Textos más populares este mes publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 5

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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 10-05-2021


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Profecía para el Año de 1897

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El Creador de los cielos y la tierra mandó comparecer al Tiempo ante su solio augusto (?), y el Tiempo obedeció sin tardanza.

Hallándose frente a frente los (…) dos ancianos el uno con su senectud augusta y divina (?), su barba extendida como las ondas de un argentado río, su inmenso manto de (…) púrpura, su aureola de rayos y el (…) triángulo, que encierra la paloma sirviéndole de diadema; el otro, descarnado, amojamado, sin más ropaje que un paño amarillento, con las alas fatigadas y peladas de tanto uso, los ojos de brasas, erizadas las greñas, y asiendo la guadaña reluciente y el reloj de arena fatídico. El Creador, sentado apaciblemente en la gloria de su eternidad, y el Tiempo, de pie, impaciente por deslizarse, por huir, por seguir su carrera, que jamás interrumpió.

—Te he llamado —dijo el Creador— para hacerte un bien. No ceso de recibir quejas de ti: los mortales afirman que eres peor a cada paso, y que cada año les das más disgustos.

—Los mortales son un ganado sarnoso, hablando pronto y mal respondió gruñendo el Tiempo. No conocen mi inmenso valor; me desperdician, me derrochan, me echan por la ventana… y después dicen que no me tienen, que les falto; unas veces me acusan de volar, otras de que no me voy nunca: ya discurren medios de matarme, ya lloran porque me han perdido… A bien que no les hago caso y sigo mi camino, siempre igual, siempre indiferente. Ellos pasan, yo prosigo, ¡allá se las compongan!

—Ellos, advirtió el Creador —llevan en sí algo que no pasa, mientras tú, ante la eternidad, representas infinitamente menos que una hoja en una selva. No olvides que también eres mortal, y que no tienes alma. Trata de ser dulce y agradable… Dales, por una vez, un año venturoso. Lo vas a elegir tú mismo. Busca un 1897 que les demuestre mi bondad.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Paria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Y o nunca me entenderé bien con la gente, y acabaré por meterme monja, si no fuese que también hay gente en los conventos —declaró Piedad, guardándose una carta y contestando a una interrogación que le dirigía su amiga Margarita—. ¿Conque me caso con un tapeur? —añadió—. Puede que no fuese ningún disparate… Lo malo es que a mí me gusta comer todos los días; es un vicio que he contraído… Te aseguro que cuando me decida a casarme, ser bajo esa expresa condición: que se comerá los siete días de la semana…

—Tú eres muy excéntrica —advirtió Margarita, que tiene por costumbre escandalizarse a cada momento, con un remilgo de gata pulcra, enemiga de estrépitos y trastornos—. Ni una miss solterona te gana en excentricidad.

—¡Valiente excentricidad la mía! —protestó la muchacha, frotándose activamente con el pulidor las uñas de la mano izquierda; estaban en el tocador las dos amigas, y Piedad se vestía para el teatro—. Mi excentricidad se reduce a hacer cosas naturalísimas, que han llegado a no parecerlo, a fuerza de estar falseando el criterio en todo y por todo.

—¡Mujer! No me digas que es natural lo que se te pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni con los guardacantones. Debes de tener azogue dentro. Parece que buscas quimera, por el gusto de buscarla. ¡Mira que lo que hiciste en el duelo de Artías del Valle! ¡Aquellas carcajadas altas y sonoras!


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Tío Terrones

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el pueblo de Montonera, por espacio de dos meses, no se habló sino del ejemplar castigo de Petronila, la hija del tío Crispín Terrones. Al saber el desliz de la muchacha, su padre había empezado por aplicarle una tremenda paliza con la vara de taray —la de apalear la capa por miedo a la polilla—, hecho lo cual, la maldijo solemnemente, como quien exorcisa a un energúmeno y, al fin, después de entregarle un mezquino hatillo y treinta reales, la sacó fuera de la casa, fulminando en alta voz esta sentencia:

—Vete a donde quieras, que mi puerta no has de atravesarla más en tu vida.

