Textos más populares esta semana publicados por Edu Robsy etiquetados como Cuento disponibles publicados el 31 de octubre de 2020

Mostrando 1 a 10 de 37 textos encontrados.


Buscador de títulos

editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 31-10-2020


1234

Para Ser un Buen Arriero...

José María de Pereda


Cuento


I

Blas del Tejo y Paula Turuleque eran de un mismo pueblo de la Montaña, y entrambos huérfanos de padre y madre y hasta de toda clase de parientes. Blas poseía, por herencia, un cierro de ocho carros de tierra y un par de bueyes. Paula era dueña, en igual concepto que Blas, de una casuca con huerto, de dos novillas y de una carreta.

Paula y Blas convinieron un día en que si sus respectivas herencias se convirtiesen en una sola propiedad y se añadiesen a ésta algunas reses en aparcería y algunas tierras a renta, se podría pasar con todo ello una vida que ni la del archipámpano de Sevilla.

Y Blas y Paula se casaron para realizar el cálculo, y pronto, como eran honrados, hallaron quien les diese en renta veinte carros de prado y otros tantos de labrantío, más un par de vacas en aparcería.

Blas era gordinflón, bajito, risueño y tan inofensivo como una calabaza.

Paula no era más alta que Blas, y allá se le iba en carnes y en malicias.

Cogían maíz para ocho meses, partían con el amo una novilla cada año y mataban un cerdo de siete arrobas por Navidad. Paula tenía siempre colgados en la vara, sobre la cama, un jubón de cúbica negra, una saya de estameña del Carmen con randa de panilla, y un pañuelo de espumilla para los días de fiesta. Blas, por su parte, nunca estaba sin unos calzones y una chaqueta de paño fino, y un sombrero serrano para las grandes solemnidades.

Blas no probaba el vino más que para celebrar los días de fiesta, y en estos casos nunca pasaba de medio cuartillo, y Paula se escandalizaba cuando oía decir que algunas de sus vecinas empeñaban las ropas o vendían el maíz para beber aguardiente.


Leer / Descargar texto

Dominio público
28 págs. / 49 minutos / 99 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Novela Natural

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

En Madrid, hace dos o tres años, una tarde en que tan pronto llovía como salía el sol (pues, aunque terminaba Mayo, duraban todavía los lloriqueos primaverales, graciosos como todo lo que pertenece a la juventud, y no desconsolados y monótonos como las feas lluvias del lúgubre Noviembre); esa tarde, decimos, a cosa de las cuatro, veíase en medio de la plaza de Santa Ana una cartera de bolsillo, o, por decir mejor, un librito de memorias, sobre cuyo forro se leía la palabra francesa Notes.

El librito yacía en mitad del suelo, demostrando claramente que se le había perdido a algún transeúnte: habría sido lujoso, pero estaba muy estropeado su forro de piel de Rusia color de avellana: cerrábase por medio de un brochecito dorado, de esos que se abren con la uña del dedo pulgar; y, en fin, sería poco más grande que un naipe y algo más pequeño que una esquela de entierro doblada en la forma en que se suplica el coche.

No sabemos el tiempo que llevaría de estar allí aquel objeto, cuando, por la parte septentrional de la calle del Príncipe apareció una honrada señorita, que ya filiaremos, custodiada por un criado de aspecto decoroso; la cual cruzó diagonalmente la plaza, como dirigiéndose a la del Ángel, viniendo a pasar precisamente por el sitio en que yacía el librito de memorias. Violo; miró en torno suyo buscando al que lo hubiese perdido; y como no descubriera alma viviente delante ni detrás de sí (pues lloviznaba a la sazón, y, además, en tal mes y a tales horas no hay casi nunca gente en aquella explanada), hizo que el criado se lo alargase; interpuso pulcramente el pañuelo entre la piel de Rusia del libro y la piel de Suecia del guante, y siguió su camino, exhibiendo en cierto modo, o sea dejando ver a los transeúntes aquel hallazgo, por si alguno era su dueño, y resuelta, en último caso, a hacer anunciar el lance en el Diario de Avisos o en La Correspondencia de España.


Leer / Descargar texto

Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 89 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tic... Tac...

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

Arturo de Miracielos (un joven muy hermoso, pero que a juzgar por su conducta, no tenía casa ni hogar) consiguió cierta noche, a fuerza de ruegos, quedarse a dormir en las habitaciones de una amiga suya, no menos hermosa que él, llamada Matilde Entrambasaguas, que hacía estas y otras caridades a espaldas de su marido, demostrando con ello que el pobre señor tenía algo de fiera…

Mas he aquí que dicha noche, a eso de la una, oyéronse fuertes golpes en la única puerta que daba acceso al departamento de Matilde, acompañados de un vocejón espantoso, que gritaba:

—¡Abra V., señora!

