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Jabulgot el Farsante

Roberto Arlt


Cuento


Estaba en mi biblioteca, reuniendo los documentos del que después se llamaría “El caso de las siete margaritas del escribano”, cuando a la puerta del jardín se detuvo Ernestina Brauning. Por los largos timbrazos comprendí la premura de la muchacha. Encendí la lámpara suspendida sobre un cantero. Ernestina no se había quitado aún el sombrero.

Posiblemente volvía de la cercana localidad de Alsdorf. Pensé: “Debe de sucederle algo a su tío.”

Si me hubiese fijado mejor, en su mano izquierda hubiera descubierto una pistola, pero mis ojos clavados en los suyos descuidaron el detalle.

—Creo que han asesinado a mi tío —dijo—. He llamado varias veces a la puerta de su dormitorio. Está cerrado por dentro y no contestan.

—¿Estuvo usted afuera?

—Sí; en Alsdorf.

Quedé complacido por mi deducción. Ernestina prosiguió:

—Llegué con el último tren. Al entrar en casa me sorprendió encontrar la mesa puesta. Tío había estado cenando con mi primo Jabulgot, me dijo el jardinero.

Conversando del caso llegamos a la casa del prestamista. La crueldad de míster Brauning se había hecho famosa en los contornos. Se dedicaba ostensiblemente a la usura. Ocupaba una casa de muros negruzcos semioculta entre el follaje de una arboleda de cedros y castaños. Cuando llegamos a la alameda nos salió al encuentro Juan, el jardinero. Era un hombre de pequeña estatura, sumamente recio, y viejo servidor del prestamista.

—El ingeniero Jabulgot estuvo cenando aquí con el señor.

Ernestina lo interrumpió malhumorada:

—Ya le he dicho que Jabulgot no es ingeniero. Él es tan farsante, que se hace dar el título porque estudió dos o tres años un curso de electricidad por correspondencia.

Después de este incidente, nos dirigimos al dormitorio. Ernestina, con su pesada pistola, estaba ligeramente ridicula.


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 20 visitas.

Publicado el 19 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Juanico y Perico

Voltaire


Cuento


Muchos sujetos fidedignos conocieron á Juanico y Perico en la escuela de Isoire en Alvernia, pueblo ilustre en todo el universo por su colegio y sus calderos. Era Juanico hijo de un traficante en machos muy afamado, y Perico debía la existencia á un buen labrador de las inmediaciones, que cultivaba la tierra con cuatro muías, y que, cuando había pagado el diezmo, la primicia, los pechos, el encabezamiento, no se quedaba muy sobrado en dinero para llegar hasta el fin del año.

Para ser alverñeses, Juanico y Perico eran muy bonitos muchachos, y se querían mucho uno á otro, teniendo siempre entre ellos ciertas confianzas de que se acuerdan los camaradas de la escuela con gusto cuando se ven luego en siendo grandes.

Ya estaban para salir de la escuela de escribir, cuando un dia trajo un sastre á Juanico un vestido de terciopelo con una chupa de raso á la última moda, acompañado todo con una carta del señor de los Juanetes. Perico alabó mucho el vestido, sin tener envidia; pero Juanico la empezó á echar de gran señor, cosa que afligió mucho á Perico. Juanico desde este dia no volvió á mirar el libro; pero se miraba mucho al espejo y no hacía aprecio de nadie. Poco después llegó en posta unayuda de cámara, trayendo otra carta para el señor marques de los Juanetes, que era una orden de su señor padre para que sin más tardanza fuera el señorito, su hijo, á Paris. Subió Juanico en su coche, alargando la mano á Perico, sonriéndose á guisa de protector y con mucha dignidad. Conoció Perico su miseria y echó á llorar, Juanico se partió con toda la pompa de su altanería.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 123 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2021 por Edu Robsy.

Justicia

Javier de Viana


Cuento


Dalmiro, mocetón de veintiocho años, era hijo único de Paulino Soriano, rico hacendado en las costas del Yi.

Muerta doña Inés, la patrona, la familia, compuesta de Paulino, Dalmiro y Josefa, —sobrina huérfana recogida y criada en la casa,— holgaba en el caserón.

Cierto que la servidumbre era numerosa: negras abuelas de motas blancas, negras jóvenes y presumidas con su tez de hollín y sus dientes de mazamorra, y un cardumen de negritos y negritas que al arrastrarse por el patio parecían pichones de patos picazos.

