Textos más populares este mes publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 5 de noviembre de 2020 | pág. 2

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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 05-11-2020


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Los Misioneros

Javier de Viana


Cuento


Punteaba el día cuando el teniente Hormigón montó a caballo y abandonó el festín, en cumplimiento de la orden recibida.

Iban, a la cabeza, él y Caracú, el sargento Caracú, correntino veterano, indio fiero, agalludo, más temido que la lepra, el «lagarto», la raya y la palometa juntos—haciendo caso omiso de los tigres, de los chanchos y de los mosquitos,—que son los bichos más temibles del Chaco.

Además, Caracú era un baqueano insuperable. Conocía la selva casi tan bien como los tobas y los chiriguanos, porque la había recorrido en casi todos sus recovecos unas veces persiguiendo a los indios, en su carácter de policía, y otras veces persiguiendo a las policías en su papel accidental de «rerubichá» toba o chiriguano.

Después de todo, buen gaucho. Caracú; guapo y alegre, ligero para el cuchillo, para el trago y para «la uña» y ni aun lo de «la uña» era ofensivo, en el medio.

Durante la primera media hora de tramo mulero, el teniente Hormigón se mantuvo dignamente silencioso, guardando la orgullosa altivez que corresponde a un oficial de «caballería». Pero pasada aquella, la juventud triunfó y no pudo resistir al deseo de entablar conversación con su subalterno. Al penetrar un rizado amplio que formaba una estanzuela bastante bien poblada, preguntó:

—¿De quién es este campo?

—De quién es aura no sé, señor,—respondió maliciosamente el sargento:—Un tiempo fué del guaicurú Añabe, que se lo robó al gallego Rodríguez; y dispués jué del comisario Pintos, que se lo robó al indio Añabe; y cuando Pintos dejó de ser comisario, se lo robaron los alemanes del obraje grande... Aura no sé quién lo habrá robao, aura...


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Gurí

Javier de Viana


Novela corta


Para Adolfo González Hackenbruch

I

En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo, perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir la abrasada caricia vivificante.

Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho, aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas solitarias.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Aves de Presa

Javier de Viana


Cuento


Julio Linarez era uno de esos hombres en los cuales el observador más experto no habría podido notar la rotunda contradicción existente entre su físico y su moral.

Frisaba los treinta; era de mediana estatura, bien formado, robusto; su rostro redondo, de un trigueño sonrosado, su boca de labios ni gruesos ni finos, su nariz regular, sus ojos grandes, negros, límpidos, si algo indicaban, era salud y bondad, alegría y franqueza.

Sin embargo, Julio Linarez tenía un alma que parecía hecha con el fango del estero, adobado con la mezcla de las ponzoñas de todos los reptiles que moran en la infecta obscuridad de los pajonales.

Su mirada era suave, su voz cálida, y armoniosa, su frase mesurada, sin atildamientos, sin humillaciones y sin soberbias.

Pero ya no engañaba a nadie en el pago, donde su artera perversidad era asaz conocida, bien que no se atreviesen a proclamarlo en público, por la doble razón de que se le temía y de que su habilidad supo ponerlo siempre a salvo de la pena. Sus fechorías dejaron rastro suficiente para el convencimiento, pero no para la prueba.

Era prudente, frío, calculador.

En la comarca, grandes y chicos, todos conocían la famosa escena con Ana María, la hija del rico hacendado Sandalio Pintos, en la noche de un gran baile dado en la estancia festejando el santo del patrón.

Ana María sentía por Julio aversión y miedo, lo cual no obstaba a que él la persiguiera con fría tenacidad. En la noche de la referencia, ni una sola vez la invitó a bailar, aparentando no preocuparse absolutamente de ella.

Sin embargo, ya cerca de la madrugada, en un momento en que Ana María, saliendo de la sala atravesaba el gran patio de la estancia, yendo hacia la cocina a dar órdenes para que sirvieran el chocolate, Julio le salió al paso y la detuvo.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Santo Varón

Javier de Viana


Cuento


Don Cupertino Denis y don Braulio Salaverry no eran personas estimadas en el pago.

