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El Palacio del Sol

Rubén Darío


Cuento


A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

Ya veréis, sana y respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el fierro, para encender la púrpura de las lindas mejillas virginales; y que es preciso abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean, en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas.

Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecer, en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.

—Berta, te he comprado dos muñecas…

—No las quiero, mamá…

—He hecho traer los Nocturnos…

—Me duelen los dedos, mamá…

—Entonces…

—Estoy triste, mamá…

—Pues que se llame al doctor…

Y llegaron las antiparras de aros de carey, los guantes negros, la calva ilustre y el cruzado levitón.

Ello era natural. El desarrollo, la edad… síntomas claros, falta de apetito, algo como una opresión en el pecho… Ya sabéis; dad a vuestra niña glóbulos de arseniato de hierro, luego, duchas. ¡El tratamiento!…

Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y duchas al comenzar la primavera, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, que llegó a estar fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

* * *


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4 págs. / 8 minutos / 2.652 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Paso de la Recua

Arturo Ambrogi


Cuento, crónica


Cae perpendicularmente el sol. Cae perpendicular, encendiendo ofuscantes reflejos en el polvo calizo de la carretera.

Es la hora del mediodía. La hora propicia en que los garrobos, abandonando sus cuevas, suben, rampantes, por los troncos de los viejos árboles, hasta la cúspide pelada y ahí plantados, parecen implorar una ráfaga de brisa. Es, también , la hora en que las culebras se enroscan en nudo más apretado, y así amodorradas se están, chitas, entre las requemadas macollas o se tienden , estiradas como chirriones, simulando estar muertas, entre el polvo blanco.

La naturaleza parece aletargada. Sumida en un sopor de plomo, en medio del cual apenas repercute, estridente, el agrio chirrear de las chicharras y de los chiquirines.


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2 págs. / 3 minutos / 138 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2020 por Edu Robsy.

El Pastor y el Rebaño de Nieve

Abraham Valdelomar


Cuento


I

Era el reinado de Túpac Inca Yupanqui. Ritti-Kimiy, hermano del Inca, era uno de sus favoritos. Usaba flechas y armas iguales a las suyas y departía por las tardes con su noble hermano. Eran todos felices en el reino. Pacric había hecho conquistas para el Inca, había cogido animales rarísimos para sus salones y piedras preciosas para su llauto. Una tarde, los dos nobles hermanos miraban descender el Sol sobre la mar lejana, desde la terraza del palacio real. El cielo se vestía de un color rojo encendido que ardía sobre el mar.

Miraban atentamente cómo se hundía el Sol sin ocultarse tras de las nubes, lo cual era un feliz presagio para el Inca. Ya iba a ocultarse el astro. Una nubecilla dorada se acercó demasiado. El Inca palideció. Ahora se alejaba, y los nobles observaban presas de una excitación intensa y febril. Ya faltaban minutos, segundos, ahora...

–¡Por fin!

–¡La felicidad te espera!

–Contento y feliz estoy. Pídeme ahora lo que quieras y hoy te lo concederé...

–¿Me concederás, señor y hermano, lo que te pida hoy?...

–¡Te lo concederé! ¡Habla!

–Quiero ver a las vírgenes del Sol...

El Inca palideció. Aquello era una audacia sin límites. No había precedente de pedido semejante y al que se hubiera atrevido a formularlo lo habría hecho ahorcar en la plaza pública.

–No me has pedido riqueza, ni castillos, ni estados, ni haciendas, ni honores. No te has detenido a pedir un rebaño de oro ni una mujer de mis salas, ni uno de mis esclavos. ¿Por qué me pides aquello que nadie ha pedido nunca? ¿Por qué quieren ver tus ojos lo que no vieron jamás los humanos ojos? Pídeme lo que quieras. Tuyas son mis riquezas, mis esclavos, mis concubinas, mis armas y mis trajes, mis ovejas y mis rebaños. Pero no pidas, noble hermano, lo que no te he de conceder.


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2 págs. / 5 minutos / 374 visitas.

