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La aventura de Tse-i-La

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


La Esfinge: «Adivina o te devoro».

Al Norte de Tonkín existe, internándose tres leguas, la provincia de Kouang—Si, de ríos auríferos, y cuya grandeza se extiende hasta las fronteras de los principados centrales del Imperio de Enmedio, desparramando sus ciudades en la vasta extensión de la selva.

En esta región, la serena doctrina de Laotsé no ha extinguido aún la violenta credulidad hacia los Poussah, especie de genios populares de la China. Gracias al fanatismo de los bonzos de la comarca, la superstición china, aun en las clases elevadas, fermenta con más vigor que en los estados más próximos a Pekín, y difiere de las creencias de los manchúes en cuanto admite las intervenciones directas de los dioses en los asuntos del país

El penúltimo virrey de esta inmensa dependencia imperial fue el gobernador Tche—Tang, que dejó la memoria de un déspota sagaz, avaro y feroz. Véase a qué ingenioso secreto aquel príncipe, escapando a mil venganzas, debió vivir y morir en paz en medio del odio de su pueblo, al que desafió hasta el fin, sin pena ni peligro, ahogando en sangre el más ligero descontento.

Una vez —quizá ocurriese esto unos diez años antes de su muerte— un mediodía estival, cuyo ardor hacia arder los estanques y rajaba las hojas de los árboles, arrojando destellos de fuego sobre los altos tejados de los quioscos, Tche—Tang, sentado en una de las salas más frescas de su palacio, sobre un trono negro incrustado de flores de nácar y embutido de oro puro, y reclinado con languidez, se acariciaba la barba con su mano derecha, mientras que la izquierda se posaba sobre el cetro tendido en sus rodillas.


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8 págs. / 14 minutos / 35 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Atalaya del Primo

E.T.A. Hoffmann


Cuento


A mi pobre primo le ha tocado la misma suerte que al famoso Scarron. Como éste, mi primo ha perdido por completo el uso de sus pies a causa de una pertinaz enfermedad y precisa impelerse de la cama a un sillón cargado de cojines y del sillón a la cama con la ayuda de unas firmes muletas y del brazo vigoroso de un huraño inválido de guerra, que hace a su gusto de enfermero. Pero mi primo presenta aún otra similitud con aquel francés, un peculiar sentido del humor cuya forma se aparta de la vía habitual del ingenio francés, y que se verifica en la literatura francesa pese a la escasez de la producción de aquél. Como Scarron, mi primo escribe obras literarias; como Scarron, está dotado de un talante especulativo y practica a su manera una burla fantástica. Pero para mayor gloria del escritor alemán, ha de decirse que él nunca consideró necesario aliñar sus pequeños platos picantes con «asa fétida» para estimular el paladar de sus lectores alemanes, que no la toleran bien. Le es suficiente con la noble especia que, a la vez que estimula, reconforta. A la gente le gusta leer lo que escribe; debe de ser bueno y divertido, yo no entiendo de eso. En cambio me deleitaba la conversación de mi primo y me parecía más agradable escucharlo que leerlo. Pero precisamente esta pasión irrefrenable por la literatura causó a mi primo una negra desgracia; la más grave enfermedad no sería capaz de detener el veloz giro de la rueda de la fantasía, que gira siempre en su interior generando más y más cosas nuevas. Así llegamos a que me narraba muchas historias amenas que él, a pesar de los múltiples dolores que sufría, inventaba. Pero el malvado demonio de la enfermedad había cortado el camino que tenía que seguir la idea para aparecer reflejada sobre el papel. Tan pronto como mi primo quería escribir algo, no sólo sus dedos le negaban el servicio, sino que la idea misma moría y se desvanecía.


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31 págs. / 55 minutos / 78 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


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4 págs. / 7 minutos / 109 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Apuesta

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Ronnie es una gran prueba para mí —comentó quejosa la señora Attray—. Este febrero ha cumplido sólo dieciocho años y ya es un jugador inveterado. Te aseguro que no sé de dónde lo habrá heredado; su padre jamás tocó las cartas, y ya sabes lo poco que juego yo... una partida de bridge las tardes de los miércoles de invierno, a tres peniques el ciento, y ni siquiera lo haría de no ser porque Edith siempre necesita un cuarto jugador y si no me tuviera a mí se lo pediría a esa detestable Jenkinham. Preferiría mucho más sentarme a charlar en lugar de jugar al bridge; creo que las cartas son una pérdida de tiempo. Pero Ronnie tan sólo piensa en el bridge, el bacará y los solitarios del poker. Por supuesto que he hecho todo lo posible para evitarlo; les he pedido a los Norridrum que no le dejen jugar a las cartas cuando va allí, pero sería lo mismo pedirle al océano Atlántico que se mantenga tranquilo durante un crucero que esperar que ellos se preocupen por las ansiedades naturales de una madre.

—¿Y por qué le permites ir allí? —preguntó Eleanor Saxelby.