Y sin embargo eran dos viejos vecinos—pisaban los setenta—estancieros ricos, jefes de numerosa y respetable familia.

Muy trabajadores, muy económicos, quizá demasiado económicos, eran además excelentes cristianos: jamás dejaban pasar un domingo, aunque tronase, aunque lloviera, aunque amenazara desplomarse el cielo, sin levantarse al alba y trotar las doce leguas que mediaban entre sus estancias y el pueblo, para concurrir a la iglesia para escuchar una o dos misas.

Es verdad que en la casa de don Cupertino, como en la de don Braulio, las perradas daban lástima, de lo flacas que estaban.

Pero, vamos a ver. ¿Para qué son los perros?

Para defensa de la casa.

Para que esa defensa sea efectiva es necesario que los perros sean malos.

Ahora bien: el psicólogo menos perspicaz sabe que los perros, lo mismo que los hombres, no son nunca malos cuando tienen la barriga llena. Es decir, pueden seguir siendo malos pero tienen pereza de hacer daño.

Tanto don Cupertino como don Braulio habían tenido oportunidad de constatar que todos los curas son mansos.

También se acusa al primero—y al segundo—de estos honrados estancieros, de dar a los peones comida escasa y mala. Era cierto; pero no lo hacían por tacañería, sino porque la experiencia les había demostrado que lo que se gana en alimentación se pierde en tiempo, y como es axioma que el trabajo dignifica al hombre, el corolario es que será más digno el que trabaje más. Y era a impulsos de ese piadoso concepto que don Cupertino y su colega mezquinaban la comida a sus peones y les hacían echar los bofes trabajando... ¿Qué importan las penas corporales cuando con ellas se hacen méritos ante el Señor?


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Flor de Basurero

Javier de Viana


Cuento


Ana y el viejo cuzco «Cachila» hallábanse de tal modo habituados a insultos y aporreos, que cuando éstos escaseaban sentíanse inquietos temiendo alguna crueldad extraordinaria.

Ana, hija de una de esas almas de fango del suburbio aldeano, había sido recogida por la familia del estanciero don Andrés Aldama y fué a aumentar el número de los numerosos «güachos» criados en el establecimiento.

Como los durazneros, producto de carozos que germinan en los basureros donde fueron arrojados junto con los demás desperdicios de cosas que causaron placer, como esos hijos del desprecio engendrados al azar, Ana hubiera crecido en medio de la indiferencia de todos.

Y así fué durante ocho o diez años. Baja, flacucha, de cara menuda y siempre pálida, crecía igual que las plantas aludidas, sufriendo la ausencia de todo cultivo, nutriéndose con los escasos jugos que les deja la voracidad de los yuyos.

Esa carencia de encantos, unida a la constante adustez de su fisonomía, su parquedad de palabra, su actitud siempre huraña y recelosa, justificaban el menosprecio general de la población de la estancia.

—A más de flaca y fiera, en tuavía es más arisca que aguará,—decían de ella los peones; y en injusto castigo por defectos de que no era culpable, la acosaban con sátiras mordaces y con bromas de una grosería brutal casi siempre.

Pero ocurrió que con la llegada de una precoz pubertad se operó en su físico una repentina y radical transformación.

Las piernas de tero y los brazos de alfeñique y el pecho plano adquirieron en pocos tiempos redondeces impresentidas. Y el rostro, aun cuando se conservó flacucho y menudo, se embelleció extraordinariamente, sin perder, al contrario, acentuándose, la expresión, huraña y agresiva.

—Con la pelechada de primavera, la guacha se ha puesto cuasi linda,—expresó un peón.

—Pero sigue siendo dura de boca,—dijo otro.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Cuento

Javier de Viana


Cuento


—Don Eulalio, cuente un cuento.

—¿Para qué?... Ya tuitos los que yo sé, los he contao. La bolsa está vacida.

—Invente. No es pa ofenderlo, pero siempre me ha parecido que la mitá de sus rilaciones son cosas que nunca jueron, porque por muchos años que lleve en las maletas y muchas cosas que haiga visto y óido, me parece a mí qu'en ninguna cabeza 'e cristiano se pueda apilar tanta historia.

