El Buen Dios, que a
veces ha tenido que ser duro con sus criaturas, sacó por fin al Rey
Nemrod, el formidable cazador, de su bien ganado infierno y lo
instaló en el mirador celeste, un lugar muy claro desde el que todos
los mundos se ven como con lupa.
El Buen Dios es
paciente y sabe esperar en cada esquina del tiempo,. Es así porque
un Buen Dios nunca tiene prisa; nunca corre para llegar al final de
sus artificios y qué duda cabe de que el mundo es su artificio
preferido, su laboratorio particular donde investiga lentamente las
profundidades del alma que dio a los hombres.
—Son almas puras,
Miguel. —suele decir— Son almas pequeñas pero limpias, Rafael.
Son almas con luz, Gabriel, pero están acosadas por la tiniebla.
El día en que el
Buen Dios hizo subir a Nemrod al mirador se cumplían los cinco mil
años del viejo asunto de Babel. Como todos saben, este Nemrod, hijo
de Cus y nieto del Cam que flotó sobre el mundo del diluvio, fue rey
de Babel, de Erec, Acad, Calne, constructor de Nínive, Rehobot, Cala
y Resen.
Babel, en la tierra
llana de Sinar, fue una construcción de ladrillos; la primera,
quizá, en la que el hombre se independizaba de la piedra y edificaba
sobre la técnica y su imaginación. Con orgullo eligieron la empresa
imposible de una torre que llegara al cielo para hacerse un nombre y
perdurar entre los siglos.
Los deslumbrados
ojos de Nemrod miraron la tierra, envejecida pero pujante:
—¿Qué son
—preguntó el alma del rey— esas increíbles agujas que casi
podría coger con la mano?
—Rascacielos les
llaman. dijo el Buen Dios, mirando fijamente al escandalizado Nemrod.
—En verdad...
—comenzó el rey con cierta humildad— Mi querida Babel jamás
hubiera osado subir tan alto. ¿Usan ladrillos?
—Usan ladrillos,
ciertamente. Y andamios de hierro. En cierto modo, Nemrod, esas
torres gigantes son hijas de tu minúscula Babel.
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