutos / 1.405 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Flor Seca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El conde del Acerolo no había dado mala vida a su esposa; hasta podía preciarse de marido cortés, afable y correcto. Verificando un examen de conciencia, en el gabinete de la difunta, en ocasión de hacerse cargo de sus papeles y joyas, el conde sólo encontraba motivos para alabarse a sí propio: ninguno para que la condesa se hubiese ido de este mundo minada por una enfermedad de languidez. En efecto; el matrimonio —según el criterio sensatísimo del conde— no era ni por asomos una novela romántica, con extremos, arrebatos y desates de pasión. ¡Ah, eso sí que no podía serlo el matrimonio! Y el conde no recordaba haber faltado jamás a estos principios de seriedad y cordura. Se le acusaría de otra cosa; nunca de poner en verso la vida conyugal. La respetaba demasiado para eso. No hay que confundir los devaneos y los amoríos con la santa coyunda. Y no los confundía el conde.

Abiertos el secrétaire y los armarios de triple luna, su contenido aparecía patente, revelando todos los hábitos de una señora elegante y delicada. La ropa blanca, con nieve de encajes sutiles; las ligeras cajas de los sombreros; las sombrillas de historiado puño; el calzado primoroso, que denuncia la brevedad del estrecho pie; las mantillas y los volantes de puntos rancios y viejos, en sus saquillos de raso con pintado blasón; los abanicos inestimables en sus acolchadas cajas; los guantes largos de blanda Suecia, que aún conservan como moldeada la redondez del brazo y la exquisita forma de la mano..., iban saliendo de los estantes, para que el viudo, de una ojeada sola, resolviese allá en su fuero interno lo que convenía regalar a la fiel doncella, lo que debía encajonarse y remitirse al Banco, por si andando el tiempo..., y lo que, a título de recurso cariñoso, debía ofrecer a las amigas de la muerta, entre las cuales había algunas muy guapas... ¡Ya lo creo que sí!


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 252 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Máscara de la Muerte Roja

Edgar Allan Poe


Cuento


LA "Muerte Roja" había devastado largo tiempo la comarca. Jamás epidemia alguna habíase mostrado tan horrenda ni fatal. La sangre era su distintivo y su Avatar, el horror bermejo de la sangre. Producía agudos dolores, vértigos repentinos, y luego, abundante hemorragia de los poros, y la descomposición final. Las manchas escarlata en el cuerpo, y especialmente en el rostro de las víctimas, eran el entredicho fatal que las arrojaba lejos de la asistencia y simpatía de sus semejantes. Y el ataque de la peste—su proceso y su terminación—era sólo cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era afortunado, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios se encontraron despoblados por mitad, convocó a su presencia a un millar de alegres y vigorosos amigos entre los caballeros y damas de su corte, y retiróse con ellos a la reclusión más completa en una de sus almenadas abadías. Era ésta de amplia y magnífica estructura, creación de la propia augusta y excéntrica fantasía del monarca. Circundábanla fuertes y elevadas murallas, provistas de puertas de hierro. Una vez que entraron los cortesanos, se trajeron hornos y pesados martillos y quedaron soldados los cerrojos. Habíase resuelto no dejar medio de ingreso ni salida a los repentinos impulsos de frenesí o desesperación de los que se hallaban dentro. La abadía estaba ampliamente aprovisionada; y con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el temor al contagio. El mundo exterior podía cuidar de sí mismo. Al mismo tiempo era locura apesadumbrarse o pensar en ello. El príncipe había previsto todas las formas de placer. Había bufones, trovadores, bailarines de ballet, músicos, vino y belleza. Todo esto y la salvación se hallaban dentro. Fuera quedaba la "Muerte Roja."

Hacia la terminación del quinto o sexto mes de aislamiento, y mientras la peste arrasaba furiosamente afuera, el príncipe Próspero entretenía a sus amigos con un baile de máscaras de inusitada magnificencia.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 4.083 visitas.

Publicado el 24 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte de Isolda

Horacio Quiroga


Cuento


Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de vecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco balcón.

Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro, aún bien hermoso, están en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.

Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fué asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un momento de inmovilidad de ambas partes, se saludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.

—Se conocen—me dije—y no poco.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 336 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Sirenita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

—¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

—Todavía eres demasiado joven —respondió la abuela—. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.


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7 págs. / 12 minutos / 1.390 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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