Un Crimen
Soledad Acosta de Samper
Cuento
Non vedes las yerbas verdes y floridas,
que amanecen verdes y anochecen secas.
JUAN LORENZO
Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 209 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Mostrando 1 a 10 de 37 textos encontrados.
editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 03-11-2020
Non vedes las yerbas verdes y floridas,
que amanecen verdes y anochecen secas.
JUAN LORENZO
Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 209 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Fresca, lozana, pura y
olorosa,
gala y adorno del pensil florido,
gallarda puesta sobre el ramo erguido,
fragancia esparce la naciente rosa.
ESPRONCEDA
«Yo acababa de cumplir veinte años… Bajaba alegremente de las altas planicies de los Andes donde había pasado mi niñez, e iba a emprender viaje a Europa, ese paraíso soñado por todo joven sud—americano. Llevaba el corazón lleno de ilusiones y el espíritu henchido con aquella fatuidad juvenil que espera tener un mundo de dicha en un porvenir que conquistará con el mérito de sus talentos. Dueño de una pequeña fortuna, herencia de mis padres, y que yo creía un caudal inagotable, así como mi corto saber; feliz con mi juventud y una salud robusta, de las cuales pocos hacen caso cuando las tienen, pero que son los dones más preciosos, pensaba en mi porvenir lleno de esperanza y alegría. Cuando desde lo alto de los empinados cerros vi por primera vez el camino que me debía llevar hacia lejanos países, me sentí dichoso con mi libertad y lleno de orgullo… No veía entonces que, si de lejos el camino parecía tan hermoso, rodeado de lindos arbustos y regado por claros riachuelos, al transitarlo encontraría mil peligros y desengaños: los arbustos tendrían espinas y los riachuelos amenazarían ahogarme. Así ve el joven la vida al comenzarla. ¡Qué bella es esa edad en que la verdad está siempre vestida de flores! La juventud es como un telescopio en manos de un niño; por entre sus claros vidrios ve los astros tan cerca que piensa que con alargar la mano los podrá tocar, pero al dejar de mirar al través de su encantado prisma, los ve tan distantes, que no comprende cómo pudo desearlos antes.
Después de algunos días de viaje a caballo, llegué en una hermosa tarde de diciembre a la graciosa aldea del Valle.
Dominio público
9 págs. / 15 minutos / 147 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Brillaba Santander en toda su gloria militar, en todo el esplendor de sus triunfos y en el apogeo de su juventud y gallardía. El pueblo se regocijaba con su adquirida patria, y el gozo y satisfacción que causa el sentimiento de la libertad noblemente conquistada se leía en todos los semblantes.
Contaba yo de catorce a quince años. Había perdido a mi madre poco antes, y mi padre, viéndome triste y abatida, quiso que acompañada por una señora respetable, visitase a Bogotá y asistiese a las procesiones de Semana Santa, que se anunciaban particularmente solemnes para ese año. En aquel tiempo el pueblo confundía siempre el sentimiento religioso con los acontecimientos políticos, y en la semana santa cada cual procuraba manifestarse agradecido al que nos había libertado del yugo de España.
Triste, desalentada, tímida y retraída llegué a casa de las señoritas Hernández, donde mi compañera, doña Prudencia, acostumbraba desmontarse en Bogotá. Las Hernández eran las mujeres más de moda y más afamadas por su belleza que había entonces, particularmente una de ellas, Aureliana. Llegamos el lunes santo a las dos de la tarde, y doña Prudencia, deseosa de que yo no perdiese procesión, me obligó a vestirme, y casi por fuerza me llevó a un balcón de la calle real a reunirnos a las Hernández, que ya habían salido de casa.
Cuando vi los balcones llenos de gente ricamente vestida, las barandas cubiertas con fastuosas colchas, y me encontré en medio de una multitud de muchachas alegres y chanceras, me sentí profundamente triste y avergonzada, y hubiera querido estar en el bosque, más retirado de la hacienda de mi padre.
—¡Allá viene Aureliana! —exclamó doña Prudencia.
—¿Dónde? —pregunté, deseosa de conocerla; pues su extraordinaria hermosura era el tema de todas las conversaciones.
—Aquella que viene rodeada de varios caballeros.
Dominio público
13 págs. / 24 minutos / 415 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
I saw two beings in the hues of
youth
standing upon a gentle hill,
green and of mild declivity.
