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editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 29-10-2020 contiene: 'u'


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Por Si Acaso

Vicente Riva Palacio


Cuento


—Pepe —dijo la condesa tocando suavemente en el hombro a su marido, que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.

—¿Qué pasa? —dijo él incorporándose.

—¿No vas a ir al club? Son muy cerca de las siete.

—Te agradezco que me hayas despertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?

—Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?

—Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme.

Media hora después, el conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo:

—Al Veloz.

Cuando el ruido del carruaje anunció que el conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.

—¿Se ha ido? —preguntó a media voz.

—Sí, Luisa, entra.

—¿Insistes en tu plan?

—Si; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.

—¿Lo crees seguro?

—Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he conseguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Dichoso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a vestirme yo también.

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, haciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegremente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos momentos después, un criado entró preguntando:

—¿El señor marqués de la Ensenada?

—¿El marqués de la Ensenada? —dijo uno.

—Sí, señor —contestó el criado—. Le llaman al teléfono.

—Pero hombre, si el marqués hace siglos que murió.

—Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada —dijo otro.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Limosna

Vicente Riva Palacio


Cuento


Quizá para muchos no tenga interés lo que voy a contar; pero como a mi me conmovió profundamente, por nada de este mundo se me queda esta narración en el buche, y de soltarla tengo, sea cual fuere la suerte que deba correr, y arrostrando el peligro de que algunos llamen sensibilidad a lo que los más califiquen de sensiblería.

Pero los hechos son como los acordes de la música: algunos los escuchamos sin conmovernos, y hay otros que tienen resonancia inexplicable en las más delicadas fibras del corazón o del cerebro, y de los cuales decimos, o pensamos sin decirlo: esas notas son mías.

En una de las ciudades del norte de la república mexicana vivía Julián. No sé cómo se apellidaba, pues por Julián no más le conocíamos, y era un hombre feliz. Un herrero honrado y laborioso, mocetón membrudo y sano que, en su oficio, ganaba más que necesitar podía para vivir con su familia. Por supuesto que no era rico, o mejor dicho, acaudalado. Tenía una pequeña casita en los suburbios de la ciudad, y allí, como en un nido de palomas, habitaban la madre, la esposa y el hijo de Julián. Allí todo el mundo se levantaba antes que el sol; allí se trabajaba, se cantaba y se comía el pan de la alegría y de la honradez.

Julián volvía los sábados cargado con el producto de su trabajo semanal; íntegro lo ponía en manos de su mujer y ella sabía distribuirlo con tanta economía y tanto acierto, que el dinero parecía multiplicarse entre sus manos. Era el constante milagro de los cinco panes repetido sin interrupción, y no se olvidaban ni faltaban nunca los cigarros para Julián, ni la copita de aguardiente, antes de la comida, para la suegra.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Rosita

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cálido enjambre de abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que inundaban en parpadeante claridad el pórtico del «Foreign Club»: Un pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano, donde la acicalada turba de gomosos y clubmanes humeaba cigarrillos turcos y bebía cócteles en compañía de algunas damas galantes. Oyendo a los caballeros, reían aquellas damas, y sus risas locas, gorjeadas con gentil coquetería, besaban la dorada fimbria de los abanicos que, flirteadores y mundanos, aleteaban entre aromas de amable feminismo. A lo lejos, bajo la Avenida de los Tilos, iban y venían del brazo Colombina y Fausto, Pierrot y la señora de Pompadour. También acertó a pasar, pero solo y melancólico, el Duquesito de Ordax, agregado entonces a la Embajada Española. Apenas le divisó Rosita Zegrí, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla, cuando, quitándose el cigarrillo de la boca, le ceceó con andaluz gracejo:

—¡Espérame, niño!

Puesta en pie apuró el último sorbo del cóctel y salió presurosa al encuentro del caballero, que con ademán de rebuscada elegancia se ponía el monóculo para ver quién le llamaba. Al pronto el Duquesito tuvo un movimiento de incertidumbre y de sorpresa. Súbitamente recordó:

—¡Pero eres tú, Rosita!

—¡La misma, hijo de mi alma!… ¡Pues no hace poco que he llegado de la India!

El Duquesito arqueó las cejas y dejó caer el monóculo. Fue un gesto cómico y exquisito de polichinela aristocrático. Después exclamó, atusándose el rubio bigotejo con el puño cincelado de su bastón:

—¡Verdaderamente tienes locuras dislocantes, encantadoras, admirables!

Rosita Zegrí entornaba los ojos con desgaire alegre y apasionado, como si quisiese evocar la visión luminosa de la India.

—¡Más calor que en Sevilla!

Y como el Duquesito insinuase una sonrisa algo burlona, Rosita aseguró:


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Gotas de Agua

Vicente Riva Palacio


Cuento


Era un día de los más calurosos en la mitad del verano. El sol derramaba torrentes de fuego y de luz sobre la tierra, cruzando por un cielo profundamente azul, y en el que no flotaba ni la más ligera nubecilla.