Pero todos eran silenciosos.

La adustez del patrón no necesitaba voces para imponerse.

No era malo el viejo gaucho; pero su exagerado espíritu de orden, respeto y justicia, le imponían una rígida severidad.

Amando entrañablemente a su hijo, éste creíalo hostil.

Dalmiro era indolente en el trabajo, brusco en sus maneras, provocativo en su decir; en tanto Bibiano, un peoncito de su misma edad y criados juntos, distinguíase por su incansable laboriosidad, su modestia, su comedimiento y sensatez.

Eran compañeros inseparables y con harta frecuencia don Paulino amonestaba a su flojedad y sus arrebatos, elogiando de paso a Bibiano.

—¡Usté nunca me da razón! —exclamó amoscado, cierta ocasión.

—Porque nunca la tenes, —replicó, severo, el anciano.

Desde entonces el “patroncito” comenzó a tomarle rabia al compañero. Y esa malquerencia fué subiendo de punto al enterarse de que Bibiano requería de amores a Josefa, que ella le correspondía y que don Paulino miraba con agrado la presunta unión.

Y Dalmiro, que nunca se había preocupado de su prima, quiso interponerse, y comenzó a perseguirla, más que con ruegos amorosos, con imposiciones y amenazas. Rechazólo la moza, y ante las lúbricas agresividades de Dalmiro, se vió obligada a poner en conocimiento del patrón lo que ocurría.


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1 pág. / 2 minutos / 37 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

Justicia Humana

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Victoriano Martínez.


Ya no se veía más que un pedacito de sol,—como un trapo rojo colgado en las crestas agudas de la serranía de occidente,—cuando don Panta, echando la caldera sobre el rescoldo y el mate al lado, apoyando en el pico de aquella la bombilla de éste, ordenó al decir:

—Vamos p'adentro, qu'el día está desensillando.

Cruzaron el patio, entre ortigas, malvabiscos, vértebras y canillas de carnero; y tras un puntapié dado al perro que dormitaba junto a la puerta y que salió gritando y rengueando, patrón y huéspedes entraron en el comedor de la estancia.

Los tres invitados rodearon la mesa y permanecieron de pie, el sombrero en la mano, los brazos caídos inmóviles.

En eso entró la patrona, una china adiposa y petiza que andaba con un pesado balanceo de pata vieja. La saludaron; los gauchos pidieron permiso para quitarse los ponchos y las armas; se sentaron; la peona trajo el hervido; cenaron. Durante la comida, la patrona se mostró disgustada, y no era para menos ¡no había podido entablar una conversación! Primero habló de la mujer del pulpero López, que era una gallega sucia, y los invitados respondieron a coro:

—Sí, señora.

Luego dijo que las hijas de don Camilo se echaban harina en la cara, no teniendo para comprar polvos y reventaban pitangas para darse colorete; y los gauchos tragando a prisa un bocado, atestiguaron diciendo:

—Sí, señora.

Después manifestó la mala opinión que tenía de la esposa del vecino Lucas; su indignación por la haraganería de las hermanas Gutiérrez; la repugnancia que le causaba la mujer de Fagúndez y el asco que sentía por la barragana del comisario. Y los invitados mascando, mascando, respondían siempre:

—Sí, señora.


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3 págs. / 6 minutos / 35 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Araña de Oro

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Pertenecía Raúl a una familia acomodada, y claro se está llamábanle los criados el "niño" Raúl. Era el único hijo varón, y de sus cuatro hermanas, dos eran casadas y dos andaban de rato en trance de encontrar marido. Feúchas eran, y bien feúchas, negruzcas, boconas, medio enanas, sólo tenían un encanto: el dinero.

El "Gringo" (que así llamaban a Raúl los de la familia y sus amigos) terminó sus estudios en el Colegio Nacional sin haber dado examen de ningún curso completo.

Comenzó a frecuentar la Facultad de Derecho como oyente, como intruso, y hasta dijo en casa y a los extraños que dió algunas vez exámenes. A todo esto vino la conscripción, y fué el gran pretexto para poner un paréntesis en esto de la Facultad, que él descaba fuera eterno.

Dió en casa la voz de alarma. Había que vestir el traje militar; servir a la patria... Pero cuando vió de cerca los pesados zapatones, la burda vestimenta; cuando le dijeron que a las veces había que barrer la cuadra, montar y mucho trotar, vínole algo así como un horror...