Publicado el 3 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Pequeño Escribiente Florentino

Edmundo de Amicis


Cuento


Estaba en la cuarta clase elemental. Era un gracioso florentino de doce años, de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles que, teniendo mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo, menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía ponerse pronto en disposición de obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para valer algo pronto, necesitaba trabajar mucho en poco tiempo; y aunque el muchacho era aplicado, el padre le exhortaba siempre a estudiar. Era ya de avanzada edad el padre, y el excesivo trabajo le había también envejecido prematuramente. Con efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su destino, se buscaba a la vez aquí y allá trabajos extraordinarios de copista, y se pasaba sin descansar en su mesa buena parte de la noche. Últimamente, de cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos, había recibido el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los subscriptores, y ganaba tres liras por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea le cansaba, y se lamentaba de ello a menudo, con la familia, a la hora de comer. “Estoy perdiendo la vista—decía—; esta ocupación de noche acaba conmigo”. El hijo le dijo un día: “Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú”. Pero el padre respondió: “No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es cosa mucho más importante que mis fajas; tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco, pero no quiero; y no me hables más de ello”.

El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo.


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7 págs. / 13 minutos / 294 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Perro

Juan José Morosoli


Cuento


Martiniano rara vez se acercaba al fogón de la estancia como lo hacían frecuentemente los otros puesteros. Y cuando lo hacía era para sentarse y quedarse callado, fumando, la cabeza medio levantada como haciendo un esfuerzo para acordarse de algo. No parecía oír ni ver. Recibía el mate, lo devolvía, lo volvía a recibir, y de repente, como si alguien lo llamara, salía al campo, montaba y partía.

Le acompañaba siempre el perro.

Con decir "el perro" ya se sabía que era el de Martiniano, pues los otros perros tenían nombre, o se distinguían por "el perro de tal o cual". El perro se parecía a Martiniano en muchas cosas. Ni al llegar ni al partir se acercaba a los otros perros. Ni los otros a él. Alguna cosa rara había en aquel perro que le alejaba de los demás.

Los dos —hombre y perro— parecían siempre encerrados dentro de ellos mismos. Una soledad que les salía de adentro los alejaba de hombres y cosas.

El único que solía conversar con Martiniano —lo necesario entre peón y patrón— era don Ramón, el dueño de la estancia.

Y para eso don Ramón iba al puesto, pues Martiniano no consideraba una obligación suya ir a dar cuenta de cómo iban las cosas en el campo a su cargo.

* * *

Al fondo del puesto estaba el pastoreo oficial a cuyo frente cruzaba el camino real. Algún carrero conocido que largaba allí la boyada, conversaba con él. Es decir, tomaba mate y hacía preguntas a Martiniano.

Fue en uno de esos encuentros que un carrero mirando el perro dijo esto:

—¡Mire que el perro es animal de buen aprender!... ¡Este parece hecho pa usté...!

Martiniano calló un segundo y respondió:

—¡Psss!... El perro es sin fin...

Hizo otra pausa y agregó:

—Al cristiano lo entiende aunque no hable...

El otro preguntó:

—¿Será verdad que es al único animal que no lo come ningún bicho?


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3 págs. / 6 minutos / 40 visitas.

Publicado el 25 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

El Poncho Más Pesado

Javier de Viana


Cuento


Don Cantalicio iba con su hijo atravesando el campo. Lo notaba extraño, nervioso, violento; en esto aprovechó para hablarlo.

—¡Ruperto!

—¿Qué quiere, tata? —interrogó el mozo.

Recostados ambos en la culata de la carreta, ambos en ese instante indiferentes a la lluvia que arreciaba, el viejo fijó en su hijo la mirada severa y empezó:

—Vamo arreglar cuentas.

—Yo nunca se las he pedido.

—Porque no tenes derecho... Nunca se las pedí yo a mi padre, pero él a mí, sí, y siempre supe dárselas!

—Vaya diciendo, —rindió el mozo, sometido.

Con expresión más suave, el viejo comenzó:

—P’algo sirven los años y la esperencia. Yo sé que vos estás sufriendo de mal de amores. Palabra de mujer...

—¡Es como renguera ’e perro'... ¡Nu hay que crerla nunca!...

—Y cuando no se cre, se monta a caballo y se marcha; p’algo tiene caballo el gaucho.

—¡Y p’algo tiene facón tamién! —rugió con violencia Ruperto.

