Textos por orden alfabético inverso publicados por Edu Robsy etiquetados como Cuento publicados el 31 de octubre de 2018

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editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento fecha: 31-10-2018


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Ver con los Ojos

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa, verano como corona de un invierno duro.

El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecicas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre estos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse los unos saludaban a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se le ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz el pobre…!». ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?

Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué solo el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?

Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.


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8 págs. / 14 minutos / 378 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Santa Baya de Cristamilde

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidiose en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristamilde. Fuimos dándole escolta yo y un criado viejo. Salimos a la media tarde para llegar a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas.

II

Santa Baya de Cristamilde está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden a su fiesta muchos devotos. Por veces a lo largo de la vereda, hállase un mendigo que camina arrastrándose, con las canillas echadas a la espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros vigilantes en los pajares. Sale la luna y el mochuelo canta escondido en un castañar. Cuando comenzamos a subir el monte es noche cerrada, y el criado, para arredrar a los lobos, enciende un farol. Delante va una caravana de mendigos: se oyen sus voces burlonas y descreídas: como cordón de orugas se arrastran a lo largo del camino. Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno. Van por el mundo sacudiendo vengativos su miseria y rascando su podre a la puerta del rico avariento: una mujer da el pecho a su niño, cubierto de lepra, otra empuja el carro de un paralítico: en las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras van dos monstruos: las cabezas son deformes, las manos palmípedas.


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2 págs. / 4 minutos / 259 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Restauración de la Bóveda Celeste

Lu Sin


Cuento


I

Nü-wa se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el universo.

Se frota los ojos.

En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál desciende.

La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.

—¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!

En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.

Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre su dedos.

—¡Ah! ¡Ah!


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Casa de la Agonía

Luigi Pirandello


Cuento


Sin duda el visitante, al entrar, había dicho su nombre, pero la vieja negra renqueante que había venido a abrirle como una mona con delantal, o no había entendido o lo había olvidado. Así que desde hacía tres cuartos de hora, para toda aquella casa silenciosa él era, ya sin nombre, “un señor que espera ahí”.

“Ahí” quería decir en la sala.

En la casa, aparte de la negra, que debía de haberse encerrado en la cocina, no había nadie. El silencio era tal, que el pausado tictac de un antiguo reloj de pared, tal vez desde el comedor, se oía destacado en el resto de las habitaciones como el latido del corazón de la casa; y parecía que los muebles de cada una de las habitaciones, incluidas las más alejadas, gastados pero bien cuidados, un poco ridículos por su estilo ya pasado de moda, estuvieran también escuchándolo, bien seguros de que en aquella casa nunca sucedería nada y ellos, por lo tanto, seguirían siempre así, inútiles, admirándose o compadeciéndose mutuamente, o mejor incluso dormitando.

Los muebles tienen también su alma, sobre todo los viejos, un alma que les viene de los recuerdos de la casa donde han pasado tanto tiempo. Para darse cuenta, es suficiente poner entre ellos un mueble nuevo.

Un mueble nuevo está todavía sin alma, pero ya, por el solo hecho de haber sido elegido y comprado, con el deseo imperioso de tenerla.

En cuanto llega, se ve que los muebles viejos lo miran mal: lo consideran un intruso pretencioso que aún no sabe nada y nada puede decir, pero entretanto se hace quién sabe qué ilusiones. Ellos, los muebles viejos, ya no se hacen ninguna, y eso los entristece: saben que con el tiempo los recuerdos empiezan a debilitarse y, con ellos, también su alma poco a poco se debilitará. Y se quedan así, descoloridos si son de tela, oscurecidos si de madera, también ellos silenciosos.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Historia de V. Goti

Miguel de Unamuno


Cuento


—Y bien, ¿qué? —le preguntaba Augusto a Víctor—, ¿cómo habéis recibido al intruso?

—¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer, nuestra irritación era grandísima. Y mientras estaba pugnando por venir al mundo, no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. «¡Tú, tú tienes la culpa!», me decía. Y otras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No te da vergüenza de estar aquí? Si me muero, tuya será la culpa». Y otras veces: «¡Esta y no más, esta y no más!». Pero nació, y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de un sueño y como si acabáramos de casarnos. Y me he quedado ciego, totalmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que todos dicen que mi Elena ha quedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, más joven y hasta más metida en carnes que nunca.

—Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogueteiro que tengo oída en Portugal.

—Venga.

—Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotécnica, es una verdadera bella arte. El que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío!


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Historia de la Señorita Grano de Polvo, Bailarina del Sol

Teresa de la Parra


Cuento


Era una mañana de fines del mes de abril. El buen tiempo en delirio, contrastaba irónicamente con un pobre trabajo de escribanillo que tenía yo entre manos aquel día. De pronto como levantara la cabeza vi a Jimmy, mi muñeco de fieltro que se balanceaba sentado frente a mí, apoyando la espalda en la columna de la lámpara. La pantalla parecía servirle de parasol. No me veía y su mirada, una mirada que yo no le conocía, estaba fija con extraña atención en un rayo de sol que atravesaba la pieza.

—¿Qué tienes, querido Jimmy? —le pregunté—. ¿En qué piensas?

—En el pasado —me respondió simplemente sin mirarme— y volvió a sumirse en su contemplación.

Y como temiese haberme herido por la brusquedad de la respuesta:

—No tengo motivos para esconderte nada —replicó—. Pero por otro lado, nada puedes hacer ¡ay! por mí —y suspiró en forma que se me destrozó el corazón.

Tomó cierto tiempo. Dio media vuelta a las dos arandelas de fieltro blanco que rodean sus pupilas negras y que son el alma de sus expresión. Pasó esta al punto de la atención íntima, al ensueño melancólico. Y me habló así:

—Sí, pienso en el pasado. Pienso siempre en el pasado. Pero hoy especialmente, esta primavera tibia e insinuante reanima mi recuerdo. En cuanto al rayo de sol quien, clava a tus pies, fíjate bien, la alfombra que transfigura, este rayo de sol se parece tanto a aquel otro en el cual encontré por primera vez a… ¡Ah! siento que necesitarás suplir con tu complacencia la pobreza de mis palabras!


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Hilo de Aire

Luigi Pirandello


Cuento


Brillo de ojos, de pelo rubio, de bracitos, de piernitas desnudas, arranque de risa que, refrenado en la garganta, se expresa en risitas breves y agudas: aquella pequeña furia de Tittì entró, se acercó al balcón de la habitación para abrirlo.

Apenas pudo girar la manija: un rebudio áspero, ronco, como de fiera sorprendida en el hielo, la detuvo de pronto, hizo que se volviera, aterrada, para mirar en la habitación.

Oscuridad.

Los postigos del balcón se habían quedado entreabiertos.

Aún deslumbrada por la luz de la cual llegaba, no vio; sintió espantosamente en aquella oscuridad la presencia de su abuelo en el sillón: enorme estorbo envuelto en almohadas, en chales grises a cuadros, en mantas ásperas y peludas; hedor de vejez túmida y deshecha, en la inercia de la parálisis.

Pero no era aquella presencia la que la aterraba. La aterraba el hecho de que hubiera podido olvidar por un momento que allí, en la oscuridad de los postigos siempre cerrados, estaba el abuelo, y que había podido transgredir, sin considerarlo, la orden severísima de sus padres, expresada mucho tiempo atrás y que todos observaban siempre, es decir: no entrar en aquella habitación sin llamar a la puerta y una vez pedida licencia (¿cómo se dice?), «¿Me permites, abuelito?», así, y luego entrar muy despacio, de puntillas, sin provocar el mínimo ruido.
Aquel impulso inicial de risa murió enseguida en un jadeo, listo para transformarse en sollozos.