Las gestiones de su padre le salvaron. Fué declarado inhábil para el servicio.

Eliminado el lance de la conscripción, dijo continuaría sus estudios; pero no volvió más a la Facultad. La vida social le llamaba perentoriamente. Debía acompañar a sus hermanas a los "cines", a los bailes, al teatro, al hipódromo... Y debía vivir también él esa vida sin nada hacer, sin nada pensar: vida sin obstáculos, sin aguijones.

Era, fuerza es decirlo, un lindo muchacho: más bien bajo, grácil, con hermosos ojos garzos en una tez pálida... hubiérase dicho un hombre hecho de una mujer bonita.


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3 págs. / 5 minutos / 27 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Ballena

Baldomero Lillo


Cuento


Diez minutos después que el vigía izó en el tope la señal de “ballena a la vista”, la “Delfina” y la “Gaviota”, con sus remeros por banda, surcaban las aguas de la calera entre las exclamaciones de la alegre turba de muchachos y muchachas que ascendían los ásperos flancos del monte para presenciar, desde la altura, los incidentes de la liza.

En la cima del empinado cerro flameaba el trapo rojo, teniendo debajo un gallardete blanco para indicar que el cetáceo encontrábase al poniente. Al pie del mástil, el vigía, un muchacho de rostro moreno curtido por el sol y las brisas marinas, sentado en la menuda hierba, con las manos cruzadas delante de las rodillas, fijaba sus ojos penetrantes en los lejanos e intermitentes surtidores de espuma que la ballena lanzaba sobre la bruñida y esmeraldina superficie del mar.

Las chalupas, describiendo una curva para evitar los arrecifes del Guape, deslizábanse a todo remo en la dirección del occidente que les marcaban la banderola y el gallardete.

Uno a uno, jadeantes, sudorosos, los que componían la falange escaladora del río Tope fueron llegando a la meta. Cansadísimos, con la respiración anhelosa, entrecortada por la fatiga, dejábanse caer sobre la hierba en torno del vigía que continuaba en su actitud inmóvil devorando con la vista aquellos breves penachos blanquecinos.

Desde aquel elevado observatorio descubríase un inmenso panorama, iluminado por el fulgurante sol de octubre, suspendido en el cenit del cielo azulino y diáfano.


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9 págs. / 16 minutos / 146 visitas.

Publicado el 17 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

La Bruja

Nikolái Gógol


Cuento


I

Apenas se extinguían en el ambiente matutino los sonoros tañidos de la campana que colgaba sobre el ancho portalón del monasteri Kief, donde entonces instalado el Seminario, acudían presurosos de los distintos barrios de la ciudad, compactos grupos de escolares. Gramáticos, retóricos, filósofos y teólogos, clases en que se dividian los estudiantes de la época á que nos referimos, penetraban en el monasterio con los cuadernos bajo el brazo. Los primeros eran todavía muy jóvenes, tropezaban unos con otros y se increpaban con atipladas vocecillas. Tenían la ropa destrozada y sucia y los bolsillos llenos de tabas, huesos de albaricoque, silbatos, dulces incomibles y á veces metían en ellos, pacíficos gorriones que, al piar en el aula acarreaban á sus dueños las ásperas caricias de la palmela cuando no las de una vara de acebuche.

Los retóricos caminaban con más formalidad: solían tener la ropa más decente, aunque no sus rostros, que siempre ostentaban á modo de figuras retóricas, ora un ojo acardenalado, ora un labio partido, ora una contusión de buen tamaño. Estos caballeros conversaban con voz de tenor.

La de los filósofos tenía una octava más. Su rasgo distintivo era, entre otros, el de llevar en los bolsillos hojas de tabaco y el de no hacer nunca provisiones de boca por cuenta propia, devorando, eso sí, con la mayor presteza, lo que caía en sus manos. Además de ésto les distinguía un cierto olor a aguardiente merced al cual los pobres con quienes tropezaban se detenían con la boca abierta y paladeaban el aire que por ella les entraba.


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46 págs. / 1 hora, 20 minutos / 77 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2025 por Edu Robsy.