—¡Mi marido!… —balbuceó la pobre mujer.

—¡Don José! (tartamudeó Arturo). —¿Pues no me dijiste que nunca venía por aquí?

—¡Ay! No es lo peor que venga… (añadió a hospitalaria beldad), sino que es tan mal pensado, que no habrá manera de hacerle creer que estás aquí inocentemente.

—¡Pues mira, hija, sálvame! (replicó Arturo). —Lo primero es lo primero.

—¡Abre, cordera! —prosiguió gritando don José, a quien el portero había notificado que la señora daba aquella noche posada a un peregrino.

(El apellido de D. José no consta en los autos: sólo se sabe que no era hermoso.)

—¡Métete ahí! —le dijo Matilde a Arturo, señalándole uno de aquellos antiguos relojes de pared, de larguísima péndola, que parecían ataúdes puestos de pie derecho.

—¡Abre, paloma! —bramaba entretanto el marido, procurando derribar la puerta.

—¡Jesús, hombre!… (gritó la mujer): ¡qué prisa traes! Déjame siquiera coger la bata…

A todo esto Arturo se había metido en la caja del reloj, como Dios le dio a entender, o sea reduciéndose a la mitad de su volumen ordinario.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 168 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Brujas

José María de Pereda


Cuento


I

Con decir que el paisaje que el teatro representa en este cuadro es montañés, está dicho que es bello, en el sentido más poético de la palabra. De los detalles de él, sólo nos importa conocer un grupo o barriada de ocho o diez casas cortadas por otros tantos patrones diferentes; pero todos del carácter peculiar a la arquitectura rural del país. Tampoco nos importa conocer toda la barriada. Para la necesaria orientación del lector, basta que éste se fije en dos casas de ella: una con portalada, solana de madera y ancho portal, y otra enfrente, separada de la primera por un campillo o plazoleta rústica, tapizada de hierba fina, malvas, juncias y poleos. Esta casa, que apenas merece los honores de choza, sólo descubre el lado o fachada principal correspondiente a la plazuela; los otros tres quedan dentro de un huertecillo protegido por un alto seto de espinos, zarzas y saúco. Los tesoros que guarda este cercado son una parra achacosa, verde, de un solo miembro; dos manzanos tísicos y algunos posarmos, o berza arbórea, diseminados por el huerto, que apenas mide medio carro de tierra.

En el momento en que le contemplamos, la parra tiene media docena de racimos negros; los manzanos están en cueros vivos, y los posarmos en todo su vigor; la puerta de la casuca permanece herméticamente cerrada, y, agrupados junto a la parte más transparente del seto, hay hasta cinco chicuelos mirando al interior del huerto, todos descalzos y en pelo, con un tirante solo los más, y los calzones íntegros los menos.

El más alto es mellado; el más bajo es rubio, como el pelo de una panoja; otro es gordinflón, con unos ojazos como los del buey más grande de su padre; el cuarto tiene un enorme lunar blanco en medio del cogote, y el quinto las cejas corridas y un ojo extraviado.

—¡Madre del devino Dios! —exclama el rojillo—. ¡Qué grande es aquel que cuelga cancia el suelo!


Leer / Descargar texto

Dominio público
34 págs. / 59 minutos / 163 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Chicos de la Calle

José María de Pereda


Cuento


I

Los seres que con este nombre se designan vulgarmente en Santander tienen más de seis años y no pasan de doce; andan en bandadas, como los gorriones, y, como éstos, son dañinos y objeto de general antipatía.

Usan un remendado pantalón de indefinible género, una camisa que siempre es vieja, y a las veces blusa: nada de zapatos y muy poco de gorra.

Son alumnos de la escuela de balde; y aunque concurren a ella dos o, a lo sumo, tres veces al mes, llevan siempre al costado, y pendiente de un hiladillo azul, una cartera o bolsa de lienzo manchada de tinta, que contiene un Amigo de los niños; una pluma reseca y abierta de puntos; un pliego de papel rayado para planas de segunda o, cuando más, de cuarta, la mitad de ellas en blanco y la otra mitad escritas, todas éstas corregidas por el maestro con la calificación de «pésimo» entre unas cuantas crucecitas que significan otros tantos palmetazos, ya cobrados; y, por último, un cuaderno, de hechura casera, para cuentas, con forro de papel de estraza.

El destino de estas criaturas es vivir al aire libre, fijarse en todo cuanto ven, atropellar lo más respetable, atravesarse donde más estorban... hacer, en fin, todo lo contrario de lo que conviene a los demás.

