En un oasis asentado entre las arenas del mar y las primeras rocas de los Andes, extiéndese la opulenta metrópoli.
Capital de la más rica de las repúblicas sudamericanas, cuenta a 
granel los millones que afluyen a su tesoro, por centenas los palacios 
de mármol que se alzan en su recinto; pero se rehúsa una casa para sus 
recepciones oficiales, un teatro donde recibir los grandes artistas, que
 atraídos por su esplendor vienen a visitarla.
En el flanco septentrional de una bella plaza adornada con fuentes, 
jardines y estatuas, álzase apenas del suelo un ruinoso, sucio y 
grotesco edificio  coronado de una baranda de madera carcomida, y 
flanqueado de tiendas atestadas de telas vistosas y de una profusión de 
objetos heterogéneos. Diríase un bazar de Oriente.
Llámanlo Palacio de Gobierno. Sus huéspedes, curándose muy poco de 
esa transitoria morada, conténtanse con forrarla interiormente de seda, 
oro y mármol para su propio confort, dejando a sus sucesores el cuidado 
de la parte monumental.
Cinco cuadras de allí distante, un engañoso frontispicio da entrada a
 un caserón vetusto, informe, cuarteado en todos sentidos, y con las más
 pronunciadas apariencias de un granero:
¡Es el teatro!
Y sin embargo, con la cuarta parte del oro y las pedrerías que en su 
espléndido entusiasmo ha derramado Lima en ese escenario sobre sus 
artistas favoritos, habría podido construir el más hermoso teatro del 
mundo.
Y sin embargo, aun, en las noches de estrenos cuando las encantadoras
 hijas del Rímac llenan las tres líneas de palcos, que el gas 
resplandece, y los abanicos se agitan, y las miradas se cruzan, un 
prestigio extraño, casi divino, trasforma el derruido edificio; y ningún
 joven abonado lo cambiaría entonces por el más suntuoso teatro de 
París, por el más aristocrático de Londres.
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