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La Caída de la Casa de Usher

Edgar Allan Poe


Cuento


Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo cruzado solo, a caballo, a través de una extensión singularmente monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.

Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la desolación o del terror.

Contemplaba yo la escena ante mí—la simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos—con una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo.

Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello—me detuve a pensarlo—, qué era aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa de Usher? Era un misterio de todo punto insoluble; no podía luchar contra las sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión insatisfactoria de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos de este modo, aunque el análisis de ese poder se base sobre consideraciones en que perderíamos pie.


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22 págs. / 38 minutos / 1.517 visitas.

Publicado el 24 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Enterrado Vivo

Edgar Allan Poe


Cuento


Hay hechos, cuyo relato despierta vivísimo interés, y que son demasiado horribles para servir de asunto en la novela. Ningún novelista podría echar mano de ellos, sin grave peligro de disgustar y hasta de hacer daño al lector. Para que puedan aceptarse asuntos semejantes, es indispensable que se presenten con el severo traje de la verdad histórica. Estremece la lectura de los pormenores del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la epidemia de Londres, del degüello del día de San Bartolomé, ó de la asfixia de los ingleses prisioneros en el Blackhole de Calcuta; pero son los hechos, la realidad y en una palabra, la historiado que nos conmueve. Si relatos tales fuesen únicamente parto de la imaginación, no engendrarían más sentimiento que el del horror.

He citado unas cuantas de las más terribles y célebres calamidades que la historia consigna; pero lo que más hiere nuestra imaginación, es la magnitud y naturaleza de esas calamidades. Contemplo inútil advertir que mi trabajo pudiera reducirlo únicamente a escoger entre el inmenso catálogo de las miserias humanas, casos aislados de un dolor cualquiera, más material y más individual, que el que surge de la generalidad de esos desastres gigantescos.

Efectivamente, el verdadero dolor, el límite del sufrimiento, no es general, sino particular; y debemos dar gracias a Dios, que en su bondad no permitió que semejante exceso de agonía lo sufriese el hombre-masa ó colectivo, sino el hombre-unidad ó individual.


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15 págs. / 26 minutos / 3.265 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

El Rifle

Tomás Carrasquilla


Cuento


I

La mañana refulge gloriosa y las vitrinas de todos los almacenes están de gala, de alegría y paz en el señor. En esa víspera clásica se exhiben con ingenua elegancia, para tentación de chicuelos y de papás, cuantos juguetes, comestibles y ociosidades han creado las industrias nacionales y extranjeras. Gentes de toda clase y condición atisban aquí, husmean allá, trasiegan por dondequiera, en busca de los regalos que, en aquella noche de venturanzas, ha de traer el Niño Dios a la rapacería de la familia. Demandaderas y sirvientes van y vienen, cargados de cajas y envoltorios; los obsequios se cruzan, los presentes se cambian, mientras la horda mendicante implora e implora en ese momento cristiano en que los corazones se ablandan.

Un caballero, de aire noble y ya maduro, observa desde una esquina del Capitolio aquel agitarse vertiginoso de la colmena. Su aire revela hondos pesares. ¿Cómo no? Es un señor sin hijos, separado de su mujer y forastero en la capital. La soledad y el hielo de su vida le acosan en este día en que se rinde culto a la familia, se prende el lar de los afectos y se piensan en los ausentes y en los muertos queridos.

La felicidad que nota en tanta cara extraña le hace más acerba su desgracia.

— ¿Embolo mesio? —le dice un granujilla hasta de once años, con voz arrulladora de súplica. El hombre hace una señal de asentimiento, pone un pie sobre la caja y el menestralillo empieza.

Está astroso, desharrapado, roto; pero sus manitas y sus pies son escultóricos, sus uñas encañonadas y pulidas. En medio de aquel desaseo se adivina en esas extremidades el proceso de una estirpe aristocrática. En torno del raído casquete se alborotan unos bucles castaños que enmarcan una carita de tono ardiente, con facciones de ángel. Hay en sus movimientos, manipuleo y ademanes, esa gracia indecible de los niños cuando ejecutan con esmero algún trabajo.

El hombre lo estudia.


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12 págs. / 21 minutos / 1.463 visitas.

Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Conde Lucanor

Infante Don Juan Manuel


Cuento, Tratado


Anteprólogo

Este libro fizo don Johan, fijo del muy noble infante don Manuel, deseando que los omnes fiziessen en este mundo tales obras que les fuessen aprovechosas de las onras et de las faziendas et de sus estados, et fuessen más allegados a la carrera porque pudiessen salvar las almas. Et puso en él los enxiemplos más aprovechosos que él sopo de las cosas que acaesçieron, porque los omnes puedan fazer esto que dicho es. Et sería maravilla si de cualquier cosa que acaezca a cualquier omne, non fallare en este libro su semejança que acaesçió a otro.


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244 págs. / 7 horas, 7 minutos / 1.448 visitas.

Publicado el 27 de junio de 2018 por Edu Robsy.

A la Deriva

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea!—alcanzó a lanzar en un estertor.—¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua!—rugió de nuevo.—¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino!—protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!