Empiezan sus proezas al amanecer, porque es de advertir que los angelitos madrugan tanto como el sol. Revuelven los basureros, y son objeto de su predilección los recortes de papel y de telas de color, los pedazos de cuerda, cacerolas de latón y todo objeto sonoro, y las ratas. ¡Las ratas! Un hallazgo de esta clase es una ganga para ellos: cogerlas vivas, la mayor de sus satisfacciones.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 69 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A las Indias

José María de Pereda


Cuento


«Á las Indias van los hombres,
á las Indias por ganar:
las Indias aquí las tienen
si quisieran trabajar.»

(Canc. pop. de la Montaña.)

I

Madre, este carraclán está mal hecho.

—¡Jesús, qué condenao de chiquillo!… ¡Si le está, que ni pintao!

—¡Tisana, que me aprieta por todas partes, y los faldones se me suben al pescuezo cada vez que me voy á quitar el sombrero!

—Di que eres un mocoso presumido, y no me rompas la cabeza.

—Diga usté que no sabe coser por lo fino…, ni esta tarascona de mi hermana…. ¿Lo ve?… Lo mismo coge la aguja que las trentes. ¡Tisana, qué camisa me está cosiendo!… ¡Á ver si das más cortas esas puntadas!…

—¡El demonio del renacuajo!… ¿Cuándo soñaste tú en gastar levita?
¡Después que me llevo mes y medio sin pegar el ojo por servirle á él!…
Madre, yo no coso más.

Y la censurada costurera, que es una mocetona como un castaño, arroja al suelo la camisa que estaba cosiendo, y vuelve las espaldas con resuelto ademán al escrupuloso elegante, rapaz de trece años, listo como una ardilla y tan flaco como el mango de una paleta.

Su madre, mujer de cuarenta años, aunque las arrugas del rostro y la curva de sus espaldas la hacen representar sesenta, después de comerse media cuarta de hilo para hacerle punta y que pase por el ojo de la aguja que apenas se ve entre sus callosos dedos, pone en orden á la susceptible costurera, se acerca al muchacho, le hace girar tres veces sobre sí mismo, le estira con fuerza la levita que lleva puesta y después de contemplar un instante su obra, vuelve á sentarse, exclamando con acento de profunda convicción:

—Que la pinte mejor un sastre.

Pero antes de ir más lejos, y para mejor inteligencia de los lectores, es justo que, como diría el inédito poeta don Pánfilo, expliquemos la situación.


Leer / Descargar texto

Dominio público
19 págs. / 34 minutos / 325 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Comendadora

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

Hará cosa de un siglo que cierta mañana de marzo, a eso de las once, el sol, tan alegre y amoroso en aquel tiempo como hoy que principia la primavera de 1868, y como lo verán nuestros biznietos dentro de otro siglo (si para entonces no se ha acabado el mundo), entraba por los balcones de la sala principal de una gran casa solariega, sita en la Carrera de Darro, de Granada, bañando de esplendorosa luz y grato calor aquel vasto y señorial aposento, animando las ascéticas pinturas que cubrían sus paredes, rejuveneciendo antiguos muebles y descoloridos tapices, y haciendo las veces del ya suprimido brasero para tres personas, a la sazón vivas e importantes, de quienes apenas queda hoy rastro ni memoria…

Sentada cerca de un balcón estaba una venerable anciana, cuyo noble y enérgico rostro, que habría sido muy bello, reflejaba la más austera virtud y un orgullo desmesurado. Seguramente aquella boca no había sonreído nunca, y los duros pliegues de sus labios provenían del hábito de mandar. Su ya trémula cabeza sólo podía haberse inclinado ante los altares. Sus ojos parecían armados del rayo de la Excomunión. A poco que se contemplara a aquella mujer, conocíase que dondequiera que ella imperase no habría más arbitrio que matarla u obedecerla. Y, sin embargo, su gesto no expresaba crueldad ni mala intención, sino estrechez de principios y una intolerancia de conducta incapaz de transigir en nada ni por nadie.

Esta señora vestía saya y jubón de alepín negro de la reina, y cubría la escasez de sus canas con una toquilla de amarillentos encajes flamencos.

Sobre la falda tenía abierto un libro de oraciones, pero sus ojos habían dejado de leer, para fijarse en un niño de seis a siete años, que jugaba y hablaba solo, revolcándose sobre la alfombra en uno de los cuadrilongos de luz de sol que proyectaban los balcones en el suelo de la anchurosa estancia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 181 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Costurera

José María de Pereda


Cuento


—Qué linda está usted hoy, Teresa!

—¡Vaya!

—Es la pura verdad. Ese pañolito de crespón rojo junto á ese cuello tan blanco….

—¡Dale!

—Ese pelo, tan negro como los ojos….

—¡Otra!

—Y luego, una cinturita como la de usted, entre los pliegues de una falda tan graciosa. ¡Vaya una indiana bonita!

—¡Jesús!

