Textos más populares este mes publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 6

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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 10-05-2021


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Por España

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(El viaje de novios de Mister Bigpig).


Al desembarcar en Cádiz, ya el novio venía malhumorado. Encontraba que la novia, en todo el tiempo que había durado la travesía, por otra parte muy feliz, no pensaba tanto en él como en España, tierra expresamente elegida por la antojadiza criatura para comerse el panalito de miel. Y la novia —que harto sacrificio había realizado al prescindir de su libertad de mujer independiente casándose con un hombre prosaico y opulento— andaba un poco distraída, y en el puente del buque, de noche, gustaba de aislarse, de contemplar a solas las estrellas sobre el cielo turquí del Mediodía, y rechazaba el brazo conyugal, afanoso de ceñirse a su talle.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Las Veintisiete

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Había oído hablar Ramiro Nozales de cierto filósofo, el cual no era de estos metafísicos sutiles consagrados día y noche a la investigación de las causas y orígenes, relaciones y sustancialidades de lo creado y lo increado, sino que, al contrario, complaciéndose en bajar a la tierra, aplicaba su inteligencia ejercitadísima a comprender lo relativo, aceptando al hombre, no cual salió de las manos divinas, sino con las modificaciones que le impone la sociedad. En suma; el tal filósofo, en vez de profesar teología, ontología o cosmología, profesaba mundología, pero mundología elevada, quintaesenciada y sutil; sus alumnos aprendían de él la aguja de marear más sensible y la gramática parda encuadernada en el tafilete de Esmirna más suave y bien curtida; y Ramiro Nozales, incitado por la fama que el filósofo iba ganando, se resolvió a consultarle y a oír sus lecciones, que en verdad le hacían buena falta.

Recibió el filósofo al nuevo alumno de noche, en la biblioteca, de elegante severidad, muy abarrotada de libros y alumbrada por un gran quinqué, cuya pantalla figuraba melancólico búho; al través de sus pupilas de esmeralda se traslucía claridad misteriosa y fosfórica. Nada hay que desate la lengua como la semioscuridad y la luz verdosa y velada; así es que Ramiro abrió su corazón, hizo su completa biografía, refirió sus cuitas y declaró que se encontraba a los treinta años de edad, saturado de desengaños y amarguras, semiarruinado y con un pinchazo en el cuerpo, que, si no acierta la espada a resbalar en una costilla, bien podría haberle atravesado el corazón. Escuchó el maestro atentamente, acariciándose la aliñada barba negra, sonriendo a ratos, y otros reflexionando; la blancura marfileña de su frente calva y reflejo de sus limpios dientes iluminaban su faz, en que los ojos parecían dos manchas de sombra. Así que hubo terminado Ramiro, el filósofo tomó la palabra.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Restorán

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El que atiende por este alias, sustitución del humilde nombre de Jacobo Expósito, es un golfo cuya edad no se aprecia a primera vista. Por el desarrollo representa de once a doce años lo más; pero si su cuerpo desmedrado parece de niño, sus facciones están ajadas por la miseria y su expresión es precozmente cauta y recelosa. Las criaturas desamparadas aprenden pronto la dura ley de la vida social; el candor de la infancia lo acaparan los ricos. Restorán no recordaba haber sido inocente.

Hay en Madrid gateras a quienes les sale el día bastante bien. Tienen una cara graciosa, un habla suelta, insinuante, labia, desparpajo; saben hacer útiles abriendo portezuelas, avisando simones o recogiendo el pañuelo que se cae; conocen el arte de mendigar, y cuando, al anochecer, repiten «con más hambre que un oso» o reclaman, cual si les debiese de derecho, la «perrilla». Ya en su mugrienta faltriquera danzan las monedas de cobre que les permitirán refocilarse en el bodegón de la calle de Toledo. Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona. Lo que quieren es guita. Ya sabrán gastársela. Tanto para el guisote, tanto para el peñascaró, tanto para coser los zapatos, tanto para la partida de tute… El tabaco no entra en cuenta. Ahí están las colillas.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Los Pendientes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Floraldo era cumplido mozo y de veras lindo galán. Y dicho que era galán, parece ocioso añadir que era también perdido enamorado.

Solamente —dueñas y doncellas honradas— que hay muchas maneras de ser enamorado perdido. Unos se enamoran por lunas, y trastornados de amor están mientras la blanca Febe cumple su rotación en el firmamento; otros, por años, y aman con delirio desde las últimas nieves de un enero hasta los cierzos duros del siguiente; y hay quien —aunque os parezca punto menos que imposible— coge la fiebre de amor maligno por toda la vida, y se la lleva consigo a la sombra de la sepultura.

