Textos más populares este mes publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 3

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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 25-10-2020


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Los Guantes de Goma

Horacio Quiroga


Cuento


El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose enseguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.

Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.

—¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? —preguntole alguno.

—¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? —se volvió a Ofelia.

—Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.

Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.

Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.

—Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: «No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno».

Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.

—Y la viruela no se cura, ¿no? —atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mecanópolis

Miguel de Unamuno


Cuento


Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed. Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él. Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver alguna verdura a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; mas cuando llegué, encontreme, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Puritano

Horacio Quiroga


Cuento


Los talleres del cinematógrafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros giran en una órbita de curiosidad nunca saciada y de ensueño jamás satisfecho, han heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquísimos sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen por único objeto mantener vibrante el pasmo del público, ante las fantásticas, lejanas estrellas de Hollywood.

Concluida la tarea del día, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres técnicos prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kilómetros el tumulto diario se prolongue todavía en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho, reina ahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión de abandono desde semanas atrás se exhalan más particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daría paso a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.

Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la plaza, y su gran portón no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches claras la luna invade gran parte del oscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega siquiera el chirrido de las máquinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia los actores muertos del film.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Estefanía

Horacio Quiroga


Cuento


Después de la muerte de su mujer, todo el cariño del señor Muller se concentró en su hija. Las noches de los primeros meses quedábase sentado en el comedor, mirándola jugar por el suelo. Seguía todos los movimientos de la criatura que parloteaba con sus juguetes, con una pensativa sonrisa llena de recuerdos que concluía siempre por llenarse de lágrimas. Más tarde su pena, dulcificándose, dejole entregado de lleno a la feliz adoración de su hija, con extremos íntimos de madre. Vivía pobremente, feliz en su humilde alegría. Parecía que no hubiera chocado jamás con la vida, deslizando entre sus intersticios su suave existencia. Caminaba doblado hacia adelante, sonriendo tímidamente. Su cara lampiña y rosada, en esa senectud inocente, hacía volver la cabeza.

La criatura creció. Su carácter apasionado llenaba a su padre de orgullo, aun sufriendo sus excesos; y bajo las bruscas contestaciones de su hija que lo herían despiadadamente, la admiraba, a pesar de todo, por ser hija suya y tan distinta de él.

Pero la criatura tuvo un día dieciséis años, y concluyendo de comer, una noche de invierno, se sentó en las rodillas de su padre y le dijo entre besos que quería mucho, mucho a su papá, pero que también lo quería mucho a él. El señor Muller consintió en todo; ¿qué iba a hacer? Su Estefanía no era para él, bien lo sabía; pero ella lo querría siempre, no la perdería del todo. Aun sintió, olvidándose de sí mismo, paternal alegría por la felicidad de su hija; pero tan melancólica que bajó la cabeza para ocultar los ojos.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Ausencia

Horacio Quiroga


Cuento


Con este mismo paso que hasta hace un instante me llevaba a la oficina, con la misma ropa y las mismas ideas, cambio bruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día de verano. A esta hora, a pleno sol, voy a sorprender a mi novia y a casarme con ella. ¿Cómo explicar esta inesperada y terrible urgencia?

Mil veces me he hecho una pregunta que constituye un oscuro punto en mi alma; mil veces me he torturado el cerebro tratando de aclarar esto: ¿por qué me fijé en la que es actualmente mi novia, le hice el amor y me comprometí con ella? ¿Qué súbito impulso me lleva con este paso a pleno sol, el 24 de febrero de 1921, a casarme fatal y urgentemente con una mujer que no ha oído de mis labios ofrecerle la más remota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamás alucinaciones por ella, ni sufrí nunca ilusión a su respecto. No hay en el mundo persona que pueda enamorarse de ella, fuera de mí. Es cuanto hay de feo, áspero y flaco en esta vida. En el cine puede verse alguna vez a una esquelética mujer de pelo estirado y nariz de arpía que repite el tipo de mi novia. No hay dos mujeres como ella en el mundo. Y a esta mujer he elegido entre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal, monstruoso mismo de esta elección, no saltó nunca a enrojecerme el rostro de vergüenza. La miré sin mirar lo que veía; la seguí como un hombre dormido que camina con los ojos abiertos; le hice el amor como un sonámbulo, y como un sonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo el abismo en que mi vida se precipita, ¿por qué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que voy, de que debo ir a toda costa, como si fuera arrastrado por una soga. Soy dueño de todas mis facultades, siento y razono normalmente; pero todo esto detrás de una enorme, vaga e indiferente voluntad que rige mi alma.


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26 págs. / 46 minutos / 193 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dos Madres

Miguel de Unamuno


Cuento, Teatro


I

¡Cómo le pesaba Raquel al pobre don Juan! La viuda aquella, con la tormenta de no tener hijos en el corazón del alma, se le había agarrado y le retenía en la vida que queda, no en la que pasa. Y en don Juan había muerto, con el deseo, la voluntad. Los ojos y las manos de Raquel apaciguaban y adormecían todos sus apetitos. Y aquel hogar solitario, constituido fuera de la ley, era como en un monasterio la celda de una pareja enamorada.