—Querida, no quisiera ofenderles —contestó la señora Attray—. Al fin y al cabo, son los propietarios de mi casa, y tengo que acudir a ellos siempre que quiero hacer alguna reforma; fueron muy complacientes con lo del tejado nuevo para el invernadero de las orquídeas. Y me prestan uno de sus coches cuando el mío está estropeado; ya sabes lo a menudo que se estropea.

—No sé con cuánta frecuencia, pero debe ser mucha —contestó Eleanor—. Siempre que quiero que me lleves a alguna parte en tu coche me dices que le pasa algo, o que el chófer tiene neuralgia y no quieres pedirle que salga.


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4 págs. / 8 minutos / 76 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Aparición Sobre el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista se acordarán sin duda de Ace Jessel, el gran boxeador negro del que fui mánager hace algunos años. Era un gigante de ébano de un metro noventa y dos centímetros de altura y ciento quince kilos de peso. Se movía con la cómoda ligereza de un gigantesco leopardo y sus músculos de acero ondulaban bajo su brillante piel. Sorprendentemente rápido para un boxeador de su tamaño, tenía una pegada terrible y cada uno de sus enormes puños contenía la potencia de un martillo pilón.

En aquella época yo estaba convencido de que era tan bueno como cualquier otro hombre que pudiera subir a un cuadrilátero... salvo por un defecto capital. Carecía de instinto asesino. Tenía un enorme coraje, como demostró en numerosas ocasiones... pero se contentaba con boxear, las más de las veces, batiendo a sus enemigos por los puntos y lanzando los golpes exactos para no perder el combate.

De vez en cuando, los espectadores le insultaban, pero sus sarcasmos no hacían más que ampliar su jovial sonrisa. Sin embargo, sus combates seguían atrayendo a un público enorme porque, las raras veces que se encontraba en dificultades y se veía obligado a atacar, o cuando se enfrentaba a un peligroso adversario al que tenía forzosamente que dejar K. O. para conseguir la victoria, los espectadores asistían a un verdadero combate que les entusiasmaba de principio a fin. Incluso en aquellas ocasiones, su costumbre era apartarse de su adversario tambaleándose, dejando que el boxeador atontado por los golpes tuviera tiempo para recuperarse y volver al ataque... mientras la multitud aullaba enfurecida y yo me tiraba de los pelos.


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17 págs. / 29 minutos / 61 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Amenaza Turca

Robert E. Howard


Cuento


Caía la noche y yo deambulaba por las calles, preguntándome cuándo el Python volvería a puerto. Ya estaba harto de arrastrarme por Shangai y tenía muchas ganas de volver a ver a Spike, mi bulldog blanco. Lo había dejado a bordo y había llegado a la ciudad china por mis propios medios, para enfrentarme a un chino que decía que era el Campeón de Oriente.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

El llamado «Campeón» se limitó a echarme un único vistazo a mis feroces ojos y salió corriendo del ring a toda velocidad, con lo que el organizador, muy corto de miras, se negó a darme ni un céntimo.

Meditaba sobre todas aquellas injusticias, andando con pasos majestuosos, cuando me di cuenta de que delante de mí estaba pasando algo muy raro. A pocos metros, un joven delgado y fornido andaba a buen paso; en la mano llevaba un saquito de cuero. Según le miraba, una silueta maciza apareció desde una calleja lateral y pude escuchar el impacto del golpe. El joven se derrumbó, y el otro le arrebató el saquito de cuero y volvió a la carrera al callejón del que había salido.

Deduje que el joven acababa de ser agredido y desvalijado —estoy muy dotado para este tipo de deducciones— y, lanzando un aullido, me adelanté.

La víctima no estaba muy grave, al parecer. Justo cuando llegué a su altura, el joven se apoyó en las manos y empezó a llamar a la policía. Al oírle, no me detuve a prestarle ayuda y me adentré en el callejón, tan negro como la boca de un lobo. Pero escuché el sonido de la carrera precipitada del fugitivo calle abajo, y me lancé en su busca.


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12 págs. / 22 minutos / 37 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Ambición del Forastero

Nathaniel Hawthorne


Cuento


Este suceso se inició al caer la tarde de un día de septiembre. En aquel momento se hallaba la familia congregada alrededor de la lumbre del hogar, mantenido con piñas secas, maderos robados por las torrenteras de las montañas y troncos de los árboles tronchados por el viento. Los padres de aquella familia reflejaban en sus rostros una alegría serena; los niños reían; la hija mayor, a los diecisiete años, era una imagen viva de la felicidad, y la abuela, acomodada en el mejor lugar, y aplicada a su calceta, era, como la hija mayor, una imagen repetida de la felicidad, sólo que en el invierno de la vida. Todos los allí reunidos habían llegado a puerto de reposo en el lugar más horrible de Nueva Inglaterra. La familia vivía en el Tajo de las Montañas Blancas, donde el viento corría con violencia los 365 días del año y llevaban en su entraña, en el invierno, un frío de acero que descargaba despiadado sobre la casa de madera en su paso al valle del Saco. El lugar donde la familia había construido su hogar era frío, y, además de frío, amenazado por un constante peligro. Por encima de sus cabezas se alzaba, en efecto, una enorme montaña tan escarpada y agreste, que las piedras se desprendían con frecuencia, y rodando con estrépito desde lo alto, los sobresaltaban en la noche.

