Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.
Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de 
paseo y volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y 
armonioso que sólo llevan los amantes.
Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros 
ojazos, de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y 
fuerte, de aborrascados rizos, de hercúleos puños —un bruto laborioso y 
apasionado—. De su buen jornal sacaba lo indispensable para las 
atenciones más precisas; el resto lo invertía en finezas para su 
Claudia. Aunque tosco y mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, 
obsequios bonitos. Hoy un imperdible, mañana un ramo, al otro día un 
lazo y un pañuelo. Claudia, mujer hasta la punta del pelo, coqueta, 
vanidosa, se moría por regalos. En el obrador de su maestra los lucía, 
causando dentera a sus compañeritas, que rabiaban por «un novio» como 
Onofre.
«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no 
ya lo de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un 
lecho porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un 
hermano chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se 
hubiese llevado a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la
 modista, asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en 
momentos de tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de 
bodas..., o cosa para él equivalente, Claudia, respingando, contestaba 
de enojo y susto:
—¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un 
perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, 
¿va a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite
 de la cabeza!
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