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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 17-12-2020


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El Gallito Ulises

José Zahonero


Cuento


I

No se crea que nació en un corral cualquiera. Nació en el parque del marqués de las Doce Crestas, y fué hijo de un hermoso gallo y de una corpulenta gallina; aves de distinción, pues el padre era soberbio como un príncipe y la madre muy honrada madre de miles de polluelos.

Hubiera, seguramente, pasado una existencia feliz, esperando con el tiempo llegar á heredar la jefatura, pues á ello le hacían acreedor su gallardía y su marcial continente; pero la suerte le reservaba para otra existencia más azarosa.

Sucedió que Tadeo, el guarda del corral y de todo el parque, penetró una mañana, un poquito antes de servirles el desayuno, armado de un formidable cuchillo. Los gansos, gente descontentadiza, que piensa que el mundo todo pende de su voz, hablaron á un tiempo: brac, brac, brac. La población del corral acudió al encuentro de Tadeo á darle cortesmente los buenos días, y á colocarse, los mejor educados y los jóvenes, á cierta distancia para aguardar los granos de trigo que esparciese la mano del guarda lejos de sí, y los más glotones y los viejos muy cerca para engullir mucho y pronto. El pollito de nuestro cuento se paseaba no lejos de la multitud, afectando cierta indiferencia propia sólo de personas distinguidas.

—Muy señores míos, —dijo Tadeo al pueblo de pavos, gansos, faisanes y gallinas, que, con la cabeza en alto y el pico abierto, aguardaban otra cosa de más sustancia que un discurso:— es triste la comisión que me trae á ustedes; pero como quiera que todos nos debemos á la patria en que nacimos, vengo á advertir que, herido en su amor propio el mayordomo del señor marqués de las Doce Crestas, nuestro amo, porque la honra es…

La multitud, impaciente, prorumpió en gritos diversos, que querían decir:

—¡Al grano! ¡Al grano!


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Cosas del Amor

José Zahonero


Cuento


Á Mariano Urrutia.

I

La señora de Vierzo no conocía al inquilino del segundo interior. El portero le había mostrado la habitación, el portero le entregó el contrato para que lo firmase, el portero cobraba las mensualidades del arriendo y con el portero se entendía en todo y por todo.

La señora de Vierzo no quería ni aun dejarse ver de los inquilinos de los cuartos interiores, y con los del exterior guardaba ceremonias y reservas; esta conducta entraba en los propósitos que, como dueña de la casa y como mujer ordenada y prudente, se había formado.

La amistad ó el trato con los inquilinos podía dar lugar á los abusos de estos.

Al inquilino del segundo interior, le sentía bajar todas las mañanas á la misma hora, oía golpe tras golpe sus pasos á través del tabique del oratorio, que daba á la escalera interior; esta exactitud, semejante á la que Magdalena guardaba poniéndose á rezar siempre á las cinco de la mañana en punto, hizo que preguntase al portero quién era el vecino que madrugaba tanto.

—Es el inquilino del segundo interior —replicaba el portero.

La ventana del oratorio tenía preciosas pinturas en los cristales, daba á un patio y caía enfrente y un poco más abajo de las ventanas del cuarto segundo interior; desde este se veía el órgano expresivo, la hermosa lámpara de plata, el reclinatorio de la señora y la mesa del altar, cubierta por una sabanilla blanca y bordada, y adornada de floreros de porcelana y candelabros de plata.

Desde el oratorio solo se veían los visillos de las ventanas del referido cuarto interior, recogidos á uno y otro lado por cintitas azules; eran dos: la del comedor y la de una alcoba estucada.


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Las Estatuas Vivas

José Zahonero


Cuento


I

Cuadra tan bien que á ciertos días se les llame tristes, que triste llamaremos aquel en que comienza el primer suceso de nuestro relato. Amontonáronse por el Oriente nubes parduzcas que velaron, al extenderse, entoldando el espacio, la luz del sol, y tan débil hubo de ser el calor, que rara vez descendió por las grietas de nubes en pálidos rayos, que no pudo servir sino para hacer más viva la ingrata sensación producida por el cierzo frío.

Parecían grises las blancas tapias de las casitas diseminadas acá y acullá, entre Madrid y el pueblecillo de la Guindalera; oscuros todos los campos, lo mismo aquellos en que verdeaban ya las puntitas del trigo, primicias de la siembra, como los otros en que aún amarilleaban las últimas huellas ó rastrojos de la pasada recolección; así las tierras aradas recientemente, como las alzadas para dejarlas de barbecho; el terreno rojizo arcilloso, que aquellos en los que pudiera encontrar el ganado el pasto otoñal; manchas negras eran las alamedas y bosquecillos, y borrosos los montes lejanos, como la gran masa de edificios en que se mostraba á los ojos el extenso Madrid. Todo se daba en un monótono claro-oscuro, y á todo faltaba la magia del color.

