La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo permanecía quieto, esperando a la salud.
La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o dudas acerca del tratamiento.
Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas
sentencias y máximas, fijadas en letras negras de brillo sobre
cartulinas blancas, obraban como un emético.
Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo
miraba sin cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una
postura aun más incómoda.
Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente
baja. En sus bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje
blancos.
* * *
El tiempo pesaba sobre todos nosotros, nos succionaba como un pulpo.
No me extrañaría si de pronto toda esa gen-te se levantase de un
salto y, sin motivo justificado, lo destruyese todo —mesas, ventanas,
lámparas—, como un solo hombre delirante.
El porqué yo mismo no obraba así me resultaba, en verdad,
inexplicable; probablemente dejé de hacerlo por temor de que los demás
no me secundaran al mismo tiempo, y de que tuviese que volver a
sentarme, avergonzado, después.
Volví a mirar los adornos de encaje blancos y sentí que el tedio se
había hecho aún más torturador y deprimente. Tuve la sensación de
soportar en la cavidad bucal una gran esfera gris de caucho, que se
hacía cada vez más grande y me estaba desplazando el cerebro.
En tales momentos de desolación, incluso la idea de cualquier cambio le causa a uno horror.
El chico iba alineando fichas de dominó en su estuche, pero las
sacaba de nuevo con un miedo febril, para volverlas a colocar de otro
yodo. Pues, aunque no le sobraba ninguna ficha, el estuche seguía sin
llenarse del todo; como él lo esperaba, le faltaba todavía una hilera
entera para llegar al borde.
Información texto 'Enfermo'