—¿Usted cree que las almas están sujetas a leyes fisiológicas? —me
preguntó el médico rancio y anticuado, de quien se burlaban sus jóvenes
colegas—. ¿No le parecen mojigangas esas pretendidas leyes de la
herencia, del atavismo y demás? ¿Usted supone que por fuerza, por
fuerza, hemos de salir a la casta, como si fuésemos plantas o mariscos?
Lo que caracteriza nuestra especie, a mi modo de ver, es la novedad de
cada individuo que produce... Nacemos originales... Somos ejemplares
variadísimos...
Cuando así hablaba, salíamos del hermoso soto de castaños que rodea
la aldeíta de Illaos, y nos deteníamos al pie de uno, ya vetusto y
carcomido, que sombreaba cierta casuca achaparrada y semirruinosa. A la
puerta, un viejo trabajaba en fabricar zuecos de palo. Alzó la cabeza
para saludarnos, y vimos un rostro de mico maligno, en que se pintaban a
las claras la desconfianza, la truhanería y los instintos viciosos. En
aquel mismo punto, una vieja de cara bestial, de recias formas, de
saliente mandíbula y juanetudos pómulos, llegó cargada con un haz de
tojo que porteaba en la horquilla, y que depositó sobre el montículo de
estiércol, adorno del corral.
—Fíjese usted bien —advirtió el médico— en esta pareja. A él, por sus
aficiones, le llaman el tío Juan del Aguardiente, y a ella la conocen
todos por Bocarrachada (Bocarrota), porque dice cada cosaza que asusta;
pero no crea usted que se contenta con decir; apenas nota que su marido
hace eses, le mide las costillas con ese mismo horcado de cargar el
tojo. Padre alcoholizado y madre feroz..., ya se sabe: la progenie,
criminal, ¿no es eso?
Y como nos hubiésemos alejado algún tanto de la casucha, el médico
añadió, hablando lentamente, para que produjesen mayor efecto sus
palabras:
—Pues esos que acaba usted de ver... son el padre y la madre de un santo.
—¿De un santo? —repetí sin comprender bien.
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