La muchacha acababa de decir algo chistoso, que había provocado la risa de toda la familia, cuando el viento que corría a través del Tajo pareció detenerse ante la casa, sacudiendo la puerta con un lamento infinito antes de continuar hacia el valle. Aunque nada extraordinario representaba aquella violencia, la familia se sintió un momento sobrecogida. Ya volvía a resurgir la alegría en sus rostros, cuando pudieron oír que el picaporte de la puerta de entrada era alzado desde fuera, tal vez por algún transeúnte, cuyos pasos hubieran sido ahogados por el bramido del viento coincidente con su llegada.


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11 págs. / 20 minutos / 145 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La Amante de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Ante mí, en la sombría calleja, un chasquido metálico retumbó y un hombre lanzó un grito como los que lanzan sólo los hombres mortalmente heridos. Surgiendo de una esquina de la sinuosa callejuela, tres formas envueltas en capas llegaron corriendo desesperadamente, como corren los seres dominados por el pánico y el terror. Me pegué contra la pared para dejarles pasar. Dos de ellos me rozaron sin verme, jadeando y lanzando secas exclamaciones; el tercero, corriendo con la cabeza baja, me golpeó de lleno.

Gritó como un alma condenada; evidentemente, se creía atacado y me agarró salvajemente e intentó morderme, como un perro rabioso. Con una imprecación, me arranqué de su abrazo y le arrojé violentamente contra la pared. Pero mi propio impulso me arrastró y mi pie resbaló en un charco entre los adoquines del piso. Perdí el equilibrio y caí de rodillas.

Huyó gritando hacia la entrada de la calleja. Cuando me levantaba, una silueta alta surgió por encima de mí, como un fantasma saliendo de las espesas sombras. La luz de una antorcha lejana lanzó un reflejo oscuro sobre el capacete y la espada que blandía sobre mi cabeza. Apenas tuve tiempo para detener el golpe; las chispas volaron cuando chocaron nuestras hojas. Contraataqué, lanzando una estocada tan violenta que la punta de mi espada se hundió en su boca, entre los dientes, atravesando su nuca y chocando contra el borde de su casco de acero.


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23 págs. / 40 minutos / 43 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Amante de Briseux

Henry James


Cuento


La pequeña galería de pintura de M. es el típico museo de provincia: frío, trasnochado, sin visitantes, y conteniendo un conjunto de pequeñas obras de pintores cuya trayectoria no tuvo realce. El techo es de ladrillo y las ventanas tienen cortinas de ajada lana estampada; la luminosidad es pálida y neutra, como contagiada de la deslucida atmósfera de las pinturas. Los temas representados son, por supuesto, de tipo académico: el juicio de Salomón y la furia de Orestes; además de unos cuantos elegantes paisajes al modo dieciochesco, enfrentados a media docena de pulcros retratos de campesinos franceses de la época, que se diría contemplan con perplejidad esos paisajes.

Para mí, lo confieso, el lugar poseía un melancólico encanto y no me parecía absurdo disfrutar de esas un tanto absurdas pinturas. La forma de pintar francesa tiene siempre un agradable toque peculiar, aunque no esté detrás la mano de un maestro. El catálogo, además, era increíblemente bizarro: una auténtica antología de literatura trasnochada, con comentarios al modo del inefable La Harpe. Mientras lo hojeaba me pregunté hasta qué punto reprobaría dichas pinturas y dicho catálogo ese único hijo de M que había alcanzado cierta notoriedad más allá de los límites de la población.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 70 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La Alucinación de Staley Fleming

Ambrose Bierce


Cuento


De los dos hombres que estaban hablando, uno era médico.

—Le pedí que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda recomendarme un especialista en psicopatía, porque creo que estoy un poco loco.

—Pues parece usted perfectamente —contestó el médico.

—Juzgue usted mismo: tengo alucinaciones. Todas las noches me despierto y veo en la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro de Terranova con una pata delantera de color blanco.

—Dice usted que despierta; ¿pero está seguro de eso? A veces, las alucinaciones tan sólo son sueños.

—Oh, despierto, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo mirando al perro tan fijamente como él a mí... siempre dejo la luz encendida. Cuando no puedo soportarlo más, me siento en la cama: ¡y no hay nada en la habitación!

—Mmmm... ¿qué expresión tiene el animal?

—A mí me parece siniestra. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros de Terranova tienen un aspecto muy amable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste?

—Realmente mi diagnosis no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.

El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el rabillo del ojo. Después, dijo:

—Fleming, la descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del fallecido Atwell Barton.

Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible intento de mostrarse indiferente.

—Me acuerdo de Barton —dijo—. Creo que era... se informó que... ¿no hubo algo sospechoso en su muerte?

Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió:


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2 págs. / 4 minutos / 150 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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