Petronila, silenciosamente, bajó la cabeza y se dirigió al mesón, donde pasó aquella primera noche; al día siguiente, de madrugada, trepó a la imperial de la diligencia y alejóse de su lugar resuelta a no volver nunca. La mesonera, mujer de blandas entrañas, quedó muy enternecida; a nadie había visto llorar así, con tanta amargura; los sollozos de la maldita resonaban en todo el mesón. Tanto pudo la lástima con la tía Hilaria —la piadosa mesonera tenía este nombre—, que al despedirse Petronila preguntando cuánto debía por el hospedaje, en vez de cobrar nada, deslizó en la mano ardorosa de la muchacha un duro, no sin secarse con el pico del pañuelo los húmedos ojos. ¡Ver aflicciones, y no aliviarlas pudiendo! Para eso no había nacido Hilaria, la de la venta del Cojitranco.


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Por Dentro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Vistiendo el negro hábito de los Dolores, en el humilde ataúd —de los más baratos, según expresa voluntad de la difunta—, yacían los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo cierto de la bienaventuranza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.

Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen…, entonces establecía cordial intimidad con el miserable, buscándole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole, hasta salvar y redimir su pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de la familia, repetía esta afirmación: «¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa, era una santa!».


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Restorán

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El que atiende por este alias, sustitución del humilde nombre de Jacobo Expósito, es un golfo cuya edad no se aprecia a primera vista. Por el desarrollo representa de once a doce años lo más; pero si su cuerpo desmedrado parece de niño, sus facciones están ajadas por la miseria y su expresión es precozmente cauta y recelosa. Las criaturas desamparadas aprenden pronto la dura ley de la vida social; el candor de la infancia lo acaparan los ricos. Restorán no recordaba haber sido inocente.

Hay en Madrid gateras a quienes les sale el día bastante bien. Tienen una cara graciosa, un habla suelta, insinuante, labia, desparpajo; saben hacer útiles abriendo portezuelas, avisando simones o recogiendo el pañuelo que se cae; conocen el arte de mendigar, y cuando, al anochecer, repiten «con más hambre que un oso» o reclaman, cual si les debiese de derecho, la «perrilla». Ya en su mugrienta faltriquera danzan las monedas de cobre que les permitirán refocilarse en el bodegón de la calle de Toledo. Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona. Lo que quieren es guita. Ya sabrán gastársela. Tanto para el guisote, tanto para el peñascaró, tanto para coser los zapatos, tanto para la partida de tute… El tabaco no entra en cuenta. Ahí están las colillas.


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Paternidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La romería terminaba felizmente, sin quimeras ni palos. Diríase que, según transcurrían las largas horas de aquella tarde de junio, la alegría iba en aumento aunque disminuyese el ruido, porque los músicos, rendidos de soplar en los cornetines y las flautas y de pegarle al bombo porrazos, se secaban la frente con anchos pañuelos de algodón de colorines, y menudeaban tragos de resolio, a medida del deseo del resecado gaznate. El aire estaba impregnado del olor del pulpo cocido y de la penetrante, húmeda y áspera emanación de la flor del castaño. Nos disponíamos a marchar, emprendiendo el camino de la Vilamorta —antes que cayese la noche y no se pudiese andar por los senderos con el calzado que gastan los señoritos— cuando se nos acercó un viejo «más alumbrado que el Santísimo», según la pintoresca frase del cura de Naya. Venía cantando, mejor dicho, berreando destempladamente, coplas muy religiosas, en honor de Nuestra Señora del Montiño, titular del santuario, y de San Antonio milagroso; y de pronto, entre las canciones edificantes, intercaló una que nos obligó a taparnos los oídos, porque, ¡dianche, picaba la condenada lo mismito que la guindilla!

Por fortuna, el cura de Naya, que en unión del notario de Cebre y el señorito de Limioso nos había acompañado y compartido nuestra merienda, es un sacerdote de muy desahogado genio, corriente y moliente, aunque, eso sí, virtuoso a su manera como el que más. Riose a carcajadas de la facha y el canturrio del viejo, y le llamó haciéndome un guiño, a estilo de quien dice: «Nos vamos a divertir un rato. Verá usted».

—Hola, tío Fidel —preguntole cuando estuvo tan cerca que el vaho de su borrachera llegaba hasta nosotros—, ¿qué tal? ¿Han caído buenos vasos? Estaba de recibo el vino, ¿eh? Porque le veo con muchos ánimos para cantar, y el hombre, ya se sabe, sin un buen vino no vale para cosa ninguna.