—¿Te parece a vos?

—Me parece que la calavera es un corral chiquito en el que, ni apeñuscadas, caben tantas ovejas.

—¡Potranco mamón!... No te has dao cuenta de que la cabeza de una persona no es un corral, como vos decís, sino un potrero. Allí se crían, engordan y paren las ideas. Unas se van muriendo y se las sepulta: son los recuerdos, como quien dice los dijuntos. En los sesos pasa lo mesmo qu'en la tierra: arriba caben pocos, abajo no s'enllena nunca.

—Y los recuerdos retoñan.

—Como l'albaca...

—Arranque un gajo, viejo, pa perfumarnos esta noche qu'está más desabrida que asao de paleta...

—Ya dije: son cuentas del mesmo rosario.

—No importa: el rosario no aburre cuando tienen habilidá los dedos p'acortar los padrenuestros...

—Contaré entonces... Pueda ser qu'escarbando en la memoria encuentre un grano olvidao.

—¿Quiere un trago 'e giniebra pa facilitar el trabajo?

—Alcance. Siempre s'escarba mejor la tierra ricién mojada... ¡Es juerte esta giniebra!

—Marca Chancho.

—Como chancho se queda, dejuro, el que se zambulla hasta el fondo el porrón...

—Pero usté es nadador...

—¡Como nutria!... En una ocasión m'echaron en un bocoy de caña y quedé boyando tres días...

—¿Y al cuarto día?

—Hice pie; se había secao el bocoy.

—¡Usté es capaz de secar el Río de la Plata!...


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Melitona

Javier de Viana


Cuento


A Mariano Carlos Berro

I

Aquella tarde, doña Melitona había salido más temprano que de costumbre. En Enero, dos horas después del mediodía, el sol castigaba recio y sus rayos quemaban como finísimas agujas de metal enrojecido; y el cielo era azul, azul, hasta el límite distante en que se soldaba con la tierra amarillenta. Del suelo blanquecino, de la costra agrietada, desprovista de yerbas verdes, salpicada de troncos secos, cortos y leñosos, subía el calor reflejo, haciendo vibrar las impalpables moléculas de polvo que flotan en la quietud del aire. A lo lejos, sobre los contornos difusos de la sierra, sobre las áridas alcarrias, se cimbraba la luz en danza voluptuosa. En el lecho de los canalizos blanqueaban los vientres de las tarariras muertas al recalarse el agua, y en el lomo de las colinas negreaban las llagas del "campo en tierra". Los vacunos erraban inquietos, mostrando sus caras tristes, sus flancos hundidos, sus salientes ilíacos, y distribuyendo el tiempo en plumerear con la cola ahuyentando insectos y en buscar maciegas donde hincar el diente. Las ovejas, sin vellón, blancas y gordas, se inmovilizaban en grupos circulares, resguardando las cabezas del baño de fuego que las enloquece; los borregos, en su indiferencia infantil, dormían á pierna suelta.

Doña Melitona avanzaba muy lentamente. Un burdo pañuelo de algodón le protegía el cráneo y la cara; su busto, encorvado y seco, holgaba en la bata de zaraza descolorida, y la falda de percal raído era bastante corta para dejar al descubierto el primer tercio de unas miserables piernas escuálidas, calzadas con medias blancas, que por las arrugas que mostraban tenían semejanza con sacos mal llenados. Viejas alpargatas de lona aprisionaban los grandes pies juanetudos. Con la mano izquierda levantaba las dos puntas del delantal, donde iba depositando las chucas secas que con la diestra arrancaba.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En el Arroyo

Javier de Viana


Cuento


El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego, brillaban las lomas en el tapiz de doradas flechillas, y en el verde de los bajíos cien flores diversas de cien hierbas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el ardiente toldo azul.