BYRON
… El camino serpenteaba por entre dos potreros, en cuyos verdes prados pacían las mansas vacas con sus terneros, emblema de la fecundidad campestre, y los hatos de estúpidas yeguas precedidas por asnos orgullosos y tiranos, imagen de muchos asnos humanos. De trecho en trecho el camino recibía la sombra de algunos árboles de guácimo, de caucho o de cámbulos, entonces vestidos de hermosas flores rojas, los cuales, como muchos ingenios, apenas dan flores sin perfume en su juventud, permaneciendo el resto de su vida erguidos pero estériles. La cerca que separaba el camino de los potreros, de piedra en partes y de guadua en otras, la cubrían espinosos cactus, y otros parásitos de tierra templada, los cuales so pretexto de apoyarla la deterioraban, según suele acontecer con las protecciones humanas.
Dos jóvenes, casi niños, paseaban a caballo por este camino que conducía al inmediato pueblo, cuyo campanario se alzaba, bien que no mucho, sobre la techumbre de las casas. Al llegar a una puerta de madera que impedía el paso, los dos estudiantes la abrieron ruidosamente y detuvieron sus cabalgaduras para mirar hacia una casa de teja que dominaba el camino a alguna distancia. Al ver salir al corredor que circundaba la casa a dos jóvenes que se recostaron sobre la baranda, los estudiantes se dijeron algo, continuaron su paseo despacio, y pasando por delante de ellas las saludaron.
—Tenías razón —dijo una de las señoritas—, son los paseantes de todas las tardes.
—¡Adiós señores! —exclamó la otra contestando el saludo. Era una niña de quince años, cuya fisonomía lánguida y dulce llamaba la atención por un no sé qué de romántico y sentimental.
Dominio público
10 págs. / 19 minutos / 108 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Siendo yo niño (de esto hace luengos años) cuando mi madre y mis hermanas preparaban algún amasijo o cosa delicada, para cuya cooperación no necesitaban de mis deditos que en todo se metían, ni de mi lengüita que todo lo repetía, todas decían en coro:
«Que lleven a Pachito a casa de su madrina.» Yo escuchaba esta sentencia sin apelación, entre alegre y mohíno, y salía de la casa muy despacio, siguiendo a la criada a media cuadra de distancia, y deteniéndome a cada momento para atar las correas de mis botines y recoger la cacucha que me servía de pelota, y así distraía las penas de mi destierro.
Sin embargo, al llegar a casa de mi madrina, las delicias que me aguardaban allí me hacían olvidar las que perdía. Pero antes de entrar, digamos quiénes éramos mi madrina y yo. Yo (ab jove principium) era el último de los diez hijos que mi pobre madre dio a luz: mis nueve hermanas mayores no me idolatraban menos que las nueve musas a Apolo, y yo era naturalmente, en la familia considerado como un fénix, un portento. En ella abundaban dos plagas: pobreza y mujeres. Mi padre, después de trabajar mucho y como un esclavo, murió, a poco de nacido yo, dejándonos escasamente lo necesario para vivir con humildad; mas a pesar de nuestra pobreza, vivíamos todos unidos y satisfechos: ¡preciosa medianía, por cierto, en la que se vive sin afanes y contento y tranquilo!…
Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 368 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Sentada ante uno de esos arcaicos veladores con tablero de damas, que tanta boga conquistaron en los comienzos del siglo, cabecea el sueño la anciana condesa de Cela: los mechones plateados de sus cabellos, escapándose de la toca de encajes, rozan con intermitencias desiguales los naipes alineados para un solitario. En el otro extremo del canapé, su nieta Rosarito mueve en silencio cuatro agujas de acero, de las cuales, antes que la velada termine, espera ver salir un botinín blanco con borlas azules, igual en todo a otro que la niña tiene sobre el regazo, y sólo aguarda al compañero para ir a calzar los diminutos pies del futuro conde de Cela. —Aunque muy piadosas entrambas damas, es lo cierto que ninguna presta atención a la vida del Santo del día, que el capellán del Pazo lee en voz alta, encorvado sobre el velador, y calados los espejuelos de recia armazón dorada—. De pronto Rosarito levanta la cabeza y se queda como abstraída, fijos los ojos en la puerta del jardín, que se abre sobre un fondo de ramajes oscuros y misteriosos: ¡no más misteriosos, en verdad, que la mirada de aquella niña pensativa y blanca! Vista a la tenue claridad de la lámpara, con la rubia cabeza en divino escorzo, la sombra de las pestañas temblando en el marfil de la mejilla, y el busto delicado y gentil destacándose en la penumbra incierta sobre la dorada talla y el damasco azul celeste del canapé, Rosarito recordaba esas ingenuas madonas pintadas sobre fondo de estrellas y luceros. La niña entorna los ojos, palidece, y sus labios agitados por temblor extraño dejan escapar un grito:
—¡Jesús!… ¡Qué miedo!…
Interrumpe su lectura el clérigo, y mirándola por encima de los espejuelos, carraspea:
—¿Alguna araña, eh, señorita?