Medió un silencio. Con voz más angustiosa que el chirriar de las ruedas de la carreta girando sobre los ejes desengrasados, habló don Cantalicio:

—¡Ya me lo malisiaba!... ¡Tenes las manos manchadas de sangre!... ¡Lo compriendo!... Ella t’engañó... Fuiste en busca ’el rival, se toparon, lo peliastes y te tocó matarlo!... ¡Compriendo!... Es triste... ¡Pero el corazón es una achura que manda más que un ray!... ¡Pobre hijo mío!... ¡Compriendo!...

—¡No compriende!... ¡A quién mate no jué a él!

—¿No jué a él?...

—No. A ella. Le sumí cinco veces el facón!...

Hizo el viejo un brusco ademán, púsose muy pálido, agitó los brazos, tembláronle los dedos y se le nubló la vista. Durante varios minutos permaneció en estado de inconsciencia. Luego, con voz majestuosa, dijo:


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1 pág. / 2 minutos / 27 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

El Reloj de Oro

J. M. Machado de Assis


Cuento


Ahora contaré la historia del reloj de oro. Era un gran cronómetro, perfectamente nuevo, que pendía de una elegante cadena. Luis Negreiros tenía toda la razón para quedarse boquiabierto cuando vio el reloj en casa, un reloj que no era suyo, ni podía ser de su mujer. ¿Sería ilusión de sus ojos? No lo era; allí estaba el reloj sobre la mesa de la alcoba, mirándolo, tal vez tan espantado como él del lugar y la situación.


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8 págs. / 14 minutos / 273 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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6 págs. / 11 minutos / 202 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Santo Grial

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella madrugada, al recostarse, más cerca de las cuatro que de las tres, en el diván del Casino, Raimundo, sin saber a qué atribuirlo, sintió hondamente el tedio de la existencia. Echada la cabeza atrás, aspirando un cigarrillo turco de ésos que contienen ligera dosis de opio, entró de lleno en los limbos del fastidio desesperanzado. Al advertir los pródromos del ataque de tan siniestra enfermedad, revivió mentalmente la jornada, analizó sus existencia y adquirió la certeza de que, en su lugar, otro hombre se consideraría dichoso.

¿Qué había hecho? Levantándose a las once, después de un sueño algo agitado, las pesas, las fricciones, el masaje, el baño, el aseo, los cuidados de una higiene egoísta y minuciosa duraron hasta la hora del almuerzo. Éste fue delicado, selecto, compuesto de manjares sólidos sin pesadez, que ahorran trabajos digestivos y reponen las fuerzas vitales.


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4 págs. / 8 minutos / 125 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Síncope Blanco

Horacio Quiroga


Cuento


Yo estaba dispuesto a cualquier cosa; pero no a que me dieran cloroformo.

Soy de una familia en la que las enfermedades del corazón se han sucedido de padres a hijos con lúgubre persistencia. Algunos han escapado —cuentan en mi familia— y según el cirujano que debía operarme, yo gozaba de ese privilegio. Lo cierto es que él y sus colegas me examinaron a conciencia, siendo su opinión unánime que mi corazón podía darse por bueno a carta cabal, tan bueno como mi hígado y mis riñones. No quedaba en consecuencia sino dejarme aplicar la careta, y confiar mis sagradas entrañas al bisturí.

Me di, pues, por vencido, y una tarde de otoño me hallé acostado con la nariz y los labios llenos de vaselina, aspirando ansiosamente cloroformo, como si el aire me faltara. Y es que realmente no había aire, y sí cloroformo que entraba a chorros de insoportable dulzura: chorros de dulce por la nariz, por la boca, por los oídos. La saliva, los pulmones, las extremidades de los dedos, todo era náuseas y dulce a chorros.

Comencé a perder la noción de las cosas, y lo último que vi fue, sobre un fondo negrísimo, fulgurantes cristales de nieve.

* * *

Estaba en el cielo. Si no lo era, se parecía a él muchísimo. Mi primera impresión al volver en mí, fue de que yo había muerto.

«¡Esto es! —me dije—. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que es apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi cuerpo que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese cuerpo se queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo, vivo, pues soy un alma viva».


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10 págs. / 18 minutos / 766 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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