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editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 10-08-2022


Lucha a Muerte

Javier de Viana


Cuento


Don Adriano Aguilar supo tener una estancia sobre el Arroyo del Medio, en las inmediaciones de San Nicolás.

Era una estancia chiquita, enhorquedada entre dos colosales heredades, cada una de las cuales sumaba leguas y contenían hacienda como pasto. Una de ellas, la de don Cayetano Saldías, llámase «Los Cinco Ombúes»; la otra, «Los Tres Ombúes». Don Adriano, que sólo poseía un ejemplar del árbol símbolo, bautizó modestamente su propiedad: «El Ombú».

Era uno solo; pero ninguno de los otros ocho lo aventajaba en corpulencia y arrogancia.

El viejo paisano experimentaba intenso cariño y grande orgullo por el coloso guardián de su rancho. En la dilatada llanura, donde las escasas poblaciones estaban tan distantes las unas de las otras que «no se veían las caras», el «ombú de don Adriano» era obligada señal de referencia para el viajero desconocedor del pago que indagaba la ubicación de una propiedad.

—«Siga derecho pu'este camino, y como a cosa 'e dos leguas va ver el ombú de don Adriano; déjelo a la izquierda, agarre una senda que gambetea entre un cardal y que lo va llevar hasta la mesma glorieta de la pulpería de don Pepino...»

—«¿L'azotea 'e los Laras?... Corte p'abajo, costee el esteral que llaman de los aperiases, y enderece pa la zurda, dejando a la derecha el ombú de don Adriano...»

—«¿Pancho Silva?... Pasando el ombú de don Adriano, ya va ver los ranchos, pegados al arroyo».

Y así sin término.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 31 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Tiento de Alambre

Javier de Viana


Cuento


Muy modesta, pero muy alegre era la salita de don Braulio Pérez; de impecable blancura las murallas, de dorada paja la techumbre y de tupy el pavimento, tan liso y parejo que se diría de guayacán lustrado.

Entre los barrotes de la reja de madera de la ventana que tomaba luz al huerto, se enredaba un rosal silvestre, cuyas menudas florecitas purpúreas parecían ansiosas de entrar en la estancia presas de femenina curiosidad, para escuchar los inocentes coloquios de las chicas de la casa con los mozos del pago en las tertulias domingueras.

Y cada vez que se abría la puerta de comunicación con el patio, las glicinas, los jazmines del país y las madreselvas, cuyas diversas ramas se abrazaban fraternalmente sobre el techo de tacuaras de la glorieta, expandían en el estrecho recinto de la salita un cálido perfume de templo venusto.

Durante toda la semana sólo penetraba en la salita la chica que estaba de turno para la limpieza y arreglo de la casa, y al sólo efecto de barrerla y aerearla durante un cuarto de hora. Pero el domingo, desde muy temprano, abríanse puertas y ventanas y los humildes floreros de loza pintarrajeada que adornaban las mesitas y las rinconeras, desaparecían bajo los ramos multicolores de claveles, rosas, dalias y malvones.

Después de mediodía empezaban a caer los mozos comarcanos, y como nunca faltaban entre ellos acordionistas o guitarreros, bailábase casi sin cesar hasta el caer la noche.

Ruperta, Paulina y Blasa, las tres hijas de don Braulio, se resarcían ampliamente con aquella sencilla diversión, del afanoso trabajo de toda la semana. Y no tenían novios, sin embargo, bien que la mayor contase ya veinticinco años y que las tres fuesen agraciadas y en extremo simpáticas; sus visitas eran «amiguítos», nada más, de mucha confianza, pero que ni por un momento olvidaban el respeto que se debía a aquel hogar, cuya honestidad era proverbial en el pago.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 24 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Añojal

Javier de Viana


Cuento


Al despertar, Mardanio experimentó gran disgusto. El cuarto estaba obscuro; ni un rayo de luz colábase por las múltiples rendijas que obrecían el techo, las paredes, la puerta y la ventana de la rústica estancia. Pero había ser tarde, sin embargo. Probablemente el sol había emprendido marcha en medio de un cielo toldado aún, después de la furiosa lluvia nocturna: el sol es un mayoral experto y rígido, que no posterga la hora de salida cualesquiera sean las amenazas del tiempo.

Mardonio tenía conciencia de haber dormido mucho y avergonzábase de ello. En el transcurso de los quince años que llevaba desempeñando la mayordomía de la Estancia, jamás nadie se había levantado antes que él y cuando aparecían en el galpón los más madrugadores, siempre encontraban encendido el fuego, caliente el agua y ya enflaquecida la cebadura del cimarrón.

Se había dormido; era una vergüenza que lesionaba su prestigio de hombre capaz de los más grandes sacrificios con tal de que no pudieran tarjarle una sola falta en el cumplimiento de sus deberes.

Levantóse, se vistió someramente y abrió la pequeña ventana. Contra su presunción, el cielo estaba sin nubes y en la lejanía del horizonte una fina ceja roja anunciaba el nacimiento del día.

Salió. El galpón estaba desierto, frías las cenizas, apagado el trashoguero de espinillo. Silencio completo en las casas. Todos, hasta los perros dormían aún.

Recién entonces Mardonio respiró a gusto; y en tanto encendía el fuego y preparaba el mate, con la metódica prolijidad que empleaba en todos los actos, iba recapitulando los extraordinarios acontecimientos de la víspera.

¿Eran realidades, o simple ensoñación engendrada por la atmósfera de tormenta y el prolongado verberar del agua y del viento durante aquellos ocho días de furioso temporal?...


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Estancia de Don Tiburcio

Javier de Viana


Cuento


El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.

De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios, pregona el avance del trabajo civilizado.

A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del mar... Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos, muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa lámina azul de acero del río-mar...

El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y después una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado por un resto de piedad nativa.

El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto entusiasta:

—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza!... ¡Esto es hermosura!

Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 55 visitas.

Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.