De una de las casas más apartadas del citado pueblecillo salía, dirigiéndose á este, un chicuelo sucio, pobremente vestido, peor calzado, royendo con los dientes un mendrugo, que, por lo duro, era difícil roer. Pendiente de un cordón cruzado á pecho y espalda, llevaba una bolsa en forma de cartera. La tal bolsa-taleguillo había sido hecha de dos pedazos de alfombra vieja; en ella guardaba algunos librejos medio deshechos, que tenía rajados y destrozados los cartones de la pasta, arrolladas y sucias las puntas de las hojas, y la mayor parte desprendidas del cosido y rotas. El chicuelo iba á la escuela.


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La Envoltura

José Zahonero


Cuento


I. Mariano ríe

Los mineros del «Pozo Margarita» cobraban el sábado su exiguo jornal á razón de dos pesetas diarias, una para vivir ellos durante la semana y otra para sus familias que habitaban en las aldeas de los alrededores de la mina y en los arrabales pobres de la ciudad.

Eran hombres de manos ásperas y fisonomías rudas; vestían mal y se alimentaban con miserables ranchos de patatas y bacalao y algunos con puchero tan repleto de garbanzos cuanto escaso de carne; no obstante, aquellos hombres trabajaban gastando sus fuerzas en buscar la riqueza oculta bajo la tierra, se hundían en los pozos como en una fosa, para ellos no alumbraba el sol, pasaban el día en la oscuridad ó á la débil luz de una lámpara; el aire puro del campo, impregnado de aromas, no vivificaba sus pulmones constantemente obligados á una asfixiante atmósfera y exponían su vida bajando por las gargantas del pozo y caminando por galerías profundas con peligro de ser aplastados por un desprendimiento ó un hundimiento. Su deber era penetrar todos los días en una sepultura, que tal vez se cerrara para ellos; ésto que para nosotros es suelo que pisamos fijando los ojos en el espacio azul, era para ellos un cielo.

Llegar á lo alto, donde crecen las menudas briznas de hierba, costábales verificar un escalamiento fatigador y peligroso. Miraban á la región de las flores, en la que todos vivimos indiferentes, con la consoladora ilusión con que miramos nosotros á la región de las estrellas.

El sábado había llegado, pero dióse aquel sábado una novedad que llamó la atención de todos los trabajadores.

—¿No sabes, Mariano, que ha venido á la mina el señor Midel con su hija? —dijo un minero á otro.

—El Sr. Midel, Pedro, es el amo principal.


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El Rey de Nieve

José Zahonero


Cuento


Á Rosarito Labra.

I

Muy señora mía, de mi mayor consideración: Es necesario que abandone V. por un momento sus cacerolitas de hoja de lata, las faenas domésticas de su casa de muñecas; pare V. los traviesos piececillos (esos piececillos que zapateando por el severo despacho de papá, repiquetean en el pavimento de un modo tan vivo que semeja el redoble de un tamboril), y se ocupe de V. del tiempo frío que corre ó que nos obliga á correr en este Diciembre.

Ea, pues: un poquito de atención, que allá va un cuento blanco como la nieve que le inspira con su argentado esplendor, é inocente con esa inocencia de medio perfil que oculta del otro lado tantas picardigüelas, como pueda expresar una hermosa y alegre carita que yo me sé y V. conocerá por el espejo.

Sin más por hoy, diré que me coloco á sus piés, y no los beso porque asustaría con tal acción, pues sería mucho beso para cosa tan menuda, porque los dos piececillos juntos apenas hacen una almendra de tamaño regular. Suyo afectísimo, etc…

II

Se llevaban las gentes los enrojecidos dedos de la mano á la boca, con porfía de golosos, y bailaban como si tuvieran hormiguillo.

Nevaba á más y mejor.

Madrid se había dado polvos de arroz; los faroles habían aparecido con gorros de dormir; los árboles habían envejecido en una noche y tenían bigotes blancos y canas en la cabeza; el cielo parecía de nácar, con tornasoles amoratados; el suelo de plata, y toda perspectiva, por su mate trasparencia, un paisaje de pantalla.

Solo los pobres y los pájaros estaban tristes: aquellos, porque siempre terriblemente lo están, y estos, porque no hallaban punto donde fijarse. Volaban á la tierra y sentían en sus patitas el frío de la nieve; y ¡zás! al tejado; apenas se posaban en él, á otra parte, viéndose condenados á volar de aquí para allá.


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El Contramaestre

José Zahonero


Cuento


Á vuela pluma.

