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editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles


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Sueño

Miguel de Unamuno


Cuento


Cuando conocí a don Hilario no era ya nadie ni hacía nada, resultando un sujeto de los más borrosos y comunes a pesar de su fama de raro. Mas, aun así y todo, tuve la fortuna de presenciar una de sus explosiones, una erupción de sus honduras espirituales, y oírle contar sus desventuras con aquella voz gangosa y aquel modo doloroso que en casos tales, y hasta volver a caer en su natural huronería, le dominaba por completo.

Ciego de mozo por la lectura y el estudio, creía a pies juntillas haber sido tal vicio la fuente de sus males. Con hidrópica sed de saber misterios, había devorado de todo, ciencias, letras, humanidades, con encarnizamiento insaciable. El misterio se le iba agrandando a la par que descubría nuevas caras por que abordarle y sentía desazón e impaciencia al encontrarse cientos de veces con las mismas cosas en cientos de libros diversos. Anhelando novedades, ideas nuevas o renovadas que le refrescaran la mente, encontrábase con insoportables repeticiones. Todos los libros que tratan de una materia contienen un fondo común, y este fondo le daba ya sueño, a puro machaqueo. El que consigue descubrir una verdad en química no se conforma con menos que con escribir un tratado completo de química, y gracias si no pretende que esa verdad modifique todas las restantes y sea piedra sillar de un nuevo sistema.

Al acostarse dejaba sobre la mesilla de noche tres o cuatro libros, solicitado a la vez por todos ellos; tras breve vacilación, cogía uno, lo hojeaba, leía trozos salteados, empezaba un capítulo, inatento, distraído por el deseo de los restantes libros de la mesilla; y así lo dejaba para tomar otro, y a su vez dejarlo en cuanto se convertía en lo que decían el sugestivo lo que dirían. Muchas veces tocaba a uno y otro y se quedaba sin ninguno, y acabó por ni tocarlos siquiera, optando por dormir al sentimiento de la vecindad de sus queridos libros.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 151 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Theros

Benito Pérez Galdós


Cuento


I

El tren partió de la estación, machacando con sus patas de hierro las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y a otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas o a demonio travieso. Ni siquiera volvía la cabeza para saludar a los empleados de la línea, ni a las señoras y caballeros que poblaban el andén. Descortés y sin otro afán que perderse de vista, dejó atrás los almacenes, los muelles y oficinas de la pequeña velocidad, el cocherón, los talleres, la casilla del guarda agujas, y se deslizó por la Cortadura, un brazo de tierra cuya mano tiene la misión de asir a Cádiz para que no se lo lleven las olas.

Corriendo por allí, veíamos el mar de Levante, las turbulentas aguas y el nebuloso horizonte, que bien podríamos llamar el campo de Trafalgar, veíamos por otro lado la bahía, en cuya margen se asientan sonriendo alegres ciudades y villas; veíamos también a Cádiz, que daba vueltas lentamente cual fatigada bolera, y tan pronto se nos presentaba por la derecha como por la izquierda.

Después, el tren pisó las charcas salobres de la Isla, abriéndose paso por entre montes de sal. Franqueó los famosos caños en cuyos bordes España y Francia han dirimido sus últimas contiendas; cruzó las célebres aguas en que flotó el manto del último rey de los godos, y se dirigió tierra adentro avivando el anhelante paso. Llevábale sin duda tan aprisa el exquisito olor de las jerezanas bodegas, que más cerca estaban a cada minuto, y por último, la inquieta maquinaria dio resoplidos estrepitosos, husmeó el aire, cual si quisiera oler el zumo almacenado entre las cercanas paredes, y se detuvo.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 449 visitas.

Publicado el 22 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Tic... Tac...