Entonces la niña, temblando y de puntillas, sin suponer que el viejo, acostumbrado a aquella penumbra oscura, la viera, creyéndose no vista, se acercó a la puerta. Estaba a punto de superarla, cuando el abuelo la llamó con un «¡Aquí!» imperioso y duro.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

En Manos de la Cocinera

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Gracias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.

Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.

Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

«Después, después que nos casemos, todos los que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!… ¿No es este un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: “Para lo que me van a costar”?…». Vicente presentía que solo valen las caricias que cuestan.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Tren Ha Silbado

Luigi Pirandello


Cuento


Desvariaba. Los médicos habían dicho que se trataba de un principio de fiebre cerebral; y todos los compañeros de trabajo, que volvían de dos en dos del manicomio donde habían ido a visitarlo, lo repetían.

Al decírselo a los compañeros que llegaban tarde y a los que se encontraban por la calle, parecían experimentar un placer peculiar, utilizando los términos científicos que acababan de aprender de los médicos:

—Frenesí. Frenesí.

—Encefalitis.

—Inflamación de la membrana cerebral.

—Fiebre cerebral.

Y querían parecer preocupados; pero en el fondo estaban tan contentos, saliendo tan saludables de aquel triste manicomio, hacia el azul alegre de la mañana invernal, tras cumplir su deber con la visita.

—¿Se va a morir? ¿Se va a volver loco?

—¡Quién sabe!

—Morir, parece que no…

—Pero, ¿qué dice? ¿Qué dice?

—Siempre lo mismo. Desvaría.

—¡Pobre Belluca!

Y a nadie se le ocurría que, por las muy especiales condiciones de vida que aquel infeliz sufría desde hacía tantos años, su caso podía incluso ser muy normal, y que todo lo que Belluca decía —y que a todos les parecía un delirio, un síntoma del frenesí— podía ser la explicación más sencilla de aquel caso suyo tan natural.

La noche anterior Belluca se había rebelado violentamente contra su jefe y, frente a los ásperos reproches de este, casi se le había lanzado encima, ofreciendo un firme argumento a la suposición de que se tratara de una verdadera alienación mental.

Porque hombre más manso y sumiso, más metódico y paciente que Belluca, no se podría imaginar.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Judío Errante

Rudyard Kipling


Cuento


—Si das una vuelta al mundo en dirección al Oriente, ganas un día —le dijeron los hombres de ciencia a John Hay.

Y durante años, John Hay viajó al Este, al Oeste, al Norte y al Sur, hizo negocios, hizo el amor y procreó una familia como han hecho muchos hombres, y la información científica consignada arriba permaneció olvidada en el fondo de su mente, junto con otros mil asuntos de igual importancia.

Cuando murió un pariente rico, se vio de pronto en posesión de una fortuna mucho mayor de lo que su carrera previa hubiera podido hacer suponer razonablemente, dado que había estado plagada de contrariedades y desgracias. Es más, mucho antes de que le llegara la herencia, ya existía en el cerebro de John Hay una pequeña nube, un oscurecimiento momentáneo del pensamiento que iba y venía antes de que llegara a darse cuenta de que existía alguna solución de continuidad. Lo mismo que los murciélagos que aletean en torno al alero de una casa para mostrar que están cayendo las sombras. Entró en posesión de grandes bienes, dinero, tierra, propiedades; pero tras su alegría se irguió un fantasma que le gritaba que su disfrute de aquellos bienes no iba a ser de larga duración. Era el fantasma del pariente rico, al que se le había permitido retornar a la tierra para torturar al sobrino hasta la tumba. Por lo que, bajo el aguijón de este recuerdo constante, John Hay, manteniendo siempre la profunda imperturbabilidad del hombre de negocios que ocultaba las sombras de su mente, transformó sus inversiones, casas y tierras en soberanos sólidos, redondos, rojos soberanos ingleses, cada uno equivalente a veinte chelines. Las tierras pueden perder su valor, y las casas volar al cielo en alas de llama escarlata, pero hasta el Día del Juicio un soberano será siempre un soberano, es decir, un rey de los placeres.


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4 págs. / 7 minutos / 164 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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