Se habló un poco de él,
cuando vino aquella embajada del Sultán, que se dio en Madrid buena
vida, tan pronto a su manera como a la nuestra, largos meses.
Era este moro bello ejemplar de raza, alto, cenceño, de acusadas y
correctas facciones semíticas, de ojos como pájaros sombríos y de pies
chicos como cascos de corcel árabe; las blancas telas que envolvían su
cuerpo formaban alrededor de él una aureola de limpieza elegante, porque
Hafiz, así le llamábamos sus amigos españoles, era moro currutaco, dado
a abluciones y cuidados de tocador, sin que para ello hubiese menester
acordarse de los preceptos del Profeta.
He dicho sus amigos españoles, y lo repito, porque los tuvo aquí a
docenas a poco de su llegada. Hablaba nuestra lengua con acento dulce,
caídas graciosas y ligeras imperfecciones; no ignoraba el francés, y se
puso de moda, porque demostró, desde el primer momento, vivo deseo de
enterarse de nuestras costumbres, de empaparse en nuestra civilización.
Lo que iba viendo le sugería dichos oportunos, críticas sin dureza que
todos celebrábamos, y a las cuales muchas veces asentíamos. Así es que
Hafiz, convidado y sin gastar un céntimo, iba a todas partes y había
siempre sitio para él en palcos y coches.
Naturalmente, dada nuestra manera de ser nada nos preocupaba como la
cuestión de amoríos. Hafiz tenía partido con las mujeres, pero ya se
adivina con cuales. Dígase lo que se diga, las señoras no suelen beber
los vientos por moros ni por gente exótica, y Hafiz, si recogió en los
salones amables sonrisas y ojeadas de curiosidad, no cosechó la flor de
granado del amor de la cristiana, caso digno de ser contado en romances y
llorado en endechas. Pero, en otras esferas, no pudo quejarse el
infiel. Es decir, le oímos un día lamentarse, sí, del exceso de
felicidad… Y como le dijésemos:
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