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

Arturo de Miracielos (un joven muy hermoso, pero que a juzgar por su conducta, no tenía casa ni hogar) consiguió cierta noche, a fuerza de ruegos, quedarse a dormir en las habitaciones de una amiga suya, no menos hermosa que él, llamada Matilde Entrambasaguas, que hacía estas y otras caridades a espaldas de su marido, demostrando con ello que el pobre señor tenía algo de fiera…

Mas he aquí que dicha noche, a eso de la una, oyéronse fuertes golpes en la única puerta que daba acceso al departamento de Matilde, acompañados de un vocejón espantoso, que gritaba:

—¡Abra V., señora!

—¡Mi marido!… —balbuceó la pobre mujer.

—¡Don José! (tartamudeó Arturo). —¿Pues no me dijiste que nunca venía por aquí?

—¡Ay! No es lo peor que venga… (añadió a hospitalaria beldad), sino que es tan mal pensado, que no habrá manera de hacerle creer que estás aquí inocentemente.

—¡Pues mira, hija, sálvame! (replicó Arturo). —Lo primero es lo primero.

—¡Abre, cordera! —prosiguió gritando don José, a quien el portero había notificado que la señora daba aquella noche posada a un peregrino.

(El apellido de D. José no consta en los autos: sólo se sabe que no era hermoso.)

—¡Métete ahí! —le dijo Matilde a Arturo, señalándole uno de aquellos antiguos relojes de pared, de larguísima péndola, que parecían ataúdes puestos de pie derecho.

—¡Abre, paloma! —bramaba entretanto el marido, procurando derribar la puerta.

—¡Jesús, hombre!… (gritó la mujer): ¡qué prisa traes! Déjame siquiera coger la bata…

A todo esto Arturo se había metido en la caja del reloj, como Dios le dio a entender, o sea reduciéndose a la mitad de su volumen ordinario.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 179 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Hombre Célebre

J. M. Machado de Assis


Cuento


—¿Así que usted es el señor Pestana? —preguntó la señorita Mota, haciendo un amplio ademán de admiración. Y luego, rectificando la espontaneidad del gesto—: Perdóneme la confianza que me tomo, pero… ¿realmente es usted?

Humillado, disgustado, Pestana respondió que sí, que era él. Venía del piano, enjugándose la frente con el pañuelo, y estaba por asomarse a la ventana, cuando la muchacha lo detuvo. No era un baile; se trataba, apenas, de un sarao íntimo, pocos concurrentes, veinte personas a lo sumo, que habían ido a cenar con la viuda de Camargo, en la Rua do Areal, en aquel día de su cumpleaños, cinco de noviembre de 1875… ¡Buena y alegre viuda! Amante de la risa y la diversión, a pesar de los sesenta años a los que ingresaba, y aquélla fue la última vez que se divirtió y rió, pues falleció en los primeros días de 1876. ¡Buena y alegre viuda! ¡Con qué entusiasmo y diligencia incitó a que se bailase después de cenar, pidiéndole a Pestana que ejecutara una cuadrilla! Ni siquiera fue necesario que insistiese; Pestana se inclinó gentilmente, y se dirigió al piano. Terminada la cuadrilla, apenas habrían descansado diez minutos, cuando la viuda corrió nuevamente hasta Pestana para solicitarle un obsequio muy especial.

—Usted dirá, señora.

—Quisiera que nos toque ahora esa polca suya titulada Não bula comigo, Nhonhô.

Pestana hizo una mueca pero la disimuló en seguida, luego una breve reverencia, callado, sin gentileza, y volvió al piano sin interés. Oídos los primeros compases, el salón se vio colmado por una alegría nueva, los caballeros corrieron hacia sus damas, y las parejas entraron a contonearse al ritmo de la polca de moda. Había sido publicada veinte días antes, y no había rincón de la ciudad en que no fuese conocida. Ya estaba alcanzando, incluso, la consagración del silbido y el tarareo nocturno.