Dormían los vientos en las húmedas grutas de los bosques; se abrigaban los pájaros en lo más tupido de la selva; los insectos silbaban entre la hojarasca, y todo en la naturaleza parecía desmayar de sed y de fatiga.

Las hojas lánguidas colgaban en sus tallos, y unas flores cerraban sus corolas y otras se inclinaban lanzando su perfume para pedir la lluvia, porque el perfume es la plegaria de las flores, como es también su canto de amor. Pero ninguna murmuraba en el bosque, y esperaban resignadas a la nube bienhechora que debía traerles la lluvia.

Sólo en uno de los valles, esas pequeñas florecillas que brotan entre la hierba, y que son como niños entre las otras flores, murmuraban y pedían agua con toda la irreflexión de la infancia.

Envuelta en transparentes cendales de color de rosa, cruzó entonces un hada sobre aquellos campos: no hicieron las florecillas más que mirarla, y comenzó entre ellas una especie de sublevación para pedir el agua.

En vano el hada les hizo ver que sin la preparación de la sombra que llega con las nubes antes que la lluvia, y después con esa veladura que a la luz del sol le dan las últimas gasas que deja tras de sí la tempestad, el agua podría serles muy dañosa. Las florecillas no escucharon su razonamiento, y tanto insistieron que el hada se resolvió a darles lo que pedían.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Divorcio

Vicente Riva Palacio


Cuento


Querido lector:

Quizá lo que voy a referirte lo habrás escuchado o leído alguna vez: pero eso me tiene muy sin cuidado, porque recuerdo una de las máximas famosas del barón de Andilla, que dice: Si alguien te cuenta algo, es grosería decirle: por supuesto, lo sabía.

Y como yo estoy seguro de tu buena educación, y además este cuento puede serte de mucha utilidad, prosigo con mi narración, seguro de que, si la meditas, me la tendrás que agradecer más de una vez en el camino de tu vida.

El león, como es sabido, es el rey de los animales cuadrúpedos; llegó a cansarse de la leona, su casta esposa, y buscando medios para repudiarla, o cuando menos de pedir el divorcio, vino a descubrir que el mal aliento de la regia dama causa era, según la opinión de distinguidos jurisconsultos de su reino, más que suficiente para pedir la separación y quedar libre de aquel yugo matrimonial que tanto le pesaba.

Un día, cuando menos lo esperaba la augusta matrona, sin ambages ni circunloquios le dijo el león, que no por ser monarca dejaba de ser animal:

—Mira, hijita, que yo me separo de ti desde hoy, y voy a pedir el divorcio porque tienes el aliento cansado, con un si es no es, tufillo de ajos podridos.

La leona, que con ser animal no dejaba de ser hembra, sintió que el cielo se le venía encima, no tanto por lo del divorcio, cuanto por aquel defectillo que en los banquetes y bailes de la corte podía, sin duda, ponerla en ridículo.

—¿Que tengo el aliento cansado? —exclamó tartarrugiendo de ira—. ¿Que tengo el aliento cansado? Eso no me lo pruebas tú, ni ninguno de los de tu familia; que las hembras de mi raza hemos tenido siempre el aliento más agradable y oloroso que carne de cabrito primal.

—No me exaltes —contestó el león— que yo estoy seguro de lo que digo, y te lo puedo probar, no por mi dicho, sino por el de todos nuestros vasallos.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Generala

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Cuando el General Don Miguel Rojas hizo aquel disparate de casarse, ya debía pasar de los sesenta. Era un veterano muy simpático, con grandes mostachos blancos, un poco tostados por el cigarro, alto y enjuto y bien parecido, aun cuando se encorvaba un tanto al peso de los años. Crecidas y espesas tenía las cejas, garzos y hundidos los ojos, cetrina y arrugada la tez, y cana del todo la escasa guedeja, que peinaba con sin igual arte para encubrir la calva. La expresión amable de aquella hermosa figura de veterano atraía amorosamente. La gravedad de su mirar, el reposo de sus movimientos, la nieve de sus canas, en suma, toda su persona, estaba dotada de un carácter marcial y aristocrático que se imponía en forma de amistad franca y noble. Su cabeza de santo guerrero parecía desprendida de algún antiguo retablo. Tal era, en rostro y talle, el santo varón que dio su nombre a Currita Jimeno.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Confesión

Vicente Riva Palacio


Cuento


Apócrifo


—Acúsome, pagre —decía una india que se confesaba—, que yo andaba namorada de mi comadrita su marido.

—Válgate Dios, hija —contestaba el sacerdote, que comprendía que «mi comadrita su marido» quería decir mi compadre—, ¿cómo fuiste a cegarte así?

—Pagre, como semos pobres y estamos solos.

—Sea por Dios, ¿qué más?

—Acúsome, pagre, que namoré con señá Dorotea su esposo.

—Ave María Purísima; ¿cómo fue eso hija?

—Pagre, como semos pobres y estamos solos.

—Vaya, hija, ¿qué más?

—Pues pagre, también lo namoré con siñor don José su hijo.

—Pero mujer, ¿estabas loca?