Cogió Floraldo fiebre de amor viendo, a la salida de misa, a Claraluz, que alumbraba la penumbra del pórtico con el fulgor de unos ojos azules incomparables y con la irradiación de una cabellera que de las mismas hebras del sol creyérase entretejida. Pareciole entonces al mozo que no existía en el mundo cosa más apetecible que la beldad de Claraluz, y pegado a sus pasos como la sombra al cuerpo, y hecho jazmín de su reja, la persiguió, acosó y sitió hasta que ella dio en pagarle tanto rendimiento con otro mayor, de mejor ley y firmeza diamantina. Porque, apenas logrado su antojo, Floraldo empezó a cansarse de aquella hermosura, más de ángel que de mujer; de aquellos ojos puros, claros, luminosos; de aquel cariño ideal y absoluto, que estaba seguro de no perder nunca. Y como quien dice cansado dice inconstante, y Floraldo no vivía sin nuevos empeños, y nuevas ansias, y nuevas calenturas perniciosas de amor, acometiole una afición desatada por cierta danzarina, hija de un hebreo y una gitana de la Sierra, que bailaba en las plazas públicas sobre un tapiz polvoriento, y sonreía con igual sonrisa cruel y cínica de sus labios embermejados a todos los barraganes de la ciudad.


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El Malvís

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre las mezquinas construcciones del barrio de la Judería, destacábase una espaciosa, bien encalada, alta, con volado balconcillo lleno de cajas de claveles reventones y plantas floridas.

Era la del judío David, negociante en joyas, telas y pieles, y el pensil lo cuidaba su hija Séfora, que solía asomarse para regar y para colgar al sol la jaula de un malvís, el ruiseñor de aquella comarca.

Aunque tan activo traficante, desmentía David las características del hebreo avariento y sórdido. Sus estancias lucían mobiliario más rico que el del conde de Lemos, señor de la ciudad. Su mano se abría frecuentemente para la limosna. Hasta a los mendigos cristianos socorría. Su rostro no era el de nariz corva y boca astuta de los fariseos, sino una faz grave y bella, con ahorquillada barba rizosa.

Dentro de su hogar, David ocultaba, o por lo menos callaba, sus buenas obras, cuando en cristianos recaían, porque su esposa, Raquel, profesaba a los cristianos odio de muerte, acrecentado por la rabia de notar que ni su marido ni su hija compartían tal furor, acentuado como una monomanía. Era una mujer que había sido muy hermosa, de ojos sombríos, cejas pobladas, labios que había estrechado y secado la cólera, y biliosa tez. Frecuentemente, tomaba de la leñera dos palitos, los cruzaba, los ataba, y arrojándolos al suelo, se complacía en escupirlos y pisarlos repetidamente.


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La Santa de Karnar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I

—De niña —me dijo la anciana señora— era yo muy poquita cosa, muy delicada, delgada, tan paliducha y tan consumida, que daba pena mirarme. Como esas plantas que vegetan ahiladas y raquíticas, faltas de sol o de aire, o de las dos cosas a la vez, me consumía en la húmeda atmósfera de Compostela, sin que sirviese para mejorar mi estado las recetas y potingues de los dos o tres facultativos que visitaban nuestra casa por amistad y costumbre, más que por ejercicio de la profesión. Era uno de ellos, ya ve usted si soy vieja, nada menos que el famosísimo Lazcano, de reputación europea, en opinión de sus conciudadanos los santiagueses; cirujano ilustre, de quien se contaba, entre otras rarezas, que sabía resolver los alumbramientos difíciles con un puntapié en los riñones, que se hizo más célebre todavía que por estas cosas por haber persistido en el uso de la coleta, cuando ya no la gastaba alma viviente.

Aquel buen señor me había tomado cierto cariño, como de abuelo; decía que yo era muy lista, y que hasta sería bonita cuando me robusteciese y echase —son sus palabras— «la morriña fuera»; me pronosticaba larga vida y, magnífica salud; a los afanosos interrogatorios de mamá respecto a mis males, respondía con un temblorcillo de cabeza y un capitotazo a los polvos de rapé detenidos en la chorrera rizada:

—No hay que apurarse. La naturaleza que trabaja, señora.

¡Ay si trabajaba! Trabajaba furiosamente la maldita. Lloreras, pasión de ánimo, ataques de nervios (entonces aún no se llamaban así), jaquecas atarazadoras, y, por último, un desgano tan completo, que no podía atravesar bocado, y me quedaba como un hilo, postrada de puro débil, primero resistiéndome a jugar con las niñas de mi edad; luego a salir; luego, a moverme hasta dentro de casa, y, por último, a levantarme de la cama, donde ya me sujetaba la tenaz calentura. Frisaría yo en los doce años.