¿Enamorada? ¿Estaba él, don Juan, enamorado de Raquel? No, sino absorto por ella, sumergido en ella, perdido en la mujer y en su viudez. Porque Raquel era, pensaba don Juan, ante todo y sobre todo, la viuda y la viuda sin hijos; Raquel parecía haber nacido viuda. Su amor era un amor furioso, con sabor a muerte, que buscaba dentro de su hombre, tan dentro de él que de él se salía, algo de más allá de la vida. Y don Juan sé sentía arrastrado por ella a más dentro de la tierra. «¡Esta mujer me matará!» —solía decirse, y al decírselo pensaba en lo dulce que sería el descanso inacabable, arropado en tierra, después de haber sido muerto por una viuda como aquélla.

Hacía tiempo que Raquel venía empujando a su don Juan al matrimonio, a que se casase; pero no con ella, omo habría querido hacerlo el pobre hombre.

RAQUEL.—¿Casarte conmigo? ¡Pero eso, mi gatito, no tiene sentido…! ¿Para qué? ¿A qué conduce que nos casemos según la Iglesia y el Derecho Civil? El matrimonio se instituyó, según nos enseñaron en el Catecismo, para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ¿Casarnos? ¡Bien casados estamos! ¿Darnos gracia? Ay michino —y al decirlo le pasaba por sobre la nariz los cinco finísimos y ahusados dedos de su diestra—, ni a ti ni a mí nos dan ya gracia con bendiciones. ¡Criar hijos para el cielo…, criar hijos para el cielo!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tres Cartas y un Pie

Horacio Quiroga


Cuento


«Señor:

»Me permito enviarle estas líneas, por si usted tiene la amabilidad de publicarlas con su nombre. Le hago este pedido porque me informan de que no las admitirían en un periódico, firmadas por mí. Si le parece, puede dar a mis impresiones un estilo masculino, con lo que tal vez ganarían.

* * *

»Mis obligaciones me imponen tomar dos veces por día el tranvía, y hace cinco años que hago el mismo recorrido. A veces, de vuelta, regreso con algunas compañeras, pero de ida voy siempre sola. Tengo veinte años, soy alta, no flaca y nada trigueña. Tengo la boca un poco grande, y poco pálida. No creo tener los ojos pequeños. Este conjunto, en apreciaciones negativas, como usted ve, me basta, sin embargo, para juzgar a muchos hombres, tantos que me atrevería a decir a todos.

»Usted sabe también que es costumbre en ustedes, al disponerse a subir al tranvía, echar una ojeada hacia adentro por las ventanillas. Ven así todas las caras (las de mujeres, por supuesto, porque son las únicas que les interesan). Después suben y se sientan.

»Pues bien; desde que el hombre desciende de la vereda, se acerca al coche y mira adentro, yo sé perfectamente, sin equivocarme jamás, qué clase de hombre es. Sé si es serio, o si quiere aprovechar bien los diez centavos, efectuando de paso una rápida conquista. Conozco enseguida a los que quieren ir cómodos, y nada más, y a los que prefieren la incomodidad al lado de una chica.

»Y cuando el asiento a mi lado está vacío, desde esa mirada por la ventanilla sé ya perfectamente cuáles son los indiferentes que se sentarán en cualquier lado; cuáles los interesados (a medias) que después de sentarse volverán la cabeza a medirnos tranquilamente; y cuáles los audaces, por fin, que dejarán en blanco siete asientos libres para ir a buscar la incomodidad a mi lado, allá en el fondo del coche.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Lobo de Esopo

Horacio Quiroga


Cuento


Era un magnífico animal, altísimo de patas, y flaco, como conviene a un lobo. Sus ojos, normalmente oblicuos, se estiraban prodigiosamente cuando montaba en cólera. Tenía el hocico cruzado de cicatrices blanquecinas. La huella de su pata encendía el alma de los cazadores, pues era inmensa.

La magnífica bestia vivió la juventud potente, empapada en fatiga y sangre, que es patrimonio de su especie, y durante muchos años sus grandes odios naturales fueron el perro y el hombre.

El brío juvenil pasó, sin embargo, y con la edad madura llegáronle lenta, difícil, penosamente, ideas de un corte profundamente peregrino, cuyo efecto fue aislarle en ariscas y mudas caminatas.

La esencia de sus ideas en tortura podía condensarse en este concepto: «El hombre es superior al lobo».

Esta superioridad que él concedía al soberbio enemigo de su especie, desde que el mundo es mundo, no consistía, como pudiera creerse, en la vivísima astucia de aquél, complicada con sus flechas. No: el hombre ocupaba la más alta escala por haberse sustraído a la bestialidad natal, el asalto feroz, la dentellada en carne viva, hundida silenciosamente hasta el fondo vital de la presa.

Como se comprende, largos años pasaron antes que este concepto de superior humillación llegara a cristalizarse. Pero una vez infiltrado en sus tenaces células de lobo, no lo abandonó más.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Ocaso

Horacio Quiroga


Cuento


Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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