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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 14-11-2020


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Inútil

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras sus amos y todos los demás servidores salían por la vetusta portalada tupida de hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor, Carmelo, el mayordomo viejo, experimentaba el mismo recelo de costumbre, siempre que le dejaban así, guardando el pazo, solo, como se deja en un corral a un mastín desdentado y caduco. «¿Y si vienen?», pensaba, rumiando los noticierismos de tertulia aldeana en la cocina y en las deshojas de maíz.

La culpa de semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de largarse a Compostela a consultar con el sapientísimo médico Varela de Montes... Señores y criados se veían compelidos a oír la misa parroquial de Proenza, a dos leguas y media de Valdelor; toda una caminata por despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido de antiguo con don Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de una heredad de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y reponsos, con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo despacioso, los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano saliese hacia Proenza de humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba jubilosa, a lomos de su pollina gris enjamugada de terciopelo granate y con frontelera de lucios cascabeles. Ermitas se reía en las narices de Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.

—¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pasar a las diez de la mañana, con este sol de gloria? ¿Por qué no vienes también a Proenza?

Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblonas, de achacoso, y murmuraba:

—No hay ánimos... Está uno derreado... Y tampoco se podrá dejar la casa sin compaña ninguna.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Náufragas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era la hora en que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles, que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad de un farol, de una tienda elegante.

Las floristas pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el perfume, el color, el regalo de los sentidos.

Ante la tentación floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...

Y esto sucedió a las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.

¿Cómo podía ser que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había empeñado en pagar tributo a la ciencia.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Capitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.

Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.


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El Sino

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Durante las largas travesías —y lo era realmente aquella de Lisboa a Río de Janeiro, en un barco de muy medianas condiciones— se forman, involuntariamente, roto el hielo de las primeras horas y vencidas las congojas primeras del mareo, lazos de unión que, creando amistades pasajeras, con apariencia de profundas, ayudan a entretener el tedio de las horas en que no se sabe materialmente qué hacer.


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Confidencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca me había sido posible adivinar qué oculto dolor consumía a Ricardo de Solís, imprimiendo en sus facciones una huella tan visible de siniestra amargura.

Todos cuantos le veían experimentaban la misma curiosidad punzante, igual deseo de conocer el secreto —que había secreto saltaba a los ojos— de por qué aquel hombre parecía la tétrica imagen de la pena.

Los más sagaces ni presumían siquiera dónde podría hallarse la clave del misterio. Ricardo de Solís era soltero; su hacienda, mucha; limpia y noble su ascendencia; vigorosa su complexión; su presencia, gallarda. Alguien atribuyó su abatimiento a males físicos; su médico lo desmintió, asegurando que nada le dolía a Solís. Las damas cuchichearon no sé qué de amores imposibles y secretos lazos ilegales; púsose en acecho la malicia, fisgoneando como entremetida dueña, y sólo descubrió patentes indicios de una indiferencia suprema en cuestiones femeniles.

Se habló de pérdidas en Bolsa, de deudas, de usuras, de atolladeros sin salida; pero el agente que manejaba fondos de Solís, su abogado, sus proveedores, sus compañeros de Casino, desmintieron tales voces, declarando que no existían en Madrid cien fortunas tan saneadas ni tan bien regidas como la de don Ricardo. Por ninguna parte se veía el punto negro, y justamente el no verlo excitaba más la sed de saber y enterarse de lo que a nadie importa, sed que aflige y caracteriza a los desocupados e inútiles, o sea, a la mayoría social.


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En Verso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Por tercera vez escribió el soneto, y, paseándose majestuosamente, lo declamó. Luego, meneando la cabeza, volvió a sentarse. Apretaba en la mano el papel y, sin soltarlo, reclinó la pensativa cabeza sobre el pecho. Un suspiro profundo se exhaló por fin de su boca, contraída de amargura. Arrugó convulsivamente en la mano donde aún lo conservaba el borrador, lo arrojó hecho un rebujo informe sobre la mesa y volvió a levantarse y a recorrer el cuarto, no ya al amplio paso rítmico de los lectores en voz alta, sino con el andar agitado y desigual de los momentos en que la locomoción no llena más fin que desahogar la excitación nerviosa.

