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El Porquerizo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer.

Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: —¿Me quieres por marido?—. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?

Pues vamos a verlo.

En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, se habría dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.

El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:

—¡A ver si será un gatito! —pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.

—¡Qué linda es! —dijeron todas las damas.

—Es más que bonita —precisó el Emperador—, ¡es hermosa!

Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.

—¡Ay, papá, qué lástima! —dijo—. ¡No es artificial, sino natural!

—¡Qué lástima! —corearon las damas—. ¡Es natural!

—Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja —aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.


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4 págs. / 8 minutos / 202 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Días de la Semana

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.

Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.

Llegó el día, y todos se reunieron.

Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se diviertan!».

Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.

—Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana.


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2 págs. / 3 minutos / 317 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Agua de la Vida

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Hubo una vez un rey que enfermó gravemente. No había nada que le aliviara ni calmara su dolor. Después de mucho deliberar, los sabios decidieron que sólo podría curarle el agua de la vida, tan difícil de encontrar que no se conocía a nadie que lo hubiera logrado. Este rey tenía tres hijos, el mayor de los cuales decidió partir en busca de la exótica medicina. — Sin duda, si logro que mejore, mi padre me premiará generosamente. — Pensaba, pues le importaba más el oro que la salud de su padre.

En su camino encontró a un pequeño hombrecillo que le preguntó su destino. — ¿Qué ha de importarte eso a ti?, ¡Enano! Déjame seguir mi camino. El duende, ofendido por el maleducado príncipe, utilizó sus poderes para desviarle hacia una garganta en las montañas que cada vez se estrechaba más, hasta que ni el caballo pudo dar la vuelta, y allí quedó atrapado. Viendo que su hermano no volvía, el mediano decidió ir en busca de la medicina para su padre: “Toda la recompensa será para mí”.— pensaba ambiciosamente.

No llevaba mucho recorrido, cuando el duende se le apareció preguntando a dónde iba: — ¡Qué te importará a ti! Aparta de mi camino, ¡Enano! El duende se hizo a un lado, no sin antes maldecirle para que acabara en la misma trampa que el mayor, atrapado en un paso de las montañas que cada vez se hizo más estrecho, hasta que caballo y jinete quedaron inmovilizados. Al pasar los días y no tener noticias, el menor de los hijos del rey decidió ir en busca de sus hermanos y el agua milagrosa para sanar a su padre.


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2 págs. / 4 minutos / 682 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Pulgarcito

Charles Perrault


Cuento infantil


Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos ellos varones. El mayor tenía diez años y el menor, sólo siete. Puede ser sorprendente que el leñador haya tenido tantos hijos en tan poco tiempo; pero es que a su esposa le cundía la tarea pues los hacía de dos en dos. Eran muy pobres y sus siete hijos eran una pesada carga ya que ninguno podía aún ganarse la vida. Sufrían además porque el menor era muy delicado y no hablaba palabra alguna, interpretando como estupidez lo que era un rasgo de la bondad de su alma. Era muy pequeñito y cuando llegó al mundo no era más gordo que el pulgar, por lo cual lo llamaron Pulgarcito.

Este pobre niño era en la casa el que pagaba los platos rotos y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más fino y el más agudo de sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.

Sobrevino un año muy difícil, y fue tanta la hambruna, que esta pobre pareja resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche, estando los niños acostados, el leñador, sentado con su mujer junto al fuego le dijo:

—Tú ves que ya no podemos alimentar a nuestros hijos; ya no me resigno a verlos morirse de hambre ante mis ojos, y estoy resuelto a dejarlos perderse mañana en el bosque, lo que será bastante fácil pues mientras estén entretenidos haciendo atados de astillas, sólo tendremos que huir sin que nos vean.

—¡Ay! exclamó la leñadora, ¿serías capaz de dejar tu mismo perderse a tus hijos?

Por mucho que su marido le hiciera ver su gran pobreza, ella no podía permitirlo; era pobre, pero era su madre. Sin embargo, al pensar en el dolor que sería para ella verlos morirse de hambre, consistió y fue a acostarse llorando.


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10 págs. / 18 minutos / 1.032 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Sombra

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.


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13 págs. / 23 minutos / 690 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Basilisa la Hermosa

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:

—Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.

Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.

El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.

El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.

Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:


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9 págs. / 16 minutos / 311 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Los Cachorros de Aguará-Guazú

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Voy a contarles ahora, chiquitos, la historia muy corta de tres cachorritos salvajes que asesiné —bien puede decirse—, llevado por las circunstancias.

Hace ya algún tiempo, poco después del asunto con la serpiente de cascabel, que les conté con detalles, tres indios de Salta enfermos del chucho y castañeteando los dientes, llegaron a venderme tres cachorritos de aguará -guazú casi recién nacidos.

Yo no tenía vacas, ustedes bien saben; ni una mala cabra para alimentar con su leche a los recién nacidos. Iba, pues, a desistir de adquirirlos, por mucho que me interesaran los zorritos, cuando uno de los indios, el más flaco y más tiritante de chucho, me ofreció en venta también dos tarros de leche condensada, que extrajo con gran pena del bolsillo del pantalón.

¿Habrán visto indio más pillo? ¿De dónde podía haber sacado sus tarros de leche? De un ingenio, seguramente. Estos indios de Salta van todos los otoños a trabajar en los ingenios de azúcar de Tucumán. Allí aprenden muchas cosas, Y entre las cosas que aprenden, aprenden a apreciar la bondad de la leche cuando sus chicos están enfermos del vientre.

El indio poseedor de los tarros de leche condensada era seguramente padre de familia . Y pensó con mucha razón que yo le compraría sus tarros para criar a los aguaracitos. Y el demonio de indio acertó, pues yo, entusiasmado con los cachorritos, que compré por un peso los tres, pagué 10 por los dos tarros de leche. Y a más pagué un paquete de tabaco, y un retrato de mi tío, que vio colgado en la carpa. Hasta hoy no sé qué utilidad puede haberle reportado ese retrato de mi tío.

Crié, pues, a los cachorros de aguará-guazú, o gran zorro del Chaco, como también se le llama.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 525 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Ángel

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.

—¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? —preguntó el ángel.

Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

—¡Pobre rosal! —exclamó el niño—. Llévatelo; junto a Dios florecerá.

Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.

Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.

—Ya tenemos un buen ramillete —dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.


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2 págs. / 5 minutos / 288 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suela de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.

Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:

—Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.

"Coaticitos hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros.

Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto.

Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata.

Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así, los matarán con seguridad de un tiro".

Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 765 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Huso, la Lanzadera y la Aguja

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Quedose huérfana una joven a poco de nacer, y su madrina, que vivía sola en una cabaña al extremo de la aldea, sin más recursos que su lanzadera, su aguja y su huso, se la llevó consigo, la enseñó a trabajar y la educó en la santa piedad y temor de Dios. Cuando llegó la niña a los quince años, cayó enferma su madrina, y llamándola cerca de su lecho, la dijo:

—Querida hija, conozco que voy a morir; te dejo mi cabaña que te protegerá del viento y la lluvia, y te lego también mi huso, mi lanzadera y aguja, que te servirán para ganar el pan.

Poniéndola después la mano en la cabeza, la bendijo, añadiendo:

—Conserva a Dios en tu corazón, y llegarás a ser feliz. Cerráronse enseguida sus ojos, y la pobre niña acompañó su ataúd llorando, y la hizo los últimos honores. Desde entonces vivió sola, trabajando con la mayor actividad, ocupándose en hilar, tejer y coser y la bendición de la buena anciana la protegía en todo aquello en que ponía mano. Se podía decir que su provisión de hilo era inagotable, y apenas había tejido una pieza de tela o cosido una camisa, se la presentaba enseguida un comprador, que la pagaba con generosidad; de modo que, no sólo no se hallaba en la miseria, sino que podía también socorrer a los pobres.

Por el mismo tiempo, el hijo del rey se puso a recorrer el país para buscar mujer con quien casarse. No podía elegir una pobre, pero tampoco quería una rica, por lo cual decía que se casaría con la que fuese a la vez la más pobre y la más rica. Al llegar a la aldea donde vivía nuestra joven, preguntó, según su costumbre, dónde vivían la más pobre y la más rica del lugar. Se le designó enseguida la segunda; en cuanto a la primera se le dijo que debía ser la joven que habitaba en una cabaña aislada al extremo de la aldea.


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3 págs. / 5 minutos / 144 visitas.

Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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