Introducción
Marchaba el tren a todo vapor en una tarde serena y calurosa, por una de las líneas de la vía férrea del norte.
Ocupaba un departamento de primera un matrimonio con dos hijos de
corta edad, uno de los cuales, el mayor, que era varón, daba muestras
visibles de descontento; la niña dormía acurrucada en un ángulo del
asiento, pero el ceño que conservaba su bello semblante también daba
indicios de haberla sorprendido el sueño llorando, o por lo menos,
malhumorada.
—No sé, Pepito, por qué habéis de estar tan disgustados, cuando a
otros niños les gusta tanto el salir de Madrid, ver el mar, ver otros
pueblos y nuevos objetos. En María, se comprende mejor porque es más
chiquita, pero en ti que ya tienes once años no me lo explico —decía la
madre.
—Es que yo no he llorado como María —contestó el que habían llamado Pepito.
—No faltaba más —replicó la señora.— ¿Y por qué habías de llorar? Harto mal hecho está el mostrarte tan apesadumbrado.
—Es que en Madrid nos divertíamos mucho y allí en el balneario nos
fastidiaremos. Allí teníamos nuestros amigos, jugábamos todas las tardes
en la plaza de Oriente, y si no salíamos, nos contaba cuentos la
abuelita. Me gusta viajar pero echaré de menos todo eso que te he dicho.
—Los buenos niños —dijo el padre, interviniendo— nada echan de menos
cuando están al lado de sus padres. Ya sabes que la dolencia que de
algún tiempo a esta parte se ha apoderado de mí, sin ser grave, exige
que tome baños de mar y así lo ha dispuesto el médico que me visita,
hubiéramos podido dejaros con vuestra abuelita, que también os quiere
mucho, pero no hemos querido privarnos de vuestra compañía. En el mundo,
hijo mío, no estamos solamente para divertirnos, además que allí
tampoco faltan diversiones.
—Ya me contó mi prima que las personas mayores tocan el piano, cantan y bailan, pero nosotros los pequeños...
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