I

Tenía un humor de mil diablos «debe estar podrido todo el cordelaje de mi cuerpo» decía. Cuando su rostro se hallaba sereno se veían en él rayas, quebraduras y patas de gallo, estaba estrellado, con aquella red que formaba de gestos huraños, el emperrado carácter del viejo marino.

Tosía «como una carraca vieja», su habla era oscura y torpe, fumaba mucho, juraba más, de aquella boca de negros dientes no salían sino humo y palabrotas.

Y sin embargo era un ángel.

El reuma le mortificaba y estaba siempre triste «por dentro» según acostumbraba á decir.

Cuando ya nadie le quería ajustar, ni ya podía servir á bordo sino para cuidar las gallinas ó hacer de perro ratonero; cuando no le restaba otro consuelo que el de contemplar desde la costa la mar y los barcos que entraban y salían del puerto, ó el de darse el placer de contar á los boquiabiertos pilludos de playa que le escuchaban, su vida de marinero, una señora de la ciudad le proporcionó la plaza de maestro de maniobras en un Barco Asilo, escuela flotante de marineros.

La chiquillería le alegraba, en el discordante tumulto de vocecillas infantiles, en la inquieta movilidad de los niños hallaba él los ruidos, las gracias, las incesantes ondulaciones, el espectáculo mismo que siempre había tenido ante sí, algo muy semejante á la mar, y que como esta sujetaba el ánimo en un encanto, y en un asombro constante.

Á veces se aburría también, «los muñecos» eran buenos para nietos, pero demasiado poco para marineros; además, no hay cosa más terrible para un hombre de mar que estar á bordo de un buque siempre anclado; esto produce efectos de pesadilla; hallarse un marino preso en tierra es mejor que verse condenado á permanecer en un barco paralítico.

Y el Barco Asilo no podía moverse.


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Cartouche

José Zahonero


Cuento


Á D. Manuel Pardo Regidor.

I

Tomasillo y Antoñico andaban por sendas, caminos y veredas, unas veces pisando la nieve ó sobre el hielo, y otras recibiendo los ardientes rayos del sol de Julio, mendigando en invierno y espigando por los rastrojos en verano, y siempre picoteando los desperdicios de las aldeas ó de las eras, sin otro amigo ni otra ayuda que la compañía de un perrillo feo y flaco, de nombre Chusco.

Noche tras noche, y día tras día, pasaban los huerfanillos y el perro rebuscando leña que robar en el monte, mendrugos que recoger en las aldeas y uvas y espigas que cosechar en el campo.

Se les veían las carnes por los jirones de sus camisillas raídas y de sus calzones rotos, y sus piececillos se arrecían de frío sobre el hielo ó se abrasaban en la arena de la llanura, y las guijas y pedruscos les herían sus plantas como las zarzas punzaban sus carnes.

Pero casi nunca estaban tristes, porque Chusco, su compañero, era un perro que acreditaba tal nombre y correteando unas veces, ladrando sin causa ni motivo otras, y haciendo mil diabluras, les recordaba el jugueteo y les provocaba al retozo.

Llevóles su buena estrella, que hasta entonces sin duda no comenzó á lucir, á la puerta de un soberbio palacio de la ciudad, construido todo él de piedra, que en puertas y ventanas, aparecía, por los dibujos elegantes y sutiles calados, no de piedra, sino de finísimo papel recortado con tijeritas de bordar.

Dispúsose un criado á llenarles el zurrón de mendrugos y á darles dos grandes cazuelas de sobras de comida, cuyo olor había de tener gran fuerza en la nariz de Chusco, pues no bien le llegó al hociquillo, debióle recorrer por todo el cuerpo, puesto que le salía la satisfacción por el rabo; tanto lo agitaba con vivo movimiento de un lado á otro y de arriba abajo.


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Pintorín y Gorgorito

José Zahonero


Cuento


Á Marietita.

I

Un libróte majestuoso que pierde el equilibrio es cosa trágica.— Víctor Hugo.


¿Qué cantas? ¿Qué parloteas ahí en tu lengua? ¿Por qué mueves á un lado y otro tu cabecita como los pájaros prisioneros cuando á través de las rejas miran al cielo y adoran al sol? ¡Irreverente! En vez de contestarme, cubres con un sombrero el venerable busto de Cervantes. ¡El efecto! ¡Buscabas el efecto, y, verdaderamente, cualquiera diría que en esa cabeza de yeso va á aparecer una sonrisa!

¿Podré detenerte, diablillo? ¡Adiós! ya te apoderas de la cajita de obleas y las esparces por el suelo.

¿Buscabas otro efecto? Lindo es, en verdad, para ti; ese cuadro de alfombra está lleno de florecillas rojas, blancas y azules.

