«Y creo que los omnicomprensivos no pueden crear ».
Roberto Ledesma, alto, escuálido, con una expresión de cansancio,
lleno de arrugas y de muecas, podría tener cincuenta años. Pidió
ginebra e interrogó a su compañero de mesa.
—Bebes?
—No; no siento necesidad, contestó el aludido.—Este, de treinta años,
más bajo, de aspecto triste y enfermizo, estaba acurrucado en su silla.
Tenía una cara puntiaguda y exangüe, dominada por dos surcos profundos
que salían de la parte inferior de la nariz hasta confundirse en las
comisuras de los labios. Usaba lentes azules y un mechón de pelo le caía
sobre la frente.
—Eres muy tonto, Pablo, dijo Roberto, probando el líquido; la bebida
es un talismán. Libre de su influencia me reconozco impotente. Entonces
me es imposible colocar en las cosas, un poco del espíritu que me
sobra...y... ya conoces tú mi teoría: cuando la máquina humana no cree
más fuerzas que aquellas que le sean necesarias para producir su propio
movimiento, se verá obligada a vivir de si misma, y esto, no tiene
gracia. Me río de los que opinan que el placer estriba en conocerse a
través de las circunstancias y de los tiempos. Bien que se apreciara en
aquellas épocas, según las cuales parecía reciente el eslabonaje humano.
Pero hoy después de tantos siglos hoy que nos sabemos de memoria,...
¡Vaya!, es estúpido... lo mismo que si nos impusieran la tarea de contar
desde uno hasta. hasta... ¡qué se yo!. hasta allá!.. —Estaba casi ebrio
y las ventanas de la nariz se le dilataban. Prosiguió con alegría:
—¡Bebe, bebe! El alcohol nos desata de lo ridículo y entonces la vida
bulle ardiente en nuestra sangre. No es él, quien nos marea: es la
plenitud, la intensidad, el vértigo del sueño.
Pablo meneó la cabeza con desconsuelo y exclamó:
—Me es imposible.
—¡Imposible?... prorrumpió, Roberto, manifestando asombro.
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