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El Casamentero

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


El reloj del comedor dio las once con la respetuosa prudencia de alguien cuya misión en la vida es ser ignorado. Cuando el paso del tiempo hiciera imperativas la abstinencia y la migración, las luces darían la señal en la forma acostumbrada.

Seis minutos más tarde Clovis se acercó a la mesa con la ferviente expectativa de quien ha comido esquemáticamente y mucho tiempo atrás.

—Estoy muriéndome de hambre —anunció esforzándose por tentarse con gracia y leer el menú al mismo tiempo.

—Lo imaginé —respondió su anfitriona— al ver que ha sido usted casi puntual. Debí advertirle que soy una Revolucionaria Alimenticia. Pedí dos cuencos de pan y leche y algunos bizcochos dietéticos. Espero que no tenga inconveniente.

Clovis pretendió después que no había palidecido durante una fracción de segundo.

—De cualquier modo —dijo—, no debería usted bromear con tales cosas. Esa especie de gente existe en realidad. Sé de quienes las han conocido. ¡Pensar en todos los manjares que existen, pasarse la vida masticando aserrín, y enorgullecerse por añadidura!

—Son como los flagelantes de la Edad Media que vivían mortificándose.

—Ellos estaban justificados hasta cierto punto —dijo Clovis—. Lo hacían para salvar sus almas inmortales, ¿no es así? No me diga usted que un hombre al que no le gustan las ostras, los espárragos y los buenos vinos tiene alma o siquiera estómago. Sencillamente tiene el instinto de desdicha altamente desarrollado.

Clovis se entregó durante unos pocos dulces instantes a la tierna intimidad de unas ostras que iban desapareciendo velozmente.


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2 págs. / 5 minutos / 317 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

El Caso Chopham

Edgar Wallace


Cuento


Los jurisconsultos que escriben libros no gozan, generalmente, de nombre favorable entre sus colegas; pero Archibald Lenton, el más brillante de los abogados penalistas, era una excepción. Llevaba un registro de jurisprudencia y publicaba extractos de vez en cuando. No llegó a publicar sus teorías sobre el caso Chopham, aunque creo que formuló una. A continuación expongo su intervención en el caso, así como la verdad sobre Alphonse o Alfonso Ribera.

Este último tenía un don especial para las mujeres, sobre todo aquellas que no se habían graduado en la mundana escuela de la experiencia. Decía ser español, si bien su pasaporte había sido expedido por una república sudamericana. A veces presentaba tarjetas de visita en las que figuraba la inscripción «Marqués de Ribera», pero esto sólo lo hacía en ocasiones muy especiales.

Era joven, de tez olivácea y facciones impecables, y al sonreír mostraba dos hileras de dientes deslumbrantemente blancos. Consideraba conveniente cambiar su aspecto alguna que otra vez. Por ejemplo: cuando era un compañero de baile por alquiler, agregado al personal de un hotel egipcio, llevaba unas pequeñas patillas que, curiosamente, acentuaban su juventud; en el casino de Enghien, donde por algún medio había conseguido el puesto de crupier, lucía un pequeño bigote negro. Ciertos espectadores de sus numerosas aventuras, serios, sobrios y faltos de imaginación, se asombraban irritadamente de que las mujeres le dirigieran la palabra, pero bien es verdad que es extremadamente difícil para cualquier hombre, incluso un hombre sin imaginación, descubrir cualidades atractivas en los amantes con éxito.


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14 págs. / 26 minutos / 96 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Caso de Lady Sannox

Arthur Conan Doyle


Cuento


Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima Lady Sannox eran cosa sabida tanto en los círculos elegantes a los que ella pertenecía en calidad de miembro brillante, como en los organismos científicos que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades. Por esta razón, al anunciarse cierta mañana que la dama había tomado de una manera resuelta y definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería a saber más de ella, se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente. Pero cuando a este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre cirujano, el hombre de nervios de acero, había sido encontrado una mañana por su ayuda de cámara sentado al borde de su cama, con una placentera sonrisa en el rostro y las dos piernas metidas en una sola pernera de su pantalón, y que aquel gran cerebro valía ahora lo mismo que una gorra llena de sopa, el tema resultó suficientemente sensacional para que se estremeciesen ciertas gentes que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa clase de sensación.


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13 págs. / 22 minutos / 932 visitas.

Publicado el 25 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Caso del Desfiladero de Coulter

Ambrose Bierce


Cuento


—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? —preguntó el general.

No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.

—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.

—Es el único lugar posible —afirmó el general.

Hablaba en serio, entonces.


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11 págs. / 19 minutos / 86 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Castillo de la Bella Durmiente

Pierre Loti


Cuento


Con frecuencia he lanzado una llamada de auxilio a mis amigos desconocidos para que me ayudaran a socorrer las penurias humanas, y siempre han escuchado mi voz. Hoy se trata de socorrer árboles, nuestros viejos robles de Francia que la barbarie industrial se empeña en destruir por todas partes, y vengo a implorar: «¿Quién quiere salvar de la muerte a un bosque, con un castillo feudal en el centro, un bosque cuya edad ya no conoce nadie?»