Imposible; no hay modo de llamarte al orden. ¡Cataplum! al suelo Platón, Rousseau, Santa Teresa, Cabanis, Voltaire, de Maistre, Darwin y Augusto Nicolás. ¡Querube hermoso, que das al traste con la torre de Babel de los sistemas humanos, hé ahí los grandes libros por el suelo, y tú te ries! Otro efecto.

Marietita, eres una artista.

Me miras con tus brillantes ojos.

¿Ista has dicho? Sí, una artista.

Esto no lo comprendes hoy, revolucionaria irreducible; pero voy á escribírtelo; hay correo para las distancias, y le hay para el tiempo; fechado esto hoy, que tiene V. cuatro años, lo recibirá V. cuando llegue á los diez.


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Naita

José Zahonero


Cuento


I

En la playa llamada del Orzán, en la Coruña, hacía sus correrías el pilluelo Naita. No era coruñés, no era gallego, y casi se hubiera podido decir que no era español: era vascongado. Entre los diablillos audaces y desarrapados que pululaban por el puerto y vagaban por las playas, tenía como segundo apodo el pez, logrado por su valentía en nadar; pero generalmente le llamaban Naita.

Naita era un diminutivo, corrupción de la palabra nada. El verdadero nombre era desconocido. Le llamaban Naita, porque no se dedicaba á ninguna de las aficiones ó pequeñas industrias de los niños del mar: ni acolchaba, ni calafateaba, ni remaba, ni servía en la incesante carga y descarga del puerto, ni era capaz de echarse un maletín ó una sombrerera al brazo ó al hombro, ¿qué menos? ni hablaba, ó si hablaba, ninguno le entendía.

Vivía aislado, y si por acaso alguna vez se reunía á los chicuelos de diez ó doce años, es decir, á los de su edad, permanecía callado ó lanzaba gritos ásperos y palabras que nadie comprendía.

En una ocasión vió una gaviota lanzarse sobre el agua, y exclamó:

—¡Urollua! (Vascuence; ave acuática.)

Sus compañeros se echaron á reir.

—Chilla como la gaviota —dijeron.

Siempre se hallaba sólo y siempre triste.

El mutismo á que condena vivir entre gentes que no hablan nuestro idioma, el forzoso aislamiento que tal desgracia trae consigo y el dolor, que causa hallarse lejos del país en que se ha nacido, mantenían á Naita en constante gravedad, impropia de sus años tal vez, pero muy en armonía con el fondo de su alma, donde gravitaba un pesar hondo y oscuro; un dolor inmenso: la orfandad.

No se sabe cómo ni porque aquel niño se hallaba en la Coruña.

Había llegado con una pobre mujer, tía suya en realidad; pero para los que conocían á Naita era un misterio el parentesco.


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Los Tres Obreros

José Zahonero


Cuento


I

Vivía en un pueblecito, formado por casitas blancas como palomas, sobre la meseta de un monte todo erizado de rocas, por entre las cuales crecían muchas zarzas, una pobre abuela que se moría de hambre; hallábase casi desnuda y no podía dormir tranquila.

—¡Ay! —exclamó un día la anciana;— si cualquiera de mis nietos se compadeciera de mí, podría comer; no sentiría ni la vergüenza ni el frío, y dormiría toda la noche de un sueño.

Oyéronla sus nietos, que eran tres muchachos sanos, colorados y fuertes.

—Buscaremos fortuna, —dijeron con acento resuelto y ánimo de consolar á la abuela infortunada.

—Pero, ¿adonde iremos? —preguntó uno de los tres hermanos.

—Marcharemos reunidos —contestó otro.

—No, —replicó el menor de ellos;— pudiéramos reñir. Si acaso uno encuentra un tesoro le querrá para él, y los demás habremos perdido el tiempo. Además, cada uno de nosotros tiene su carácter y sus aficiones distintas; así que el trabajo ha de ser diverso, y diversa la ganancia. Unidos podemos ser desgraciados ó felices; pero separados, muy malas han de ir las cosas que no alcance á ninguno la fortuna. Así, pues, separémonos, buscando cada cual consejo de quien juzgare oportuno.

Á la mañana siguiente, la campanita de la iglesia del pueblo decía, al ver marchar á los obreros del campo que salían á sus tareas de labranza:


Ya se van, ya se van
En montón
A por pan.
¡Dilón, dilón!
¡Dalán, dalán!


—¡Pan! —decía la abuelita;— ¡quién tuviera un mendruguito, aunque, por lo duro, hubiera que meterle en agua para que se ablandara y poder comerlo!

Dicho se está que no pudieron oir con tranquilidad los nietos tan dolorosa exclamación, y salieron resueltamente de casa de la anciana con ánimo de buscar fortuna.


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