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11 págs. / 20 minutos / 250 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Rey Destronado

Silverio Lanza


Cuento


(En el manicomio)

Su majestad el Rey ha tenido visita por la mañana. A la hora de la comida asegura á sus compañeros que le han visitado la familia real y el presidente del Consejo.

—Volveré pronto á palacio.

—¿Por qué no? se dice uno.

—Cosas de este pobre hombre, opinan los restantes.

Su majestad llega á la huerta y enciende un cigarro puro. Los locos le rodean.

—¡Qué aire tan distinguido tiene usted!

El rey no contesta.

—¡Qué buen tabaco fuma vuecencia!

El rey sigue impasible.

—Señor: Si V. M. se fatiga, yo chuparé.

—Después: cuando me queme los dedos.

Y todos los locos piensan en lo que harán para conseguir la colilla.

El rey está en un banco elevado á trono, y sus vasallos le rodean. Hay algo extraordinariamente majestuoso en la apostura de aquel fumador y en el humo que rodea su cabeza.

Y después, cuando ya se quema los dedos, apaga el puro restregándolo contra el trono, enseña la colilla á sus cortesanos, y dice:

—Para picarla mañana.

Y se la guarda en un bolsillo.

Los locos se esparcen por la huerta.

—¿Y el rey?—pregunta un demente que acaba de llegar.

—Ya no lo es.

—¿Por qué?

—Porque apura la colilla.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 89 visitas.

Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Un Stradivarius

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Qué es lo que usted desea? Pase usted, caballero; aquí hay todo lo que puede necesitar. Tome usted asiento si quiere…

—Mil gracias. Deseaba yo ver unos ornamentos de iglesia de mucho lujo.

—Aquí encontrará usted cuanto necesite: casullas, capas pluviales, cíngulos, amitos, paños de corporales, palios, en fin, todo muy bueno, de muy buena clase, muy barato y para todas las fiestas del año.

—Pues veremos; porque tengo un encargo de un tío muy rico, de Guadalajara, que quiere hacer un obsequio a la catedral.

El vendedor era el señor Samuel, un rico comerciante y dueño de una joyería situada en una de las principales calles de México; pero en ella tanto podían encontrarse collares y pulseras, pendientes y alfileres de brillantes, de rubíes, de perlas y esmeraldas, como ornamentos de iglesia, y custodias de oro, y cálices y copones exquisitamente trabajados, como lujosos muebles y objetos de arte, de esos que constituyen la floración del gusto.

El señor Samuel, bajo de cuerpo, gordo, blanco, rubio, colorado, con la cabeza hundida entre los hombros y las narices entre los carrillos, tenía fama de ser un judío porque se llamaba Samuel, porque era muy rico y muy codicioso, porque gustaba mucho de comer carne de cerdo, lo cual para el vulgo era una prueba de que su religión se lo prohibía, fundándose en que la prohibición causa apetito, y, por último, porque los sábados estaba tan alegre como los cristianos el domingo.

El otro interlocutor era un joven pálido, alto y delgado, mirada triste, melena lacia, levita negra vieja y pantalón ídem, es decir, negro y viejo. Además, aunque esto debía ser accidental, llevaba en la mano izquierda un violín metido en una caja forrada de tafilete negro con adornos de metal amarillo, que semejaba el ataúd de un párvulo.

A no caber duda, era un músico.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 494 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Pequeñez

Antón Chéjov


Cuento


Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún —treinta y dos años—, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo; y las que las seguían se sucedían sin interrupción, monótonas y grises.

Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.

—¡Buenas noches, Nicolás Ilich! —le dijo una voz infantil—. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Boca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.

—¡Buenas noches, amigo! —contestó Beliayev—. No te había visto. ¿Mamá está bien?

Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.

—Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 195 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Tarde de Domingo

Roberto Arlt


Cuento


Eugenio Karl salió aquella tarde de domingo a la calle, diciéndose: “Es casi seguro que hoy me va a ocurrir un suceso extraño”.