—No, pagre, como semos pobres y estamos solos…


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Burra Perdida

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Te acuerdas de Quintín?

—Y bien que me acuerdo. ¿Quintín Guardarelo, aquel muchacho, sobrino de la tía Calixta, que se fue para Cuba y que ahora dicen que está muy rico?

—El mismo, que ya debe tener sus cuarenta años, y que realmente está muy rico. Pues mañana debe llegar aquí.

—¿Aquí?

—Sí, al pueblo. Viene a arreglar su matrimonio. A ver si adivinas con quién quiere casarse.

—Con Gregoria, la hija de don Rufo el del molino.

—No.

—Entonces con Brígida, la del indiano.

—Tampoco.

—Pues con la hermana del juez.

—Menos, que ni la ha oído mentar; y mira, date por vencida, que no acertarás nunca, y yo te lo voy a decir. ¡Asómbrate! Con Serafina.

—¿Qué Serafina?

—¡Toma! Serafina, la chica, la criada que nos sirve, que es su sobrina.

—Pero ¡hombre!, si apenas tiene quince años, y está hecha una brutica…

—Pues con todo y eso, ya mañana será la señorita Serafina; porque él la va a poner en un colegio en seguida, y dentro de dos años volverá para casarse con ella, y ahí tienes a la muchacha convertida en la señora más rica quizá de la provincia.

—¡Pero eso será mentira!

—No; que todo me lo ha dicho esta misma tarde don Félix, que expresamente ha venido a preguntarme por Serafina, encargándome con mucho empeño que tú y yo la preparemos, contándole la fortuna que va a tener, y que mañana, desde temprano, esté vestida lo mejor posible para que le haga buen efecto a Quintín.

—¡Mira tú qué fortuna! Y yo que la he reñido esta tarde tanto, y hasta le arrimé dos bofetones porque no había sacado hierba para la vaca…


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En una Casa de Empeños

Vicente Riva Palacio


Cuento


Enrique Granier era un francés de gran corazón, y, sin embargo, se había establecido en México abriendo una casa de empeños.

No quiere decir eso que yo juzgue hombres de malos sentimientos a los que tienen casa de empeños; pero hay, sin embargo, necesidad de tener un carácter especial para fundar la propia ganancia en la desgracia ajena; porque es seguro que solamente van a buscar el remedio en el empeño los perseguidos de la suerte, y allí se apuran hasta los últimos recursos, y ahí, tras lo superfluo, va lo necesario: después de la joya, llegan hasta el colchón y las prendas más indispensables. Se encuentra allí, es cierto, la salvación de momento, pero se prepara la angustia de lo por venir.

A pesar de eso, siempre el que sale de aquella casa muestra en el rostro algo de satisfacción; y es natural, pues si a dejar fue la prenda, sale con el dinero que remedia una necesidad o salva de un compromiso; si a recuperarla fue, sale contento con ella, porque vuelve a reconquistarla después de haberla creído perdida, y es ya un augurio de mejores tiempos. Pero, a pesar de todo, es triste contemplar aquella multitud de objetos, cada uno de los cuales es el símbolo de una angustia, de un sacrificio, de un dolor, y cada persona de las que vienen sueña que lleva un objeto de gran valía, que simboliza para él la esperanza de salvación, y se encuentra con el frío razonamiento del comerciante, que no ve en aquello el último recurso de una familia sin pan, sino una prenda que definitivamente no puede venderse para cubrir la suerte principal y el interés del préstamo.

Y yo le hacía todas estas reflexiones a Granier, y él me contestaba:


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Milagro

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Damián y su mujer Casilda, él de cuarenta y cinco, y ella de algunos menos, tenían en el barrio fama de ricos, y sobre todo de roñosos. No se les podía tildar de avaros, pues en vivir bien, a su modo, gastaban con largueza; pero la palabra prójimo era para ellos letra muerta.

Delataban su holgura la bien rellena cesta que su criada Severiana les traía de la compra, la costosa ropa que vestían, y algún viaje de veraneo que, aun hecho en tren botijo, era mirado por los vecinos como rasgo de insolente lujo. Además, con cualquier pretexto, disponían comidas extraordinarias o se iban un día entero de campo con coche que les llevara a los Viveros o El Pardo, y esperase hasta la puesta del sol, trayéndoles bien repletos de voluminosas tortillas, perdices estofadas, arroz con muchas cosas, magras de jamón y vino en abundancia.

De estos despilfarros solo protestaba la vecindad con cierta disculpable envidia: lo malo era que marido y mujer no comían ni se iban de campo solos, como recién casados o amantes de poco tiempo, sino que siempre les acompañaban dos hermanos, Luis y Genoveva, de los cuales el primero cortejaba a Casilda, mientras la segunda bromeaba con Damián: si el tal cortejo era platónico y las tales bromas inocentes, ellos lo sabrían; pero un conocido que les vio merendando más allá de la Bombilla, decía que aquéllo era un escándalo, que cuando les sorprendió, Luis tenía a Casilda cogida por la cintura, y que Genoveva retozaba con Damián.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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