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3 págs. / 5 minutos / 3.303 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Simón el Mago

Tomás Carrasquilla


Cuento


Entre mis paisanos criticones y apreciadores de hechos es muy válido el de que mis padres, a fuer de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan terrible de nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea un disparate, es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron mejorar su prole no fue por falta de diligencia: que la hicieron, y en grande.

¡Mis hermanas cuentan y no acaban de aquellas encerronas de día entero en esa despensa tan oscura donde tanto espantaban! Mis hermanos se fruncen todavía al recordar cómo crujía en el cuero limpio, ya la soga doblada en tres, ya el látigo de montar de mi padre. De mi madre se cuenta que llevaba siempre en la cintura, a guisa de espada, una pretina de siete ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del cuento, sin fórmula de juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde cayera; amen de unos pellizcos menuditos y de sutil dolor con que solía aliñar toda reprensión.

¡Estos rigores paternales, bendito sea Dios, no me tocaron!

¡Sólo una vez en mi vida tuve de probar el amargor del látigo!

Con decir que fui el último de los hijos, y además enclenque y enfermizo, se explica tal blandura.

Todos en la casa me querían a cual más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la familia; ¡y mal podría yo corresponder a tan universal cariño cuando todo el mío lo consagré a Frutos!

Al darme cuenta de que yo era una persona como todo hijo de vecino, y que podía ser querido y querer, encontré a mi lado a Frutos, que, más que todos y con especialidad, parecióme no tener más destino que amar lo que yo amase y hacer lo que se me antojara.


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22 págs. / 39 minutos / 2.177 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


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2 págs. / 3 minutos / 95 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Ánima Sola

Tomás Carrasquilla


Cuento


Personajes

—la tercera esposa
—las trece hijas
—timbre de gloria
—flor de lis
—licenciado
—peregrino
—monjita

I

En aquel tiempo, como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó el universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida; sus hombres todos, héroes y conquistadores; riquísimos sus feudos y regalías. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios que en él recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían.

En su ansia de perpetuarse, de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones por decenas, Como no se los diese bajó a dígitos y, por último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de la tierra o quería mortificarle: a cada espera enviábale una hembra, cuando no dos.

Entre la ilusión y el desengaña llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa, sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los siervos en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al magnate un heredero. Pagado, resarcido de todos se consideró con el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto que a nada en el mundo podía compararse. Pesóse el recién nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios. Su Sacra real Majestad vino en persona a sacarle de pila; repartiéronse ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; celebráronse fiestas por ocho días, y numerosos mensajeros llevaron la nueva a ciudades y castillos. |Timbre de Gloria se nombró al heredero.


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16 págs. / 28 minutos / 2.414 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

En la Noche

Horacio Quiroga


Cuento


Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en la canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.

Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el Paraná, exhausto de agua, habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo marinero de la Marina de guerra inglesa, que probablemente había sido antes pirata en el Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido antes contrabandista de caña en San Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.

—Está bien —me dijo al ver el río grueso—. Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular marinero. Pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien crecido. ¿Ve esa piedraza —me señaló— sobre la corredera del Greco? Pues bien; cuando el agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces a abrir la boca ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá decir que sus puños sirven para algo. Lleve otro remo también, porque con seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con cera. Y así y todo es posible que se ahogue.

Con un remo de más, en consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el Teyucuaré.


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Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Nada Menos que Todo un Hombre

Miguel de Unamuno


Cuento


I

La fama de la hermosura de Julia estaba esparcida por toda la comarca que ceñía a la vieja ciudad de Renada; era Julia algo así como su belleza oficial, o como un monumento más, pero viviente y fresco, entre los tesoros arquitectónicos de la capital. «Voy a Renada — decían algunos — a ver la catedral y a ver a Julia Yáñez.» Había en los ojos de la hermosa como un agüero de tragedia. Su porte inquietaba a cuantos la miraban. Los viejos se entristecían al verla pasar, arrastrando tras sí las miradas de todos, y los mozos se dormían aquella noche más tarde. Y ella, consciente de su poder, sentía sobre sí la pesadumbre de un porvenir fatal. Una voz muy recóndita, escapada de lo más profundo de su conciencia, parecía decirle: «¡Tu hermosura te perderá!» Y se distraía para no oírla.

El padre de la hermosura regional, don Victorino Yáñez, sujeto de muy brumosos antecedentes morales, tenía puestas en la hija todas sus últimas y definitivas esperanzas de redención económica. Era agente de negocios, y éstos le iban de mal en peor. Su último y supremo negocio, la última carta que le quedaba por jugar, era la hija. Tenía también un hijo; pero era cosa perdida, y hacía tiempo que ignoraba su paradero.

—Ya no nos queda más que Julia — solía decirle a su mujer — ; todo depende de como se nos case o de como la casemos. Si hace una tontería, y me temo que la haga, estamos perdidos.

—¿Y a qué le llamas hacer una tontería?

—Ya saliste tú con otra. Cuando digo que apenas si tienes sentido común, Anacleta...

—¡Y qué le voy a hacer, Victorino! Ilústrame tú, que eres aquí el único de algún talento...


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Dominio público
41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 1.575 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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