—¡Otra vez, otra vez la convicción se imponía! Él no era poeta, ni lo sería jamás... No, no lo sería, aunque gastase en procurar serlo las horas febriles de sus noches, las rosadas auroras de sus días, la clama misteriosa de sus tardes y toda la savia de su cerebro y todas las emociones profundas de su corazón... Porque ahí estaba lo desconsolador, lo terrible: que en su corazón había emociones, en su fantasía plasticidades, galas y espejismos, más de los necesarios para dar materia a los versos... Y apenas este contenido de su alma quería bajar a la pluma, expresarse por medio de la rima, era lo mismo que si un chorro de agua fresca hubiese caído sobre la arena del desierto: ni señales.


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Cuesta Abajo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.

Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del mastín de la taberna.

—¿D'ónde eres? —preguntó él, así que logró antecoger al marranito.

Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.

—De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?

—De Las Morlas.

—¿Cara a Areal?

—Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.

—Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.

—¡Por muchos años! —exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.

—¿Cómo te llamas, rapaza?

—Margaridiña.

—Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? —añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.

—Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.


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Consuelos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y momentáneamente llevó sus hinchados y extraviados ojos hacia la puerta de entrada. Se oía ruido. Era que traían la caja comprada en Areal, y Selme, el cantero, que se había encargado de la adquisición, la depositaba en el suelo, refunfuñando:

—Veintitrés reales... Ni una condenada perra menos... Es de las superiores, bien pintada...

En efecto, el cajón donde iban a guardar para siempre al niño de María Vicenta lucía simétricas listas azules sobre fondo blanco, e interiormente un forro chillón de percalina rosa. No se hacía en Areal nada más elegante. Con extrañeza notó Selme que la costurera no admiraba el pequeño féretro. Acababa de fijar ahincadamente la vista en el jergón donde reposaba el cuerpecito, amortajado con el traje de los días de fiesta y la marmota de lana blanca y moños de colores. Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos. Selme se creyó en el caso de repetir y ampliar su relación.

—Vengo cansado como un raposo. De Areal aquí hay la carreriña de un can. No me paré a resollar ni tan siquiera un menuto, porque te corría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón el de la taberna: «Hombre, echa un vaso, que un vaso en un estante se echa». Pero ni eso, diaño. Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales. Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando como una autómata; fue al cajón de su máquina de coser y, de entre carretes revueltos y retales de indiana arrugados, sacó un envoltorio de papel que contenía calderilla.

—Ahí tienes —dijo, de un modo inexpresivo, al cantero.

Selme desdobló el papel y contó escrupulosamente la suma. Sobraban unas perras; las devolvió, echándolas en el regazo de la costurera, que había vuelto a sentarse.


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Accidente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...


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Linda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de una larga carrera literaria de trabajo y lucha, Argimiro Rosa no había conseguido, ya no digamos la gloria, ni siquiera asegurar el cotidiano sustento. La extrañeza de su nombre y apellido, que juntos parecían formar caprichoso seudónimo, le fue útil al principio, en esos años juveniles en que brotan reputaciones efímeras, pronto derrocadas, si no descansan en merecimientos positivos. Las primeras poesías y artículos inocentes de Argimiro Rosa se leyeron con cierto interés, y quedó en la memoria de muchos el eco de tan raro nombre. «¡Argimiro Rosa! —decían vagamente—. ¡Argimiro Rosa! Sí, sí, ya caigo... Aguarde usted... En el Semanario..., en el Museo de las familias... En fin, no sé. Debe de ser de aquellos románticos melenudos.»


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