En el recodo de un arroyuelo, sobre un pequeño cerro, veíanse unos ranchos de adobe y paja brava, circundados de árboles. El amplio patio no tenía más adornos que un gran ombú en el medio y en las lindes unos tiestos con margaritas, romeros y claveles. El prolijo alambrado que lo cercaba tenía tres aberturas, de donde partían tres senderos: uno que iba al corral de las ovejas, otro que conducía al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, iba a morir a la vera del arroyo, distante allí un centenar de metros.

El arroyo aquel es un portento; no es hondo, ni ruge; sobre su lecho arenoso la linfa se acuesta y corre sin rumores, fresca como los camalotes que bordan sus riberas y pura como el océano azul del firmamento. No hay en las márgenes palmas enhiestas representando el orgullo florestal, ni secas coronillas, símbolo de fuerza, ni ramosos guayabos, ni virarós corpulentos. En cambio, en muchos trechos vense hundir en el agua con melancólica pereza las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los pardos sarandíes. Tras esta primera línea de vegetación vienen los saúcos, el aragá, el guayacán, la arnera sombría, los ceibos gallardos, y aquí y allí, encaramándose por todos los troncos, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan perder sus ramas como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Qué Basilio Mató un Fraile

Javier de Viana


Cuento


Al sentir la detonación del escopetazo y ver caer del caballo al padre Jacinto con la cabeza deshecha, Alfonso, horrorizado, taloneó al matungo, le aflojó la rienda, cruzó a galope el vado y siguió a escape por el camino real, sin dirección y sin propósito.

Iba huyendo, simplemente. Iba huyendo de la espantosa escena presenciada. En los tres años que llevaba al servicio del padre Jacinto, había tenido oportunidad de ver muchos muertos, y de ver morir; pero nunca había visto matar a nadie.

Al pasar, disparando por frente a la comisaría rural, un milico que lo vió y supuso iba con el caballo desbocado, montó, salió a su encuentro y lo detuvo.

El chico sintió crecer su espanto, porque para la mentalidad objetivadora de las sencillas almas campesinas, un crimen es un triángulo con tres vértices igualmente aguzados y peligrosos: el delincuente, la policía y el juez.

La turbación del muchacho, infundió sospechas. Se le sometió a un interrogatorio y él respondió contando lo que sabía y lo que había visto. Su declaración decía textualmente así:

«El jueves cinco salimos de la villa San Pedro, el padre Jacinto y yo para hacer una gira por la campaña. El padre Jacinto era un cura jovencito, recientemente nombrado teniente en la parroquia. Parecía muy pobre, y el párroco, que era viejo y achacoso, le cedió la oportunidad de ganarse muchos pesos, casando y cristianando en excursión campera.

«Habían andado ocho días con resultado bastante halagüeno. Realizaron muchos casamientos y la mar de bautizos, lo que importó una buena suma de dinero y con muy escasos gastos, porque el alojamiento siempre era gratuito y aún no se había consumido una tercera parte de la damajuana de agua bendita que Alfonso llenó en la cachimba del fondo de la iglesia.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Lindo Pueblo!

Javier de Viana


Cuento


Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos: cada año que trascurre se achica algo más.

Tiene muchas calles y pocas casas, un par de docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes hubo más; pero se fueron secando como los paraísos de la plaza.

Y a medida que disminuye la población humana, aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad de perros; pero como todos son perros pobres, le temen a la policía y no se meten con las personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes de los habitantes del pueblo. Don Macario—a quien interrogamos al respecto—nos ilustró diciendo:

—En verano, de siesta, mate amargo y máiz asao.

—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de maíz!

—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua de aquí, hay estancias que tienen chacras.

—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...

—En invierno, es fácil agenciarse una o dos ovejas por semana.

—¿Cómo?

—Pues... carniando como los zorros, en las noches oscuras.

La siesta era, en efecto, algo así como un vicio en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, pues aparte de algunos chicos haraposos y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte por la calle, cuyas pasturas proporcionaban abundante alimento a los matungos de la policía y a las mulas del pulpero, único comerciante del pueblo.

Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto a la policía, estaba constituída por un cabo y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en la trastienda de la pulpería, chupando ginebra y jugando al truco.

—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en este pueblo!—exclamamos.

—Antes habían muchas; pero se acabaron.

—¿Alguna peste?


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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