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La Sombra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel rey Artasar, que, después de Suleimán o Salomón, fue el más poderoso y el más opulento del orbe; aquél que soñó tener un palacio como jamás se hubiera visto, para albergar en él las magnificencias de su corte y las fantásticas riquezas de su tesoro, alimentó también otro sueño, más modesto en apariencia, pero de realización infinitamente más difícil: el de aumentar su estatura. Porque conviene saber que Artasar el Grande y el Temido era de muy corta talla, y en aquellas edades heroicas se rendía culto a la exterioridad de la fuerza y de la robustez corporal. Y cuando Artasar, descendiendo de su palanquín de cedro, marfil y oro, se dirigía solemnemente al templo en que sus antecesores los Magos habían adorado al Dios vivo y donde aún persistía este santo culto, y el pueblo formaba doble muralla para ver pasar al rey, éste sufría cruelmente en el amor propio al comparar la proyección de su sombra, diminuta y sin majestad, con la de los hercúleos oficiales de su guardia nubiana, o la de los hermosos arqueros del Cáucaso, que le precedían abriendo calle. Como una especie de bufón grotesco que fuese a su lado inseparablemente, burlándose de su grandeza nominal, la ironía de su reducida sombra le acompañaba a todas partes.

Para evitar tan triste efecto, ideó Artasar que le construyesen un calzado de suelas quíntuples y que ciñese sus sienes una especie de monumental tiara. Y fue, como suele decirse, peor que la enfermedad el remedio, porque las suelas remedaban un zócalo ridículo y hacían embarazoso y torpe el andar del rey, que parecía ir en zancos; mientras que la tiara, agobiándole con su peso, le obligaba a inclinar la cabeza, y en la sombra adquiría formas extrañas, provocantes a risa.


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La Palinodia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.


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El Malvís

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre las mezquinas construcciones del barrio de la Judería, destacábase una espaciosa, bien encalada, alta, con volado balconcillo lleno de cajas de claveles reventones y plantas floridas.

Era la del judío David, negociante en joyas, telas y pieles, y el pensil lo cuidaba su hija Séfora, que solía asomarse para regar y para colgar al sol la jaula de un malvís, el ruiseñor de aquella comarca.

Aunque tan activo traficante, desmentía David las características del hebreo avariento y sórdido. Sus estancias lucían mobiliario más rico que el del conde de Lemos, señor de la ciudad. Su mano se abría frecuentemente para la limosna. Hasta a los mendigos cristianos socorría. Su rostro no era el de nariz corva y boca astuta de los fariseos, sino una faz grave y bella, con ahorquillada barba rizosa.

Dentro de su hogar, David ocultaba, o por lo menos callaba, sus buenas obras, cuando en cristianos recaían, porque su esposa, Raquel, profesaba a los cristianos odio de muerte, acrecentado por la rabia de notar que ni su marido ni su hija compartían tal furor, acentuado como una monomanía. Era una mujer que había sido muy hermosa, de ojos sombríos, cejas pobladas, labios que había estrechado y secado la cólera, y biliosa tez. Frecuentemente, tomaba de la leñera dos palitos, los cruzaba, los ataba, y arrojándolos al suelo, se complacía en escupirlos y pisarlos repetidamente.


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Que Vengan Aquí...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En una de esas conversaciones de sobremesa, comparando a las diferentes regiones españolas, en que cada cual defiende y pone por las nubes a su país, al filo de la discusión reconocimos unánimes un hecho significativo: que en Galicia no se han visto nunca gitanos.

—¿Cómo se lo explica usted? —me preguntaron (yo sostenía el pabellón gallego).

—Como explica un hombre de inmenso talento su salida del pueblo natal (que es Málaga), diciendo que tuvo que marcharse de allí porque eran todos muy ladinos y le engañaban todos. En Galicia, a los gitanos los envuelve cualquiera. En los sencillos labriegos hallan profesores de diplomacia y astucia. Ni en romerías ni en ferias se tropieza usted a esos hijos del Egipto, o esos parias, o lo que sean, con sus marrullerías y su chalaneo, y su buenaventura y su labia zalamera y engatusadora… Al gallego no se le pesca con anzuelo de aire; allí perdería su elocuencia Cicerón.

—Se ve que tiene usted por muy listos a sus paisanos.

—Por listísimos. La gente más lista, muy aguda, de España.

Sobrevino una explosión de protestas y me trataron de ciega idólatra de mi país. Me contenté con sonreír y dejar que pasase el chubasco, y sólo me hice cargo de una objeción, la que me dirigía Ricardo Fort, catalán orgulloso, con sobrado motivo, de las cualidades de su raza.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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