—Es que me gusta mucho el color de lila…, cae muy bien sobre un zapatito de charol tan mono como el de usted…. ¡Ay qué pie tan chiquitín!… ¡Si le sacara un poco más!…

—¡Hija, qué hombre!

—Yo quisiera tener una fotografía de usted en esa postura, pero mirándome á mí.

—¡Vaya un gusto!

—Ya se ve que sí.

—Pues también yo tengo fotografías, sépalo usted.

—¡Hola!

—Y hecha por Pica-Groom.

—¿En la postura que yo digo?

—¡Quiá!; no, señor. Estoy de baile, como iba el domingo cuando usté nos encontró junto á la fábrica del gas.

—Por cierto que no quiso usted mirarme. ¡Como iba usted tan entretenida!…

—¡Si éramos ocho ó nueve!

—¡Pero qué nueve, Teresa! Parecían ustedes un coro de Musas.

—Usté siempre poniendo motes á todo el mundo.

—Es que entre aquellos árboles, y subiendo la cuesta…, ni más ni menos que la del monte Helicona….

—¿Ónde está eso?

—¿Helicona?… Un poco más allá de Torrelavega. El que no me gustó fué aquel Apolo que las acompañaba á ustedes.

—Si no se llama Polo…. Es un chico del comercio.

-Lo supongo. Quiero decir que iba algo cursi. ¡Y ustedes iban tan vaporosas, tan bonitas!

—¡Otra! Si íbamos al baile de Miranda, como todos los domingos.

—Ya oí el organillo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 78 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Buen Paño en el Arca se Vende

José María de Pereda


Cuento


Tengo el gusto de presentar a ustedes a la señora doña Calixta Vendaval y Chumacera, de Guerrilla y Somatén, mujer de cincuenta eneros cumpliditos, enjunta de carnes, pálida de cutis, sutil y hasta punzante de mirada, y bajita de estatura.

Dice a cuantos se lo preguntan, y a muchos más, que su marido es coronel retirado del ejército de la Isla de Cuba, en donde ganó el grado rechazando la invasión del filibustero López; pero yo sé de buena tinta que el señor Guerrilla y Somatén no pasó jamás de teniente con grado de capitán, carrera, en mi concepto, brillante para un hombre que, como el marido de doña Calixta, procede de la clase de tropa y es además muy bruto y muy feo. Pero doña Calixta no es de esta opinión; y lejos de ello, es capaz de arañarse con cualquiera que se atreva a poner en duda que su marido es un hermoso y bizarro militar que tiene tres galones como tres luceros. Sírvales a ustedes de gobierno esta circunstancia, especialmente en este instante en que van a ser presentados por mí a la simpática familia de aquella señora.


Leer / Descargar texto

Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 78 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Arroz y Gallo Muerto

José María de Pereda


Cuento


I

Aún no se habrían extinguido las últimas chispas de la hoguera, y apenas asomaban los primeros rayos del sol sobre la cúspide de las montañas vecinas, cuando las campanas del lugar comenzaron á tocar al alba. Sin duda el sacristán había pasado la noche con sus convecinos bailando al fulgor de la hoguera; pues de otro modo, según pública fama, no hubiera sido capaz de tomar la delantera al sol para abandonar el lecho.

Comenzaba yo, entre sueños, á reparar en la tan, para mí, inusitada música, y tal vez hubiera conseguido no salir con ella del plácido letargo que me dominaba, cuando la tos, las pisadas y los gritos de mi tío que entraba en la alcoba con el objeto de despertarme, ahuyentaron completamente el sueño que, por ser el de la aurora, es el que más me gusta.

—¡Arriba, perezoso, que ya es hora!—oí gritar entre garrotazos sacudidos sobre los muebles, y taconazos y patadas en el suelo.

—¡Pero, señor, si está amaneciendo!—contesté balbuciente y restregándome los ojos.

—Eso es: será mejor levantarse al mediodía como hacéis en la ciudad…. ¡Fuera pereza!—añadió con una risotada, tirando de un manotazo la ropa que me cubría, á los pies de la cama.—Alza esos huesos y disponte á celebrar á San Juan como es debido.

Estas últimas palabras me hicieron recordar que era el día de mi tío, y que por ello había llegado yo la víspera á su casa. Felicitéle cordialmente, y no pude menos de admirar aquella humanidad robusta y, á pesar de los sesenta años que contaba de fecha, fresca y rebosando en vida.

Estaba ya afeitado y vestido con la ropa de los domingos, traje que sin ser de rigorosa elegancia, ni mucho menos, tampoco bajaba hasta el vulgar de los campesinos: ancho, fino y cómodo, como pertenecía á un señor bien acomodado de aldea; categoría en que figura mi tío con tanto derecho como el mejor caballero de la provincia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 70 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

1234