La aguardaba en el embarcadero a boca de noche, y cuando divisó a lo
lejos la barca, que avanzaba al empuje de los brazos fuertes de los
remeros, abriendo estela de luz verdosa en el mar fosforescente, al
corazón de Fausto se agolpó la sangre, y sus ojos se nublaron.
Venía o, mejor dicho, la traían, se la entregaban; en su poder iba a
estar aquella por quien tantas veces había pasado la noche en vela,
febril, paladeando acíbar, desesperando y mordiéndose los puños de
rabia, o esperando insensatamente.
¿Insensatamente? Criminalmente se diría mejor. Por aquella que se
reclinaba en la proa, envuelta en blancos velos, en actitud pensativa,
Fausto había descendido a la delación y al espionaje como un liberto,
echando negra mancha sobre el decoro de su estirpe consular. Por ella
había deslizado en los oídos del emperador «apóstata» el consejo fatal
al ex prefecto Flaviano, y más de una velada, a la claridad indecisa de
la triple lámpara cubicularia, las sombras del cortinaje dibujaron ante
los ojos espantados de Fausto la pálida figura de un varón ilustre
marcado en la frente con el hierro que estigmatiza a los facinerosos...
Pero en aquel instante el musical chapaleteo de los remos ahuyentaba
remordimientos y angustias, y de lo profundo de las aguas la voz de las
sirenas de la felicidad subía como un himno...
Descendió Fausto al muelle con precipitación, y cogiendo de manos de
los esclavos el taburete de cedro, lo presentó al pie de Dafrosa, que
prontamente, sin hacer hincapié, saltó a las puntiagudas piedras. A la
salutación, al «¡Ave!» que en temblorosa voz articuló Fausto, respondió
ella con una sonrisa triste. Y echaron a andar hacia la villa, sin que
Fausto se atreviese a ofrecer el antebrazo para que Dafrosa se apoyase.
Un poco de sobrealiento de la matrona indicaba, sin embargo, que no
hubiese sido superfluo el auxilio.
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