Hermanos
Juan José Morosoli
Cuento
Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo.
Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí.
Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura.
Los "m’hijo" con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro.
Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido.
Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones.
Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas.
Justina pasaba a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina.
Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro.
* * *
Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho.
Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana.
Dominio público
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Publicado el 6 de abril de 2025 por Edu Robsy.