Viví en este bosque doce años de mi infancia y primera juventud; todos sus peñascos me conocían, y todos sus robles centenarios, y todos sus musgos. El terreno pertenecía por entonces a un anciano que no venía jamás, que vivía enclaustrado en otro lugar, y que en aquellos tiempos yo me representaba como una especie de invisible personaje de leyenda. El castillo estaba confiado a un administrador, rústico solitario y algo huraño, que no le abría la puerta a nadie; no se visitaba, no entraba nadie en él; yo ignoraba lo que podían ocultar las altas fachadas sin ventanas y me limitaba a mirar de lejos sus grandes torreones; mis paseos infantiles por el bosque se detenían al pie de las terrazas musgosas, envueltas en la oscuridad verdosa de los árboles.


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9 págs. / 16 minutos / 97 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Cerdo

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Hay una entrada trasera al césped, a través de un pequeño prado de hierba y cruzando un huerto de árboles frutales vallado que está lleno de groselleros espinosos —le dijo la señora Philidore Stossen a su hija—. El año pasado, cuando la familia estaba fuera, recorrí todo el lugar. Hay una puerta que permite pasar desde el huerto frutícola a un plantío de arbustos, y en cuanto se sale de allí te puedes mezclar con los invitados como si hubieras entrado por el camino principal. Es mucho más seguro que entrar por la puerta delantera, corriendo el riesgo de darte de bruces con la anfitriona; eso sería terrible, puesto que no le ha dado por invitarnos.

—¿Y no son demasiados esfuerzos para entrar en una fiesta al aire libre?

—Para una fiesta al aire libre, sí; pero para la fiesta al aire libre de la temporada, por supuesto que no. Excepción hecha de nosotras, todo aquel que tiene algún peso en el condado ha sido invitado a conocer a la Princesa; sería mucho más trabajoso inventar una explicación al hecho de que no estuvimos allí que entrar por un camino indirecto. Ayer detuve a la señora Cuvering en la calle y hablé con toda intención acerca de la Princesa. Si ella prefirió no captar la sugerencia de enviarme una invitación, no es culpa mía, ¿verdad? Ya hemos llegado: basta con cruzar el campo de hierba y entrar al huerto por esa pequeña puerta.


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5 págs. / 10 minutos / 275 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

El Cerebro

Gustav Meyrink


Cuento


Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.

Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la mano al párroco.

Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo el verano en el hogar.

Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.

—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos, se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos

El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la alcoba tan familiar poco antes.

«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.

Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su hermano.

Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!


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5 págs. / 9 minutos / 68 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Ceremonial

H. P. Lovecraft


Cuento


Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint,
conspicienda hominibus exbibeant.

Lactancia
 

Me encontraba lejos de casa, y caminaba fascinado por el encanto de la mar oriental. Empezaba a caer la tarde, cuando la oí por primera vez, estrellándose contra las rocas. Entonces me di cuenta de lo cerca que la tenía. Estaba al otro lado del monte, donde los sauces retorcidos recortaban sus siluetas sobre un cielo cuajado de tempranas estrellas. Y porque mis padres me habían pedido que fuese a la vieja ciudad que ahora tenía a paso, proseguí la marcha en medio de aquel abismo de nieve recién caída, por un camino que parecía remontar, solitario, hacia Aldebarán —tembloroso entre los árboles—, para luego bajar a esa antiquísima ciudad, en la que jamás había estado, pero en la que tantas veces he soñado durante mi vida. Era el Día del Invierno, ese día que los hombres llaman ahora Navidad, aunque en el fondo sepan que ya se celebraba cuando aún no existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis ni aun la propia humanidad. Era, pues, el Día del Invierno, y por fin llegaba yo al antiguo pueblo marinero donde había vivido mi raza, mantenedora del ceremonial de tiempos pasados aun en épocas en que estaba prohibido. Al viejo pueblo llegaba, cuyos habitantes habían ordenado a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, que celebraran el ceremonial una vez cada cien años, para que nunca se olvidasen los secretos del mundo originario. Era la mía una raza vieja; ya lo era cuando vino a colonizar estas tierras, hace trescientos años. Y era la mía una gente extraña, gente solapada y furtiva, procedente de los insolentes jardines del Sur, que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos azules. Y ahora estaba esparcida por el mundo, y únicamente se reunía a compartir rituales y misterios que ningún otro viviente podría comprender.


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12 págs. / 22 minutos / 396 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

El Ciego

Guy de Maupassant


Cuento


¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por todo; quisiéramos abrazar al sol.

Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto a su perro que quisiera brincar.

Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho muy bueno hoy!», el otro responde:

«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era incapaz de quedarse en su sitio».

He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.

Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia. Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que no muriera.


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3 págs. / 6 minutos / 242 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Clavel

Katherine Mansfield


Cuento


En aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios, cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.

—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son sencillamente divinos. Saben como, como a... bueno.

Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y afilado, garras y ojos como cuentas.)

Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés. Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su pupitre con los ojos entornados y sonriendo.

—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero...

—Un peu de silencie, s'il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.

¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.

Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un soplo de viento.

Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas, parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.


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3 págs. / 6 minutos / 80 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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