La Cabeza a Componer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase un hombre a quien le daba malísimos ratos su cabeza, hasta el extremo de hacerle la vida imposible. Tan pronto jaquecas nerviosas, en que no parecía sino que iba a estallar la caja del cráneo, como aturdimientos, mareos y zumbidos, cual si las olas del Océano se le hubiesen metido entre los parietales. Ya experimentaba la aguda sensación de un clavo que le barrenaba los sesos —y el clavo no era sino idea fija, terca y profunda—, ya notaba el rodar, ir y venir de bolitas de plomo que chocaban entre sí, haciendo retemblar la bóveda craneana y las bolitas de plomo se reducían a dudas, cavilaciones y agitados pensamientos.

Otras veces, en aquella maldita cabeza sucedían cosas más desagradables aún. Poblábase toda ella de imágenes vivas y rientes o melancólicas y terribles, y era cual si brotase en la masa cerebral un jardín de pintorreadas flores, o como la serie de cuadros de un calidoscopio. Recuerdos de lo pasado y horizontes de lo venidero, ritornelos de felicidades que hacían llorar y esperanzas de bienes que hacían sufrir, perspectivas y lontananzas azules y diamantinas, o envueltas en brumas tenebrosas, se aparecían al dueño de la cabeza destornillada, quemándole la sangre y sometiéndole a una serie de emociones y sobresaltos que no le dejaban vivir, porque le traían fatigado y caviloso entre las reminiscencias del ayer y las probabilidades inciertas del mañana.


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3 págs. / 5 minutos / 124 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Carta de la Suicida

Javier de Viana


Cuento


Corridos todos los trámites, enterrada la difunta, el juez de paz entregó a Torcuato la carta que ella había dejado escrita para él, su prometido.

Torcuato recibió el pliego, le dió vuelta entre sus dedos callosos, lo miró, tornó a darle vueltas y concluyó por doblarlo al medio y guardarlo cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta.

A pesar de que estaba obscureciendo, de que no había almorzado y de que sus ranchos quedaban lejos y atrásmano, montó a su caballo y se dirigió al trote, rumbo a la pulpería de don Manuel.

Allí, a solas con ei dueño de la casa, sacó la carta, se la presentó y dijo con súplica solemne:

—Vengo pa que me lea esto.

Don Manuel, —un gallego petizo, grueso, hinchado con los cuatro o cinco miles de pesos que congestionaban sus arterias de labriego,— se caló las antiparras, rasgó el sobre escrito y tras un momento de afanoso estudio,confesó con rabia:

—¡No entiendo estus jarabatus!

Torcuato, resignado, guardó la carta, montó a caballo y trotó hasta su rancho, distante, muy distante. La noche era obscura pero Torcuato y su overo sabían rumbiar con los ojos cerrados. La noche era fría; pero Torcuato y su overo tenían la piel curtida, resistente a todos los rigores del clima; helada, sol, lluvia, granizo... ¿que les iban a contar de nuevo?

El paisano llegó a su rancho, que con ser chico le pareció inmenso esa noche. Tiró el puncho sobre el catre, se acostó sin desvestirse. Como no había cerrado la puerta se quedó mirando hacia afuera, hacia lo negro sin término, abiertos los ojos que el sueño no quería cerrar.

Cuando la aurora echó un resoplido purpúreo en el interior del rancho, el paisano se enderezó en la cama. Al recojer el poncho lo encontró destrozado, como si hubiese estado escarbando una alimaña uñosa.


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4 págs. / 7 minutos / 49 visitas.

Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

La Cita

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alberto Miravalle, excelente muchacho, no tenía más que un defecto: creía que todas las mujeres se morían por él.

De tal convencimiento, nacido de varias conquistas del género fácil, resultaba para Alberto una sensación constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tenía la ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolvía. Él no notaba ni las solapadas burlas de sus amigos en el círculo y en el café, ni las flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habían dejado de serlo.

Dada su olímpica presunción, Alberto no extrañó recibir por el correo interior una carta sin notables faltas de ortografía, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases apasionadas se le rendía una mujer. La dama desconocida se quejaba de que Alberto no se había fijado en ella, y también daba a entender que, una vez puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba el mayor sigilo, y añadía que la señal de admitir el amor que le brindaba sería que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas iniciales convenidas.

Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo más natural... Después —por entera que fuese su infatuación—, sintió atisbos de recelo. ¿No sería una encerrona para robarle? Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una calle sospechosa, con no ir... La precaución de la devolución del autógrafo indicaba ser realmente una señora la que escribía, pues trataba de no dejar pruebas en manos del afortunado mortal.

Alberto cumplió la consigna.


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3 págs. / 6 minutos / 262 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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