Rosarito mueve la cabeza.
—¡No señor, no!
Dominio público
18 págs. / 31 minutos / 149 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
—Con más razón te conmovería su suerte, si supieras que cada uno de sus conventos era un hogar hospitalario que han perdido, y que el sacarlas de allí les ha causado más pena que la que sintiera un patriota a quien desterrasen de su país sin tener esperanza de volver jamás.
—¡Vaya, tú exageras! ¡Cuántas no se habrán alegrado al verse libres!
—¡Libres! ¿Llamas libertad el tener que vivir pobremente de limosnas y con el corazón henchido por el dolor de haber dejado el asilo que habían jurado no abandonar sino con la vida? ¿Llamas libertad vivir en una pobre casa, sin ninguna de las comodidades a que estaban enseñadas, y con el continuo temor de carecer de lo necesario?
—¿Y tú qué sabes de eso? ¿acaso has vivido con ellas?
—Sí… , las conozco muy bien y mi simpatía no hace comprender mucho de lo que no todos ven. ¿No te acuerdas que ahora algunos años pasé unos meses en el convento de ***, cuya grata y desinteresada hospitalidad será motivo de mi agradecimiento mientras viva?
—Lo había olvidado, y en verdad que siempre he tenido muchos deseos de sabor cómo viven las monjas en sus misteriosos conventos.
—El convento es un pequeño mundo donde se agitan, no lo dudes, todos o casi todos los sentimientos humanos. Hay varios tipos de monjas que no dejaría de ser interesante estudiar, porque en ellos hallaríamos cuál ha sido la misión de los monasterios en nuestra sociedad.
—Te ruego que recuerdes algunos de ellos para…
—¿Alimentar tu curiosidad? Lo mejor que puedo hacer entonces, querida mía, será dejarte recorrer las páginas del diario que escribí durante mi permanencia en el convento de ***.
Efectivamente al día siguiente recibí el diario de Pía, del cual con permiso suyo me he tomado la libertad de trascribir algunos trozos.
Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 140 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria, que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.
El capitán Zamora —diremos no dando el verdadero nombre—, poseía una querida, rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.
Misia Blanca era bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.
Y era coqueta: daba rienda, engatusaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.
Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía, pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar a un pobre diablo o a tomarse en palabras con un igual.
Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mí salvador, mí negro guapo, y le estaba agradecida por haberla librado de la indiada.
Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser como los mancarrones lunancos, para no componerse más. Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.
Los espió, haciéndose el rengo.
Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:
—Maula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.
Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos; tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.
Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando, un azulejo a medio tusar, venía a ponerse a la orden.
—Sofanor, tengo que hablarte.
Se apartaron un trecho.
—¿Y cómo te va yendo?
—¡Regular!
—¿Siempre estah' enfermo?
—Mah' aliviadito, señor; pero no hayo descanso.
Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 70 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Hartas de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo soñoliento.
Semejantes, mis noches se seguían, y me dejaba andar a esa pereza general, pensando o no pensando, mientras vagamente oía el silbido ronco de la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo vago de voces pensativas que me arrullaban como un arrorró.
En la mesa, una eterna partida de tute dio su fin. Todos volvían, preparándose a tomar los últimos cimarrones del día y atardarse en una conversación lenta.
Silverio, un hombrón de diez y nueve años, acercó un banco al mío.
Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.
—¡Chupe y no se duerma!
Tomé el mate que otro me ofrecía, sin que lo hubiera visto, distraído.
Silverio reía con su risa franca. Una explosión de dientes blancos en el semblante virilmente tostado de aire.
Dirigió sus pullas a otro.
—Don Segundo, se le van a pegar los dedos, venga a contar un cuento... atraque un banco.
El enorme moreno se empacaba en un bordoneo demasiado difícil para sus manos callosas. Su pequeño sombrero, requintado, le hacía parecer más grande.
Dejó en un rincón el instrumento, plagado de golpes y uñazos, con sus cuerdas anudadas como miembros viejos.
—Arrímese —dijo uno, dándole lugar—, que aquí no hay duendes.
Hacía alusión a las supersticiones del viejo paisano. Supersticiones conocidas de todos y que completaban su silueta característica.
—De duendes —dijo— les voy a contar un cuento. Y recogió el chiripá, sobre las rodillas para que no rozara el suelo.
Un cuento es para alguien pretexto de hermosas frases estudio, para otros; para aquéllos, un medio de conciliar el sueño.
Dominio público
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.
Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.
Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.
Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.
Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.
Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.
—Buenos días.
—Buenos días.
Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.
El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.
Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.
—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.
Y prosiguió afable:
—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.
—Es un honor que usted me hace.
El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en el camino.
Dominio público
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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.