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Nuestro Señor de las Barbas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La riqueza de don Gelasio Garroso era un enigma sin clave para los moradores de Cebre. No podían explicarse cómo el pobrete hijo del sacristán de Bentroya había ido a la callada fincando, apandando todas las buenas tierras que salían y redondeando una propiedad tan pingüe, que ya era difícil tender la vista por los alrededores del pueblo sin tropezar con la «leira» trigal, el prado de regadío, el pinar o el «brabádigo» de don Gelasio Garroso. Molinos y tejares; casas de labor y hórreos; heredades donde la avena asomaba sus tiernos tallos verdes o el maíz engreía su panocha rubia, todo iba perteneciendo al exmonago…, y en la plaza de Cebre, en el sitio más aparente y principal, podían los vecinos admirar y envidiar los blancos sillares que una legión de picapedreros labraba con destino a la fachada suntuosa de la futura vivienda del ricacho.


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Ocho Nueces

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todas las noches, después de cenar, venían fielmente a hacerle la partida de tresillo al señor de las Baceleiras los tres pies fijos de su desvencijada mesa: el médico, don Juan de Mata; el cura, don Serafín, y el maestro de escuela, don Dionisio. Llegaban los tres a la misma hora y saludaban con idénticas palabras, trasegaban el medio vaso de vino que don Ramón de las Baceleiras les ofrecía, y se limpiaban la boca, a falta de servilletas, con el dorso de la mano. Después don Serafín, que era servicial y mañero, encendía las bujías, no sin arreglar antes el pabilo con maciza despabiladera de plata, y hasta las diez y media se disputaban los cuatro unos centimillos. A esa hora recogían los tresillistas en la antesala los zuecos de madera, si es que era lluviosa la noche o había fango en los caminos hondos, y se dirigía cada mochuelo a su olivo pacíficamente.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Madre Gallega

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era el tiempo en que las víboras de la discordia, agasajadas en el cruento seno de la guerra civil, bullían en cada pueblo, en cada hogar tal vez. El negro encono, el odio lívido, la encendida saña encarnando en el cuerpo de aquellas horribles sierpes, relajaban los vínculos de la familia, separaban a los hermanos y les sembraban en el alma instintos fratricidas. Hoy nos cuesta trabajo comprender aquel estado de exasperación violenta, y quizá cuando la Historia, con voz serena y grave, narra escenas de tan luctuosos días, la acusamos de recargar el cuadro, sin ver que las mayores tragedias son precisamente las que suelen quedar ocultas…


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Teorías

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las muchachas curiosas y siempre en acecho de novios, que se asomaban a las ventanas angostas del caserío pueblerino de la Cañosa, para ver pasar cada dos horas un gato cazador, y cada tres o cuatro una vieja toda rebozada en un manto ala de mosca, dirigiéndose a alguna iglesia donde se rezase el rosario o se celebrase un triduo, no sabían del nuevo médico, Julián Carmena, sino que se llamaba así, que era bajo de estatura y enjuto de rostro, que andaba como distraído, y que del bolsillo del gabán, cortado y llevado sin pizca de gracia, le asomaba siempre algún librote.

«Es un tipo raro» fue la impresión que se comunicaron las consabidas muchachas, al ver con escandalizado asombro que el médico ni alzaba los ojos, atraído por los claveles y geranios que daban en los balcones su nota de rosa y fuego, como símbolo del amor, emboscado tras de hierros y vidrios…

Estaba visto: no le importaban las señoritas a Julián. Y tampoco parecían sacarle de quicio las mozallonas que cogían agua en la fuente y bailaban el domingo en un salón infecto, ni las domésticas de casa humilde, que salían a la compra con un cesto a la vuelta casi tan vacío como a la ida… ¿En qué pensaba el médico, me lo quieren ustedes decir? Pensaba —y, por cierto, a todas horas— en honduras de filosofía y de política ideal. Aparte de los momentos en que necesitaba ocuparse de sus enfermos —lo cual sucedía raras veces, pues en la Cañosa parecía haber peste de salud, según decía amargamente el boticario—, Julián se pasaba el día, y buena parte de la noche, en lecturas, con fiebre de saber lo que se devanaba en el mundo del pensamiento, allá en los países donde fermentaba la gran transformación social. Su ensueño de ojos abiertos le absorbía. No salía mucho de casa, y apenas tenía amigos en aquel rincón donde las mentalidades eran tan diferentes de la suya.


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