El origen de semejantes presagios lo basaba Eugenio en las anómalas palpitaciones de su corazón, y éstas las atribuía a la acción de un pensamiento distante sobre su sensiblidad. No era raro que atenaceado por un presentimiento vago tomara precauciones concretas o procediera de forma poco normal.

Su táctica en este sentido dependía de su estado psíquico. Si estaba contento admitía que el presagio era de naturaleza benigna. En cambio, si su humor era sombrío evitaba incluso salir a la calle por temor a que se le cayera encima de la cabeza la cornisa de un rascacielos o un cable de corriente eléctrica.

Pero, generalmente, le agradaba abandonarse al presagio, ese incierto deseo de aventura que subsiste en el hombre de temple más agrio y pesimista.

Durante más de media hora siguió Eugenio al azar por las veredas, cuando de pronto observó a una mujer envuelta en un tapado negro. Avanzaba hacia él sonriendo con naturalidad. Eugenio la reconsideró con el ceño enfoscado, sin poder reconocerla, y pensando simultáneamente:

“Las costumbres de las mujeres afortunadamente son cada vez más libres.”

De pronto ella exclamó:

–¿Cómo le va, Eugenio?

Karl despegó instantáneamente de la neblina que envolvía curiosidad:

–¡Ah! ¿Es usted, señora? ¿Cómo le va?

Durante una fracción de segundo Leonilda lo reconsideró con sonrisa lacia, equívoca, mientras que Eugenio se informaba:

–¿Y Juan?...

–Salió, como de costumbre. Ya ve, me dejó solita. ¿Quiere venir a tomar el té conmigo?

Leonilda hablaba despacio, indecisa, con su sonrisa relajada por una fatiga lasciva que inclinándole la cabeza sobre un hombro la obligaba a mirar al hombre entre los párpados semicerrados, como si tuviera ante los ojos un sol centelleante.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 115 visitas.

Publicado el 19 de abril de 2023 por Edu Robsy.

Va de Cuento

José María de Pereda


Cuento


Vase un lugarejo (lindante, por más señas, con el mío) de reducidos términos y hacienda escasa, pero rico en galas y ornamentos de la naturaleza: floridos prados, selvas umbrías, montes abruptos, rumor de oleajes, auras marinas... lugar costeño, en fin, de la Montaña, y está dicho todo.

Habitábanle pobres labriegos, tan pobres, que a duras penas sacaban de los senos de la madre tierra, dándoles muchas vueltas cada año, el necesario jugo para nutrir mal y vestir a medias el cuerpo encanijado. En cambio, gozaban fama, muy bien adquirida, de ser la gente más lista de toda la comarca. Sabían algo de letras de molde, y se perecían por estar al tanto de las cosas y sucesos del mundo.

Érase, al mismo tiempo, un señorón de la corte, que había dado en la gracia de visitar a menudo aquel lugar, tentado de la codicia de sus bellezas naturales. El tal señorón no lo parecía por la sencillez de su porte, ni por la suavidad de su carácter, ni por la llaneza patriarcal de sus costumbres. Súpose, al cabo, allí, que no era «sujeto de los de tres al cuarto», por la fama vocinglera, que ya lo tenía bien pregonado por esos mundos de Dios; y fue la noticia motivo de gran asombro para aquellos aldeanos, no sólo por lo que les descubría de repente, sino porque no acertaban a explicarse cómo un hombre de tan erguido copete y de tan grande poder se daba por contento allí con trepar a las montañas, pintar en unas tablucas caseríos y peñascos, coger en el arenal caracoles y concharras, y con verlo y observarlo todo, grande y chico... y desde lejos, para no molestar a nadie, sin pedirles jamás nada, ni siquiera el voto a favor de un candidato para alcalde del lugar, ni una parcela de lo baldío para anzuelo de otras muchas que iría pescando poco a poco, hasta alzarse «en su día» con todo el territorio comunal.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 103 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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